En 1541 nacía en Candía (Creta) un meteoro, que se arraigó en España y provocó una explosión de genialidad precursora, haciendo tambalearse los cimientos del panorama artístico Europeo.
Bautizado como Doménikos Theotokópoulos, recibió una formación bizantina, recogiendo influencias de los iconos en tablas y mosaicos. En 1567 se trasladó a Venecia, ya consolidado como “sgúrafos” (maestro que trabaja por cuenta propia), donde trabajó en el taller de Tiziano. En la ciudad recibió influencia de los dos grandes artistas del momento, Tiziano y Tintoretto. Trató de aprender sometiendo el espacio a las leyes de la perspectiva -empleando decorados con columnatas, palacios porticados y arcos del triunfo-, trabajando al óleo sobre lienzos muy toscos con una imprimación en ocre, en donde la elección de la luz y los colores tendrá una importancia decisiva.
En 1570 llegó a Roma, donde estudió principalmente a Miguel Ángel. Asimiló las formas del gran maestro Buonarotti y las adaptó a sus lienzos, consiguiendo mezclar lo monumental de las figuras del italiano con el naturalismo tan peculiar de su pincel. Sin embargo, la aventura romana de Doménikos duró poco. Como afirma Lafuente Ferrari, “el ambiente romano no era propicio al arte libre y expresivo de este extraño artista genial”. En la ciudad eterna aún pervivía una admiración casi religiosa por Miguel Ángel, y que el pintor de Creta criticase y se ofreciese a repintar la escena de El Juicio Final de la Capilla Sixtina (lo cual hizo sin maldad ninguna) le valió el enfado de los círculos artísticos romanos.

Fue entonces cuando Theotokópoulos fijó sus ojos en España, atraído por las empresas artísticas de El Escorial, y fue a parar a Toledo en el año 1576. A finales del Siglo XVI Toledo era una ciudad exuberante de riqueza y cultura. Contaba con gremios, una universidad con abundantes cátedras, grandes construcciones… Y esto al pintor griego le vino como anillo al dedo. El desde entonces apodado como “Greco” (pues los toledanos consideraron que era mejor el apodo que tener que pronunciar su impronunciable nombre cretense) pudo desarrollar en Toledo una evolución artística que no podría haberse desarrollado en ningún otro país o ciudad del mundo.
Pintó sus primeras obras españolas entre 1576 y 1579, como El Expolio, donde inaugura una nueva modalidad artística donde concibe el espacio con una peculiar densidad de las figuras y una composición vertical sin paisaje ni espacios vacíos -lo que acrecienta la sensación de angustia-.
Trató de ir a probar suerte con Felipe II, quien le encargó en 1589 el Martirio de San Mauricio y la legión tebana. El Greco realizó un espectacular lienzo con una composición en distintas escenas y unos colores fríos (tan venecianos como el azul o el verde), realmente alejado del academicismo pictórico de entonces. Cuando Felipe vio el resultado no hizo otra cosa que horrorizarse, y decidió no encargar más obras al pintor.

El Greco, a pesar de no contar con los favores de la Corte, sí que lo hizo con los de la devota ciudad de Toledo. Y para allá que se fue. No volvió a salir más de la ciudad, donde abrió un activo taller y desarrolló la etapa final de su pintura que hoy en día tanto le caracteriza. El de Creta ejemplifica la capacidad integradora de la sociedad española de finales del Siglo XVI, que acogió a lo que por entonces bien podía asociarse con un alienígena que había llegado paleta y pincel en mano.
Intelectualizó su visión despojándose de todo naturalismo y empleando la luz de forma antinatural y arbitraria, que se derivaba de lo que cada forma y expresión exigían. Sus alargadas figuras no poseían densidad ni gravedad, flotaban entre cúmulos de nubes e inciertos paisajes, y estaban hechas de colores vibrantes y formas desdibujadas (que tan bien queda reflejado en las manos de sus personajes, afiladas como cuchillos). El movimiento parece proceder del interior de los personajes, creados mediante una pincelada suelta y descompuesta.
Fue uno de los mejores retratistas de la Historia. Sus retratos serios y austeros marcaron un antes y un después en la forma de concebir esta disciplina, y establecieron la pauta a seguir por los Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán o Ribera que vendrían en años posteriores.
A pesar de haber abierto un taller, no pudo tener imitadores ni crear escuela, ni siquiera su hijo consiguió emular fielmente su estilo, que fue uno de los más personalísimos de la Historia del Arte. El Greco, como Cervantes, están a caballo entre el Renacimiento y el Barroco. No son ni lo uno ni lo otro. Cervantes desdibuja con su pluma a su extraño Quijote, tan extravagante y casi místico, que bien podría formar parte de uno de los lienzos del Greco.

El Greco gozó de gran fama en vida, pero cayó en el olvido de la historia en los años posteriores a su muerte. Sin embargo, la Generación del 98 favoreció la recuperación del que fue uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, provocando un gigantesco tsunami de fama que duró todo el Siglo XX -de hecho se le dedicó una exposición en el Museo del Prado por primera vez en 1902-.
El Expolio, El entierro del Conde Orgaz, La fábula, La Trinidad, El caballero de la mano en el pecho… Todos ellos y muchos más son el magnífico legado que la experta mano de El Greco dejó a la Historia del Arte. En ocasiones menos valorado de lo que debería, Doménikos Theotokópoulos destrozó todos los convencionalismos artísticos de su época e innovó en el género de la pintura de una forma que nadie había conseguido ni, probablemente, conseguiría jamás. Un pintor que fue cretense de cuna, pero que las circunstancias de su vida y su largo peregrinaje por el Mediterráneo, hicieron de El Greco el más toledano de todos.