La vocación de San Mateo

A finales del siglo XVI se agotaba el Renacimiento, el movimiento artístico que había sido el faro mayor de Occidente. La luz de este faro se apagaba, y surgió un genio que maravilló al mundo con lo que quedaba, las sombras.

Michelangelo Merisi, el obstinado lombardo que pasó a la Historia con el topónimo de su ciudad natal, Caravaggio, rondaba la veintena cuando se estableció en Roma por primera vez. Habiendo llegado con una mano delante y otra detrás, su pintura rápido lo encumbró en el podio de los pintores más reconocidos de la Ciudad Eterna, en gran medida gracias al mecenazgo y protección de personalidades de gran renombre, como los cardenales Pandolfo Pucci o Francesco Maria del Monte. Fue este último quien, en el verano de 1599, concedió a Caravaggio la posibilidad de realizar su primer encargo público, tres imágenes para la Capella Contarelli en la Iglesia de San Luigi dei Francesi.

La decoración de la Capilla había sido encomendada años antes al pintor Girolamo Muziano, que rechazó el encargo, y al pintor Cavaliere D’Arpino. Sin embargo, la lentitud de Arpino colmó la paciencia del Papa Clemente VIII, que traspasó la jurisdicción del encargo al Cardenal del Monte. El prelado vio la ocasión idónea para explotar el talento de su protegido, y no dudó en despedir a Arpino y reemplazarlo por Caravaggio.

Las instrucciones que recibió el pintor fueron las de realizar un retablo central en el que se representase a San Mateo redactando el Evangelio inspirado por un ángel, y dos laterales con la Vocación y el Martirio del Santo.

Análisis formal

Lo habitual en este tipo de encargos era realizar pinturas al fresco, pero el maestro lombardo no se había prodigado apenas en ese tipo de pinturas, por lo que optó por plasmarlas en lienzo.

Comenzó con el Martirio, pero posiblemente la dejó inacabada para seguir con la Vocación. Los primeros años del siglo XVII son con toda probabilidad el punto culminante de su carrera artística. Consiguió prestigio y un status al alcance de muy pocos, haciéndose con un hueco en el salvaje mercado de arte romano (hasta que su disputa con Ranuccio Tomassoni en 1606 dio al traste con esta privilegiada posición).

Caravaggio protagonizó un hecho único en la Historia, supuso una renovación realista de la pintura, una suerte de naturalismo extremo (tanto que en ocasiones provocó airadas protestas, especialmente procedentes del ámbito religioso) que llegó incluso a humanizar personajes sacros. Inauguró su propia vertiente pictórica, el tenebrismo, que atacó la problemática de la luz empleando fuertes y violentos contrastes de claroscuro, obteniendo así unos volúmenes llenos de vida, una materia casi palpable.

El maestro ubicó la escena en una cochambrosa y oscura trattoria romana, y dividió la composición en dos mitades. A la izquierda del espectador queda el grupo de publicanos de Leví -ataviados todos con ropa de época- y a la derecha Pedro acompaña a Cristo, que se dispone a elegir a uno de los apóstoles que lo seguirán en su predicar. El tercio superior del lienzo permanece en casi completo vacío, tan solo relleno con una ventana ciega, por la que no entra luz alguna. 

De derecha a izquierda, Cristo señala con su dedo al futuro evangelista, una trayectoria acompañada por una fuerte luz focal que desemboca en el publicano, que deriva la llamada en sí mismo, imposibilitando cualquier tipo de equivocación sobre su protagonismo. 

Caravaggio decidió añadir posteriormente la figura de Pedro, otorgando así un mayor peso compositivo al lado derecho y simbolizando el papel de la Iglesia como mediadora del mensaje divino.

Análisis iconográfico

El motivo del lienzo responde al pasaje evangélico de Mateo (Mt 9,9), en el que el Hijo de Dios señala, en un gesto muy “miguelangelesco”, a Leví: “Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió”. 

Las obras religiosas debían someterse al decorum y exigencias de los comitentes y autoridades eclesiásticas, enmarcadas en los preceptos del Concilio de Trento y la Contrarreforma -aunque esto no significa la existencia de una práctica unificada en la imaginería religiosa de la época-. Si bien en el caso de la Vocación no transgredió las normas iconográficas y de decencia como hizo en el retablo principal de la Capilla o como haría posteriormente en La Muerte de la Virgen, podríamos decir que se queda al límite. El pintor abandona la concepción sagrada y la sustituye por una representación, no sólo contemporánea, sino incluso vulgar.

No obstante, el episodio, que concentra la narración en el momento de la llamada, tiene un mensaje verdaderamente potente. Se trata del paradigma de conversión y salvación: hasta el más miserable y avaricioso de los publicanos puede salvarse con la ayuda de Dios, siempre y cuando esté dispuesto a abrirse a ella. Mientras que Mateo y los muchachos abren sus ojos de par en par al mensaje de redención, las figuras en sombra siguen dedicados a los negocios y el dinero, ajenos al mensaje de Salvación y a la llamada de Cristo.

Un minuto de Mercurio y Argos

“De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía, de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, los demás vigilaban y en posta se mantenían. Como quiera que se apostara, miraba hacia Io: ante sus ojos a Io, aun vuelto de espaldas tenía”.

Esta es parte de la descripción que Ovidio hace en el libro primero de «Las Metamorfosis” de Argos, uno de los dos personajes protagonistas de la obra. Argos, según cuenta Ovidio, era un pastor al que Juno encargó la vigilancia de la ninfa Io, amante de su esposo, Júpiter. Este, como forma de liberar a su amante convertida en vaca, envía a su hijo Mercurio con la misión de matar al pastor y traer a la ninfa de vuelta.

Velázquez recibió el encargo de realizar esta obra datada del año 1659 para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. El pintor dispuso en un lienzo de clara tendencia horizontal (1,27 m de alto por 2,50 de ancho) tres figuras, que es capaz de representar de tal forma que sus posiciones no parezcan forzadas, sino en perfecta sintonía con el espacio que ocupan. La luz se encuentra fundamentalmente entre el pastor y la deidad, y durante su estancia en el Salón de los Espejos se vería reforzada por la luz que ascendía hacia el lienzo, pues fue colocado sobre una ventana.

Velázquez realiza esta obra en su etapa de madurez absoluta. La minuciosidad y el realismo detallado de sus primeros años se había transformado en una pincelada suelta y menos concreta, primando el color y la luz sobre la definición de las formas.

Tal como demuestra en otros muchos de sus cuadros, tenía un conocimiento erudito y perfecto de los temas mitológicos que realizaba. Tanto en esta como en otras de sus obras, como la Fábula de Aracne (o Las Hilanderas), la Fragua de Vulcano o Marte, Velázquez presenta unos personajes corrientes, que conforman una escena más costumbrista que mitológica. Su constante búsqueda del naturalismo, su afán por representar la realidad tal como es, le lleva a mostrarnos unos personajes sencillos, y no las deidades idealizadas que cabría imaginar cuando leemos a Ovidio.

A diferencia de otras escenas de Mercurio y Argos, como la de Rubens del Museo del Prado, el pintor sevillano no representa a Mercurio tocando la flauta o a punto de asestar el golpe mortal en el cuello del pastor, sino que escoge un momento de la historia peculiar, con Argos ya dormido y Mercurio cogiendo la espada para completar su misión. Una ausencia casi total de movimiento hace patente una violencia contenida, una quietud que anticipa el caos que seguirá al momento en que Mercurio alce la espada.

La obra se salvó del incendio del Alcázar de la Nochebuena de 1734, una suerte que no corrieron otras obras como Psique y Cupido o Apolo y Marsias. Este pequeño milagro nos permite hoy contemplar y disfrutar una de las obras más increíbles de Diego Velázquez, actualmente en la sala 015A del Museo.

Juana I de Castilla, reina comunera

“Que ha perdido la razón”, “de poco juicio, disparatado e imprudente”. Son algunas de las definiciones que da la Real Academia Española a la palabra “loco/a”, y todas ellas encajan a la perfección con Juana I de Castilla, “La Loca”. Encajan, por supuesto, con la Juana que la historiografía negrolegendaria ha querido modelar a su antojo. Una reina desquiciada, violenta, que incluso compartía lecho con el cadáver de su marido. Una Juana que no fue así en realidad.

El 6 de noviembre de 1479 nació en Toledo uno de los personajes más injustamente maltratados, junto con Carlos II, por los cronistas e historiadores de España y de Europa. La futura reina nació en el enfervorizado ambiente que giraba en torno al tramo final de la Reconquista. Poco se sabe del ambiente hogareño de la Corte de los Reyes Católicos, pero sí que fue una Corte culta, con inmensas bibliotecas pobladas por Virgilio, Tito Livio o Séneca, y frecuentada por grandes pintores flamencos y humanistas italianos. Juana creció, atenta y despierta a todo tipo de conocimiento, entre Michel Sittow, Juan de Flandes y Lucio Marineo Sículo, y bajo las enseñanzas de su preceptor, Alejandro Geraldino.

El año 1492 fue una explosión de éxito para España. Habían conseguido expulsar al enemigo musulmán y tres pequeñas carabelas se encaminaban a una arriesgada expedición para alcanzar las costas de Asia por el Atlántico. En ese marco de trepidante proyección exterior, los Reyes desplegaron una política internacional de tremenda ambición, buscando aliados mediante alianzas matrimoniales. En esta lotería de “sí quiero”, a la pobre Juana le tocó bailar con el más feo (o mejor dicho, con el más guapo). El 20 de agosto de 1496 salía de Laredo rumbo a los Países Bajos para desposarse con el hijo de Maximiliano I de Habsburgo, Felipe, apodado “El Hermoso”.

Felipe I y Juana I

Aterrizó el 8 de septiembre en la Corte borgoñona, llena de lujos y un complicado ceremonial palatino, pero falta de lo que Juana había ido a buscar, su futuro marido. Tan cortés como era, Felipe no se molestó siquiera en ir a recibirla, cosa que ocurrió finalmente el 12 de octubre. Desde ese momento se desató entre ambos una pasión descontrolada; lo que no impedía, posibilitado por la laxa moral borgoñona, que Felipe mantuviese relaciones extramaritales. Juana, en apenas dos años, se encontraba desplazada, abandonada y abatida, que sería la tónica del resto de su vida.

En 1498 dio a luz a su primera hija, Leonor, y dos años después trajo al mundo al que sería emperador de medio mundo -aunque eso es otra historia-. En aquellos tiempos, como escribió Manuel Fernández Álvarez “la muerte tuvo que trabajar a destajo”. El fallecimiento del príncipe Juan, su hijo, su hermana y del príncipe Miguel de Portugal (casi nada), posibilitaron que Carlos se convirtiese en el heredero de las tres Coronas Hispanas. La muerte de Miguel encendió la llama de la ambición en Felipe, que ya podía proclamarse Príncipe de Asturias.

Camino de España atravesaron Francia, donde Felipe no dudó en rendir pleitesía a Luis XII. Juana, como buena castellana e hija de sus católicos padres, se negó en rotundo a semejante humillación, un hecho que pone de relieve que estaba completamente en sus cabales. En las Cortes de Toledo de 1502 se juró al matrimonio como Príncipes de Asturias, cargo que ostentaron hasta que, el 26 de noviembre de 1504, dejó la vida en Medina del Campo la reina más grande que ha tenido Castilla. 

Juana y Felipe en la Corte

La recién heredada condición de reyes volvió a acercar a Felipe y Juana, aunque poco le duró al nuevo monarca, que llegó a encerrar a su esposa en su habitación, a lo que ella respondió con huelgas de hambre y otros escándalos.

La opinión pública castellana daba por hecho que Juana no podía gobernar. Felipe y Fernando, aunque enemistados entre sí, se esforzaron por mostrar una imagen de mujer desquiciada y fuera de sus cabales, que no solo no podía gobernar a Castilla, sino que difícilmente podía ni gobernarse a sí misma. Juana, ya para el resto de sus días y los venideros, “La Loca”, vivió en septiembre de 1506 el episodio que más contribuyó a la denostación de su persona. El día 7 del noveno mes, Felipe, al que todo le parecía propiciarle un largo reinado, salió a jugar a la pelota con uno de sus generales. Una vez hubo terminado, bebió “un vaso de agua muy fría”, que le produjo una horrible enfermedad y una rápida degeneración física, que le produjo la muerte el día 25.

Doña Juana la Loca – Francisco Pradilla (Museo del Prado)

Quedaba así viuda Juana con 26 años, a merced de todo tipo de mentiras y leyendas acerca de su locura. En primer lugar y con muy buen juicio, lo primero que hizo a la muerte del rey fue formar un triunvirato con el Condestable de Castilla, el Duque de Nájera y el Cardenal Cisneros para gobernar Castilla. Además, prohibió que se diese sepultura al cuerpo de su marido. No para abrazarlo por las noches y demás sandeces que se han repetido de forma más que habitual, sino para evitar ser desposada con Enrique VII de Inglaterra. Las leyes del momento establecían que una viuda no podía casarse hasta que su marido estuviese enterrado, por lo que la sabia Juana custodió a Felipe sabedora de que era su garantía de no tener que volver a pasar por el altar.

Sin embargo, su suerte, con marido o sin él, ya estaba echada. Nunca más volvió Juana a salir de su encarcelamiento en Tordesillas. Allí la metió su padre, y allí la mantuvo su hijo. Custodiada por los marqueses de Denia, que llegaron incluso a emplear violencia física contra ella, perdió todo contacto con el mundo exterior, con el amor; exceptuando a su hija Catalina, su único apoyo.

En 1520 estalló la revuelta de las Comunidades de Castilla, la última oportunidad de conseguir la libertad para Juana, a la que los comuneros consideraban reina de Castilla. El movimiento insurgente vio en ella al legítimo gobernante que acabaría con la Monarquía de corte flamenco instaurada por Carlos I. Sin embargo Juana, con casi 15 años de encierro a sus espaldas y vacilando ante la inmensa responsabilidad que se habría ante ella, no se animó a apoyar la revuelta, que murió en Villalar, y con ellas sus posibilidades de rescate.

Ejecución de los comuneros de Castilla – Antonio Gisbert (Palacio de las Cortes)

Como colofón a su vida, el destino le tenía reservada un último sufrimiento, quizás el mayor desde la muerte de su marido. En 1525 su hija Catalina abandonó Tordesillas para desposarse con Juan III de Portugal. Se rompía su nexo con cualquier tipo de afectividad. Juana quedaba totalmente sola, a merced de los Denia.

La soledad fue la tónica del resto de sus días. Es verdaderamente complicado tratar de ponerse en su piel. Una mujer que vivió encarcelada 50 años, en la más completa tristeza y aislamiento durante 30 de ellos; tachada de loca, habiendo perdido a su marido, a su Catalina, habiendo sido menospreciada por su padre y olvidada por su hijo.

Cómo no perder la razón, el juicio e incluso el ánimo vital en semejante situación; pasando además los últimos de sus años inmovilizada de cintura para abajo debido a una caída. Este cóctel de injusticias e infortunios, mezclado con la capacidad de comprensión psicológica propia del siglo XVI, fueron un golpe mortal a la estabilidad mental de Juana. Tan solo encontró consuelo en la compañía que le hizo sus últimos días San Francisco de Borja.

El 12 de abril de 1555, enferma y entre terribles dolores, exhaló Juana su último aliento. Era un Viernes Santo, que ponía fin a la vida de aquella desventurada cautiva en Tordesillas, que ponía por fin término a su encierro, que acababa con su Pasión particular. Al fin, era libre.

Descifrando el Prado II – El Jardín de las Delicias

El título de este artículo es un mero formalismo, una manera de clasificar estas pocas palabras en el inmenso océano que es Internet; lo cual no evita que el título sea totalmente impreciso. Es prácticamente imposible descifrar la obra, y más aún la mentalidad, de Jheronimus van Aken (de ahora en adelante El Bosco). Cada vez que se entra en la sala 056A del Museo del Prado se puede descubrir un extraño y disparatado monstruo salido de las entrañas de las peores pesadillas del autor, o un pobre e incauto hombre desnudo, pecando de la manera más terrible y lujuriosa, sin siquiera sospechar lo que le espera en la tabla de la derecha.

El tríptico fue realizado entorno a los años 1480 y 1485. Inicialmente se vinculó con la familia Nassau, aunque en 1568 fue confiscado a Guillermo I por el Duque de Alba. En 1591 el cuadro fue comprado en almoneda por Felipe II y trasladado al Escorial, hasta que en 1933 se depositó en el Museo del Prado, donde reside actualmente. 

Se divide en cuatro escenas perfectamente diferenciadas. La primera de ellas, con el tríptico cerrado, se trata de una reproducción en grisalla del tercer día de la Creación. Dios Padre todopoderoso crea la vegetación, elemento que tendrá gran protagonismo en la obra una vez abierta.

La tabla de la izquierda nos desvela a Dios tomando a Eva de la mano, entregándosela a Adán, de cuya costilla acaba de brotar. Dentro de este paisaje idílico, en el que nada puede romper el equilibrio de santidad y calma reinante, el Creador les da una consigna: “creced y multiplicaos”. No obstante, en la escena ya ha irrumpido el mal, personificado en algunos reptiles y otras alimañas, como la lechuza que anida en la Fuente de la Vida.

La línea del horizonte del Paraíso continúa en la tabla central, logrando hacer la transición de este a un mundo terrenal entregado a los sentidos y el pecado. El “creced y multiplicaos” se ha pervertido, y los personajes han dejado de beber de la Fuente de la Vida para entregarse a las fuentes de los sentidos, tóxicas y conductoras a la muerte. Decenas de figuras humanas desnudas, en grupos o en parejas, llenan el espacio con una fuerte carga erótica, aludiendo a la lujuria, tema central de la tabla. Dos búhos a los lados, alusivos a la maldad, enmarcan la composición en los laterales. En el centro de la composición, un grupo de hombres cabalga alrededor de un estanque -El Bosco relaciona el agua con el amor- lleno de mujeres desnudas, que incitan al hombre a pecar.

La vida es efímera y todas nuestras acciones tendrán repercusión tras el Juicio Final. La vida de lujuria y excesos de los pecadores en la Tierra se castiga violentamente, sin piedad, en el Infierno pintado al óleo en la tabla derecha. Un vigoroso incendio arrasa una ciudad en la parte superior, lo que podría tratarse de una visión que tuvo El Bosco de su ciudad natal ardiendo. En esta visión apocalíptica todos los pecados tienen su castigo, como los avaros que son devorados y defecados por un demonio azul con cabeza de pájaro o los envidiosos que se hunden en el agua helada. Un lujurioso hombre desnudo toma consciencia del pecado que cometió en vida mientras un cerdo vestido de monja lo besa, y frente a ellos los condenados por los vicios del juego se retuercen sin orden ni concierto.

Los instrumentos musicales, con los que en vida se tocaron canciones profanas, son ahora instrumentos de tortura, que atormentan, aplastan y crucifican a esos músicos incitadores al pecado. Por último, el punto focal nos centra la mirada sobre el hombre-árbol, en el que los condenados por gula esperan que se les sirvan para comer sapos y otros animales inmundos.

Los cuadros del Bosco no tienen pareja ni parecido en el arte. Sus mundos los pueblan entes sin razón ni moral, que no dejan espacio ni a un solo metro cuadrado enteramente libre de mal, enteramente disponible para el idilio.

El pintor centró su razonamiento en que la humanidad sufre una exaltación extrema de vicios y pasiones, sin darse siquiera cuenta (inocentes infelices) de su triste condición de efímeros mortales. Que no tienen salvación esas descarriadas y lujuriosas almas, pensaría El Bosco, que plasmó con su pincel el delirante y terrorífico aspecto que tendrá el infierno, un infierno que se adelantó algunos cientos de años a toda la corriente del Surrealismo.

Este artículo me gustaría dedicarlo a mi amigo Lukake, gran seguidor de Hermes Historia.

Un minuto de Isabel II

La primogénita de Fernando VII y de María Cristina de Borbón Dos Sicilias nació el 10 de octubre de 1830. Cuando la reina contaba solo 3 años, tras la muerte del “Rey Felón”, estalló en España una guerra civil entre los partidarios de Carlos María de Isidro, hermano de Fernando, y los isabelinos.

La causa fue que los conocidos como carlistas no reconocieron a la reina como legítima ni la derogación que hizo el rey Fernando de la Ley Sálica (según la cual las mujeres no podían reinar). Durante su minoría de edad actuaron como regentes del Reino, primero su madre y después el general Espartero -que acabó con la Primera Guerra Carlista con victoria para el bando isabelino-.

Durante los años de regencia se sucedieron un Estatuto Real, un motín, una Constitución, dos Desamortizaciones, un exilio -el de María Cristina- y un Pronunciamiento (¡todo en menos de 10 años!). Tras la formación de un gobierno provisional, las Cortes declararon la mayoría de edad de Isabel en 1843, que por aquel entonces contaba tan solo con 13 años.

Isabel II con su hija Isabel – Franz Xaver Winterhalter (Palacio Real de Madrid).

La primera parte de su reinado, conocida como “Década Moderada” estuvo marcada por una nueva Constitución en 1845. En 1854, un pronunciamiento militar conocido como la “Vicalvarada” puso fin a la moderación y dio paso al “Bienio Progresista”, en el que se produjo la Desamortización de Madoz (1855) y se redactó una nueva Constitución (1865), que no llegó a entrar en vigor.

Durante la última parte de su reinado la política exterior cobró gran importancia, con una expedición a Indochina y una intervención en México (ambos acompañando a Francia) y una nueva intervención en Marruecos, tras la que España anexionó el Sidi Ifni.

Los problemas sociales, económicos y políticos, tales como el patrón en la inversión extranjera y las construcciones ferroviarias y la pérdida de capacidad adquisitiva llevó a un descontento político generalizado, como la revuelta de la Noche de San Daniel o la sublevación del cuartel de San Gil.

En este contexto de descontento, en 1866 se firmó el Pacto de Ostende, un compromiso de derrocamiento de la reina Isabel que culminó en la Revolución de 1868, conocida como “La Gloriosa”. Tras el golpe de Serrano, Prim y Topete, que obtuvo su victoria definitiva en la Batalla del puente de Alcolea, la reina se exilió a Francia, de donde nunca regresaría.

Un minuto de Eduardo Rosales

Nació en Madrid en 1836, entrando a formar parte de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1851, recibiendo formación de grandes maestros como Federico de Madrazo, Luis Ferrant o Carlos de Haes. A los 19 años quedó huérfano, logrando sobrevivir mediante pequeños encargos. En 1856 enfermó de tuberculosis, enfermedad de la que nunca llegó a recuperarse.

Al año siguiente viajó a Roma, donde vivió durante 12 años. De nuevo sin recursos, logró salir adelante mediante encargos menores, hasta que recibió una beca en 1859. Desde que llegó a la capital italiana, estuvo buscando un tema histórico que presentar a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864. La temática que eligió, y que se transformó en la que podríamos considerar su obra maestra, fue “Doña Isabel la Católica dictando su testamento”. Con una reducida y sobria gama cromática, así como un dibujo preciso realizó un óleo que tuvo su raíz y recordó (como afirmaron algunos de sus críticos contemporáneos) a Velázquez. El lienzo le logró la primera medalla en la Exposición. 

Doña Isabel la Católica dictando su testamento – Eduardo Rosales (Museo del Prado)

Su siguiente participación en la Nacional, en 1871 con su cuadro “La muerte de Lucrecia”, también le otorgó la primera medalla, aunque la crítica fue feroz con él, tachando al lienzo de “boceto”. A partir de 1872 comenzó a pintar al aire libre, aunque también atendió otro gran número de encargos.

A partir del verano de 1873 su enfermedad empeoró. El 8 de agosto fue nombrado director de la Escuela de Bellas Artes en Roma, recibiendo su credencial el 11 de septiembre. Por desgracia, murió a los dos días, por lo que no pudo desempeñar tan importante cargo. Sus restos descansan hoy en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.

Un minuto de Apolo

Hijo de Zeus y Leto y hermano gemelo de Artemisa, nació en Delos. Pronto abandonó la cuna para buscar su oráculo, en Delfos. En origen fue una divinidad solar, que evolucionó a patrón de la poesía, la música, la medicina y la profecía. 

Fue el dios de la belleza, pero también tuvo un carácter terrible y vengativo. Mató a flechazos a Ticio, que abusó de su madre; y también desolló al sileno Marsias. Marsias encontró el aulós (flauta doble) que había inventado Atenea, y se convirtió en un virtuoso del instrumento. Enfermo de hybris (soberbia, creerse superior a los dioses) retó a Apolo a un concurso musical, acordando que el vencedor impondría el castigo que quisiera al perdedor. El tribunal, integrado por nueve Musas y el rey Midas, falló a favor del dios Apolo, que colgó a Marsias de un árbol y lo desolló vivo.

Apolo desollando a Marsias – José de Ribera

Quizás su mito más conocido sea su enfrentamiento con Pitón. Apolo, buscando un lugar para su oráculo, llegó a la región griega de Beocia. Allí, la ninfa Telfusa lo engañó y aconsejó que fundase su oráculo en el Parnaso, donde estaba la terrible serpiente Pitón. Cuando llegó al lugar, mató al monstruo con sus flechas, e instauró los Juegos Píticos en su honor.

Sus aventuras amorosas fueron en cierta medida desafortunadas. Pretendiendo a la hija del dios-río Peleo, Dafne, trató de forzarla y la persiguió sin descanso. Dafne pidió ayuda a su padre, que la convirtió en un laurel para protegerla del dios. En honor a su pretendida, Apolo decidió coronar en adelante a héroes y atletas con una corona de laurel.

Tampoco tuvo excesiva suerte en su relación con Jacinto, príncipe de Esparta. Apolo ganó su amor, pero un día que practicaban juntos lanzamiento de disco, el dios-viento Bóreas, que también estaba enamorado del príncipe, desvió la trayectoria del viento y lo golpeó, matando en el acto a Jacinto. De la sangre que brotó de la cabeza del joven, Apolo hizo brotar una flor de color púrpura en su honor, el jacinto.

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Los oráculos griegos: Delfos

Un minuto de Hermes

Fue hijo de Zeus y la ninfa Maya. Dios amable y multifuncional, sirvió de intermediario entre héroes y dioses (en especial Zeus). Por su astucia e inteligencia para toda clase de robos se le consideró el protector de los ladrones; y su elocuencia y sus habilidades para la traducción lo convirtieron en protector de oradores y diplomáticos. Sumado a ello, fue protector de los viajeros y caminos y de los ganados. 

Su infancia transcurrió en la Arcadia. El mismo día de su nacimiento inventó la lira y se trasladó a Tesalia, donde le robó 50 vacas a su hermano Apolo. Este, que se quejó a Zeus, perdonó el robo a cambio de que Hermes le regalase la lira que había inventado. Además, le cambió una flauta por el caduceo, una vara de oro capaz de apaciguar a hombres y animales que se convirtió en uno de los atributos de Hermes.

Otra de sus historias más famosas es la relacionada con el gigante de cien ojos, Argos. Hera encargó a Argos la tarea de custodiar a Ío, una de las amantes de Zeus. Zeus, para liberarla, envió a Hermes, que consiguió dormir al gigante tocando la flauta y lo decapitó, liberando así a Ío.

Tuvo especial relación con Dionisio, a quien crió de niño; y con Afrodita, con quien tuvo a Hermafrodito. Su popularidad fue tal que los griegos le consagraron mojones que indicaban los límites del camino conocidos como hermas, y los romanos le dedicaron un día de la semana, el miércoles (por Mercurio, su nombre romano).

Un minuto de Carlos V

El 24 de febrero de 1500 durante una fiesta en el castillo de Gante, Juana, la hija de los Reyes Católicos, dio a luz a su primer hijo varón, Carlos. Se llamó así en honor a su bisabuelo Carlos “el Temerario”,  y se crió toda su infancia en Malinas junto con sus hermanas Leonor, Isabel y María. El 14 de marzo de 1516 Carlos se proclamó en Bruselas Rey de Castilla y Aragón, y el 19 de septiembre de 1517 llegó a España, desembarcando en Tazones (Asturias). 

Recién comenzado su reinado marchó al Sacro Imperio a reclamar el título de emperador, lo que, sumado a la crisis económica y política que vivía Castilla desde la muerte de Isabel, desató la Guerra de las Comunidades, que acabó en 1521 con la derrota comunera en Villalar. De igual forma se levantó Aragón en un movimiento social conocido como las Germanías que se enfrentó a nobles y señores.

En materia exterior, su política se centró principalmente a combatir a Francia y los otomanos en los distintos escenarios europeos. Además, se erigió como Faro de la cristiandad europea -muy por encima de los Papas de la época-. Frente a la amenaza rupturista que supuso Lutero, Carlos creó un Imperio Católico cuya unidad residía en su propia persona. 

Carlos V en la Batalla de Mühlberg – Diego Velázquez (Museo del Prado)

Llegó incluso a retar la autoridad papal en el asalto de Roma del 6 de mayo de 1527. Una tropa de alrededor de 40 mil hombres arrasó la ciudad en respuesta a la alianza del Papa con Francia y varios estados italianos contra España. El conocido como “Saco de Roma” contribuyó a la formación de la primera Leyenda Negra, que veía a los españoles como bárbaros medio judíos.

Durante su reinado se descubrieron y conquistaron numerosos territorios en las Indias, siendo especialmente conocidas las hazañas de Cortés en México y Pizarro en Perú.

El 16 de enero de 1556 renunció a las Coronas de Castilla y Aragón y se retiró al monasterio de Yuste, donde la muerte se lo llevó el 21 de septiembre de 1558. El que fue el César más grande de la historia de España murió sin lograr evitar la división religiosa de Europa y renunciando a la cruzada contra el turco, pero dejó una herencia política e histórico-cultural sin parangón en la historia del Imperio.

Un minuto de Heinrich Schliemann

Heinrich Schliemann nació el 6 de enero de  1822 en Nuebukow, Alemania, en el seno de una humilde familia prusiana. Trabajando en un almacén en Fürstenberg descubrió a uno de los personajes más increíbles de la historia, Homero. Tras quedar fascinado con la Ilíada, se convenció de que Troya existía (cosa que se creía imposible en la época) y decidió ir en su busca.

En primer lugar necesitaba dinero, cosa de la que carecía desde que nació. Tras varias peripecias y habiendo aprendido más de 20 idiomas, el destino lo llevó a comerciar con índigo. Tras un incendio provocado por la Guerra de Crimea, toda la producción de índigo quedo destruida, a excepción de la de Schliemann. Gracias a ello, a finales de 1863 Schliemann poseía una fortuna que jamás habría imaginado. 

Tan solo interpretando la Ilíada y en compañía de su mujer, Sofía, llegó hasta Turquía. En la colina de Hissarlik comenzó a excavar, descubriendo algo totalmente impensable. Encontró nueve ciudades de Troya, una encima de otra. Reunió un tesoro inmenso que donó al gobierno prusiano (que en 1945 fue expoliado por las tropas soviéticas, razón por la que hoy está en Moscú).

Tras Troya, excavó Micenas, tierra de Agamenón, y Tirinto. Fue así como un joven humilde y soñador se convirtió en el millonario que descubrió la tierra donde murieron héroes de la talla de Héctor y Aquiles.

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