Descrifrando el Prado I: el Descendimiento

Nacido alrededor del año 1399 en Tournai (en la actual Bélgica), el “Maistre Rogier” fue un pintor inteligente, próspero y con fama internacional, que supo representar el nuevo tipo de ingenio burgués. Su vida fue plácida, recibiendo encargos tanto de su Flandes natal como de Italia y España. Con su arte, fruto en parte de su aprendizaje en el taller de Robert Campin, contribuyó en la progresión del arte de la composición y la ordenación de actitudes, todo ello en función de la temática a representar. 

Van der Weyden no fue simplemente una continuación del arte medieval, fue un verdadero exponente proto-renacentista, un auténtico maestro de los conocidos como “Primitivos Flamencos”. Obtuvo el respeto y consideración de sus coetáneos, siendo descrito por Ciriaco de Ancona como “el pintor más destacado de nuestro tiempo después de Jan de Brujas (Van Eyck)”, “el más noble de los artistas”.

El Descendimiento fue pintado para la capilla de Nuestra Señora Extramuros, catedral de Lovaina, alrededor del año 1443. El encargo fue hecho por el gremio de ballesteros de la ciudad, razón por la que el pintor incluyó dos minúsculas ballestas en la tracería de las esquinas superiores, de obligatorio visionado cuando se acude al Museo, y que frecuentemente pasan desapercibidas y camufladas para gran parte del público.

La obra fue extraordinariamente admirada en Flandes, razón por la que hay copias en Berlín, Colonia o Liverpool (incluso en Lovaina, salida de su propio taller).

En 1549 fue comprada por María de Hungría, pasando a ser posesión de Felipe II unos cinco años después, que lo colocó en El Escorial. Cuenta el biógrafo Karel van Mander, que el barco que traía el Descendimiento naufragó, cayendo la tabla al mar, que flotó y no sufrió daños gracias al embalaje.

Van Der Weyden no llama la atención del público a través de la clásica escena bíblica, sino que intenta comprimir la máxima expresión posible en cada personaje, otorgando a cada uno una inmensa pasión contenida (llegando a observarse las lágrimas que brotan tímidamente de sus ojos). Parece que muestra el instante previo a una explosión de dolor y sufrimiento, y sin embargo consigue quietud y una calma triste.

La mirada del espectador se dirige inevitablemente a los dos protagonistas, madre e hijo. La Virgen, vestida con un impresionante manto de lapislázuli, ha perdido el conocimiento tras contemplar el brutal asesinato de su hijo. Mientras, su hijo, cuya sangre ya no cae, sino que se ha secado sobre su cuerpo, yace inerte en los brazos de Nicodemo y José de Arimatea.

Las formas se restringen a un espacio compacto y limitado, cerrado por los paréntesis que forman San Juan y la Magdalena. Consigue un ritmo de curvas dinámicas, mediante un juego de elementos que casi se tocan en distintos planos. Además, cada figura se corresponde simétricamente a otra, como es el caso del cuerpo de Cristo y la Virgen o el previamente mencionado paréntesis.

El carácter escultórico de las figuras (algunas de ellas, como San Juan, aparecen en otras composiciones del pintor) y el fondo plano dorado se deben a un motivo tradicional, pues lo común en las iglesias era la colocación de retablos de madera policromados. Así Rogier quiso imitar con sus pinceles el trabajo de los escultores, quién sabe si en un diálogo parecido al de las grisallas -desafío explorado, entre otros, por el gran Jan Van Eyck-.

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