La leyenda de la Campana de Huesca en un minuto

Ramiro II creció y se educó en el monasterio francés de Saint-Pons de Thomiers. A la muerte de su hermano Alfonso I el Batallador en 1134 fue nombrado Rey de Aragón. Con el sobrenombre de “El Monje”, reinó tan solo tres años, pero dejó una siniestra y curiosa historia para el recuerdo.

Debido a su incapacidad para la guerra y su aparente falta de iniciativa, los nobles aragoneses comenzaron a  organizar el derrocamiento del rey, iniciando una revuelta en 1135. Ramiro pidió consejo a su mentor en el monasterio, que se limitó a cortar de un manojo de coles, aquellas que más sobresalían. El rey aragonés, que entendió a la perfección el mensaje (o simplemente lo malinterpretó y se le fue un poco la olla), se puso manos a la obra con su plan para acabar con la rebelión.

Ordenó formar Cortes en su castillo de Huesca, con la excusa de enseñar a los nobles una enorme campana que había fabricado y que resonaría por toda Huesca. Los nobles, listos para seguir burlándose y humillando a su rey, no dudaron  en acudir raudos a la cita. Ramiro ordenó que entrasen de uno en uno en su cámara privada, donde los fue decapitando y formando una campana con sus cabezas. Cuando hubo acabado con 15 de los nobles, ordenó al resto que entrasen para ver su campana.

Ramiro siguió reinando los dos años siguientes, en los que pudo dirigir Aragón de forma plácida y sin que a ningún otro noble se le ocurriese siquiera contradecirle. En 1137, cansado de reinar (cargo que no le gustaba demasiado) concertó el matrimonio de su hija con Ramón Berenguer IV y cedió la corona, retirándose al monasterio de San Pedro el Viejo, donde murió veinte años más tarde.

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Un minuto de la pirámide de Keops

El Reino Antiguo de Egipto,  iniciado con la III Dinastía, puso de manifiesto su prosperidad a través de los progresos técnicos que experimentó el arte, siempre en fuerte unión con los conceptos de religión y realeza. El faraón, ya consolidado como figura principal del poder humano y divino, tuvo a su servicio una mano de obra dócil y disciplinada preparada para llevar a cabo sus proyectos de ensayo y perfección de los modelos arquitectónicos.

Previamente a las mundialmente famosas pirámides de Giza, los faraones Zoser y Snefru construyeron sus propias pirámides. Sin embargo, ninguna de ellas alcanzó las proporciones áureas que requería la pirámide perfecta, dando lugar a pirámides de forma escalonada o romboidal.

Con Keops y la IV Dinastía se asiste al punto culminante de la estructura piramidal, tanto en dimensiones como en calidad. Su pirámide en Giza, obra del arquitecto Hemiunu, es la pirámide egipcia más grande (146 metros de alto). A pesar de lo que pueda parecer, no tiene cuatro caras, sino ocho. Su estructura interior es una pirámide escalonada con contrafuertes que rodean el núcleo central, y su exterior se revistió con piedra caliza de Tura.

Los sacerdotes, que en esta época vieron como su poder aumentó exponencialmente, idearon una serie de ritos funerarios que se tradujeron en elementos arquitectónicos que acompañaron a la pirámide, como el paso del río, el templo del valle, la calzada y el templo funerario. El complejo se completó con un templo mortuorio, una pirámide satélite para el ka (alma) del difunto, pirámides satélites para las reinas y 72 mastabas.

Los sucesores de Keops, Kefren y Micerino, siguieron el ejemplo del primero y construyeron complejos arquitectónicos que acompañaron (y acompañan hoy día) a la más grande y famosa de las pirámides egipcias.

Un minuto de la Controversia de Valladolid

Se llama Controversia de Valladolid al debate sobre las conquistas españolas en América, organizado entre 1550 y 1551 por orden del Emperador Carlos V. El 16 de abril de 1550, el propio Carlos había ordenado la suspensión de las conquistas en el Nuevo Mundo hasta que se resolvieran todos los interrogantes morales acerca de la conquista de las tierras americanas y el status jurídico de los indios.

Desde un primer momento los reyes de España abogaron por la protección del indio, como es el ejemplo de Isabel la Católica, que anuló y prohibió todas las intentonas de Cristobal Colón de comerciar con esclavos indios en Europa, puesto que los consideraba vasallos en plano de exacta igualdad a los habitantes de la Península Ibérica. En 1513 Fernando promulgó las Leyes de Burgos y las de Valladolid, en las que se reforzaba la protección de los trabajadores indios en las minas, las mujeres y los niños.

Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda

Los dos protagonistas de la Controversia fueron Fray Bartolomé de las Casas y Fray Juan Ginés de Sepúlveda. Se sometieron a debate cuestiones acerca de la legitimidad que daban las bulas papales a los reyes de España para la conquista, la posibilidad o no de esclavizar a los indios, la licitud de prohibir su religión y los sacrificios humanos y, por último, si la evangelización justificaba el sometimiento de los indios.

La Controversia, en la que podría decirse que venció Sepúlveda (mucho mejor preparado académicamente que su adversario), supuso un momento cumbre e irrepetible en la Historia. Por primera y única vez, un Emperador, dueño por aquel entonces de casi medio mundo, paralizaba toda conquista para estudiar y cuestionarse si era legítima la acción que se estaba llevando a cabo.

Un minuto de Caravaggio

Nació en 1571 en el seno de una familia burguesa del pueblo lombardo de Caravaggio. Más conocido con el nombre del lugar que le vio nacer, Michelangelo Merisi (Caravaggio), fue uno de los artistas más importantes del Barroco. Su estilo personalísimo y su fuerte carácter dieron paso al surgimiento de un nuevo movimiento pictórico, el caravaggismo, caracterizado por los contrastes exagerados de luz y sombra, la intensidad de expresión y unas composiciones con tendencia a la escenificación teatral, que inspiró a grandes artistas como José de Ribera.

Aprendió con Simone Pertezano (discípulo de Tiziano), y ninguna obra se conserva de este primer periodo. A los 20 años se trasladó a Roma, donde se desarrolló el pintor en todo su esplendor, tanto pictórica como personalmente, y ninguno de los dos ámbitos carece de polémicas. En tan solo unos pocos años se convirtió en el pintor más exitoso de Roma. No obstante, Caravaggio dejó un extenso reguero de peleas y escándalos.

La Vocación de San Mateo – Caravaggio (San Luis de los Franceses)

Su obra pictórica también estuvo cargada de controversias. Muy frecuentemente empleaba escenas costumbristas, casi irreverentes, para sus representaciones religiosas. Algunos ejemplos son La Vocación de San Mateo de San Luis de los Franceses o La muerte de la Virgen. Los Cánones de la Contrarreforma de Trento eran muy claros respecto a la iconografía y formas de representar las obras religiosas para las iglesias, por lo que más de una vez sus cuadros fueron rechazados, como San Mateo y el ángel o La Virgen de la Sierpe. 

La vida de Caravaggio dio un giro radical el 28 de mayo de 1606, cuando mató a Ranuccio Tomassoni y tuvo que huir de la ciudad en dirección a Nápoles, donde gozó de popularidad y éxito. Recibió importantes encargos, como La Virgen del Rosario o La flagelación de Cristo.

De Nápoles fue a parar a Malta, donde ingresó en la Orden de Malta en 1608; aunque fue expulsado de la isla al herir a un caballero de la Orden en una reyerta. Fue encarcelado en el Castillo de Sant’Angelo, aunque logró escapar a Sicilia, donde no le faltaron encargos.

Los últimos meses de su vida los pasó en Nápoles, donde de nuevo se vio envuelto en peleas y polémicas. Tras ser detenido en Porto École (esta vez por error), perdió el barco con todos sus enseres dentro. Fue entonces que decidió llegar caminando hasta Roma. Sin embargo, el cansancio y el hambre acabaron con su vida el 18 de julio de 1610, a la edad de 35 años.

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La Conquista de México a través del Arte

Más de 500 años después, hubo que esperar a Augusto Ferrer-Dalmau para poder contemplar escenas relativas a la Conquista de México. En ninguna de las salas del Museo del Prado cuelga la decisiva batalla de Otumba en un lienzo de tres por tres, ni acompaña el retrato del conocidísimo Hernán Cortés a los de los más importantes gentilhombres de cualquiera de los museos de arte de España. Resulta prácticamente imposible nombrar una sola imagen relativa a la Conquista. Ha sido necesario esperar a la obra del pintor historicista catalán para ver a Cortés entrando en Tenochtitlán. Pero, ¿a qué se debe?

Los pintores de los siglos XVI y XVII pusieron sus pinceles al servicio de la maquinaria propagandística de los catoliquísimos monarcas de la Casa Austria, pues no solo el arte radicaba en el mero placer estético de contemplar una obra. Tiziano retrató al magno César Carlos a caballo en Mühlberg como vencedor sobre la rebelión protestante de Esmalcalda; testigo que recogió Velázquez en el retrato de grupo en el que Spínola recibe las llaves de la ciudad de Breda. El arte supuso un auténtico arma, a veces incluso más efectiva que el arcabuz o la pica. Se trataba de reclamar el dominio sobre ciertos territorios en disputa, que en el caso de España se centraron principalmente contra el protestante flamenco, el francés o el turco. 

Carlos V en la batalla de Mühlberg – Tiziano (Museo del Prado)
La rendición de Breda – Velázquez (Museo del Prado)

No obstante, ninguno de los reyes españoles legitimó óleo sobre lienzo su dominio sobre México u otros territorios hispanoamericanos. Por mucho que a día de hoy los acérrimos defensores del indigenismo, siempre dispuestos a sacar a la luz un nuevo y trágico episodio del genocidio de indios americanos, cuestionen la licitud de la conquista del continente americano, en el siglo XVI no había ninguna duda respecto de la misma -ni a un lado del Atlántico ni al otro-.

La Conquista de México no entró en el programa iconográfico de ninguno de los monarcas españoles ni, más allá de algún caso aislado, de las grandes fortunas privadas como la Casa Alba o los Duques del Infantado. En las colecciones reales no hay nada de Cortés, Tenochtitlán ni Otumba, debido a que América suponía una posesión legítima otorgada por bula papal sobre la que no era necesaria ningún tipo de propaganda. Cempoala y Tlaxcala eran tan España como Burgos o Valladolid, y nadie lo ponía en duda.

Este patrón de completo vacío artístico en lo referente a la Conquista de México perdurará hasta el siglo XIX. Sin embargo, en México sí se encontrarán ciertas representaciones relativas a la conquista de mano de la población indígena. ¿Para denunciar los terribles tratos de los malvados conquistadores, pensará el ávido lector negrolegendario? Ni mucho menos. Ciertos pueblos como Texcoco o Tlaxcala acudieron a la pintura reivindicando su papel protagonista y determinante en la conquista y evangelización del virreinato. El ejemplo más notable es el Lienzo de Tlaxcala, 86 cuadros que muestran los pasajes de la conquista en los que intervinieron los tlaxcaltecas, con un objetivo de autocelebración y reconocimiento como vencedores del Imperio Mexicas y aliados castellanos de primer orden.

De igual forma, durante la administración virreinal borbónica, Texcoco acudió a la representación pictórica del bautismo del rey de Texcoco por Fray Bartolomé de Olmedo como forma de reivindicar su autonomía. Se trataba de una forma de luchar contra el gusto tan borbónico de convertir los virreinatos en colonias, mediante la exaltación del papel de los tlatoanis (reyes-guerreros) texcocanos durante la conquista de México y su apoyo a los castellanos -incluyendo la figura de Bartolomé de Olmedo, una de las figuras más apreciadas por los indios durante la conquista-.

Reproducción de una escena del lienzo de Tlaxcala

Conforme avanzó el siglo XVI, Nueva España deja a un lado el binomio español-indio para dar paso a una realidad única en la historia hasta entonces, la de la urbanización, emigración y mestizaje. Nueva España es, por tanto, partícipe y protagonista principal de los éxitos y fracasos de la Monarquía Hispánica. 

Con el surgimiento de los Estados-nación decimonónicos se dio un nuevo impulso al empleo del arte como elemento propagandístico y como herramienta para construir la historia oficial de un país, financiada y promovida por los Estados. Cobró importancia central, no ya solo lo que se contaba (los episodios escogidos no eran ni mucho menos aleatorios), sino la forma en que las imágenes eran dotadas de sentido.

A partir de la Independencia de México (1821), el relato de la Conquista estará sobrerrepresentado en la historia oficial mexicana, mientras que en España se continuó sin dar importancia alguna -muy en la línea de la incapacidad para dar una respuesta a la Leyenda Negra que ha acusado a lo largo de la historia-. Se produjo verdadero arte nacional mexicano, en el que la sangre, la muerte y la destrucción eran un denominador común y, el villano, el monstruoso conquistador enfermo por la fiebre del oro. Así, Leandro Izaguirre retrató a un indefenso Cuauhtémoc torturado por los impasibles españoles, mostrando la tónica de lo que había sido la conquista, una cacería y aniquilación sistemática de mexicas.

El suplicio de Cuauhtémoc – Leandro Izaguirre (Museo Nacional de Arte de México)

El mayor éxito del proceso nacionalizador mexicano fue hacer creer que todo el México prehispánico fue azteca-mexica. Así, lograron asimilar la caída del Imperio Mexica (suceso ocurrido gracias a innumerables pueblos autóctonos que vieron en los españoles un medio para librarse del yugo azteca) con la conquista de un país entero al modo de los siglos XIX y XX. Este anacronismo y delirio histórico ayudó a construir una identidad nacional en su sentido más negativo, en base a la creencia en un genocidio mexicano y un reaccionarismo anti-español, que ha calado tan notablemente en la opinión pública actual -valgan como ejemplo las palabras del actual Presidente López Obrador-.

De esta forma, se instrumentalizó la figura del indio para los fines partidistas del liberalismo mexicano que abogó por la distinción y ruptura radical entre México y España, convirtiendo al indígena en un mero utensilio. De forma más acusada, los muralistas del siglo XX, como Diego Rivera, hicieron irrumpir en la historia a la masa como protagonista de la historia. Ya no se trataba, como en el caso de Izaguirre, de una gloriosa figura que aguanta estoicamente su destino, sino la concurrencia de personajes indeterminados cuyo sufrimiento se pone al servicio del verdadero sujeto central, la nación.

Por otro lado, se condenó al más atronador silencio y ostracismo a las representaciones pictóricas discordantes, como es el caso del Tzompantli de Adrián Unzueta, en el que se representa el icónico espacio donde los aztecas clavaban las cabezas de los cautivos sacrificados. Cualquier relato de la nación mexicana como heredera de la española, y no como enemiga, fue combatido, suponiendo así la llegada hasta nuestros días de una opinión pública distorsionada y fanatizada.

El Tzompantli – Adrián Unzueta (Museo Nacional de Historia de México)

En conclusión, la Conquista de México se convirtió en un episodio clave para construir su identidad, mientras que para España fue tan solo una más de sus provincias, en la que vivían súbditos jurídicamente iguales a los de la Península. La forma en que se optó por tratar la Conquista en el siglo XIX se tradujo en un verdadero drama tanto para México como para España. Lo que debía haber sido motivo de orgullo por los éxitos cosechados y de aprendizaje por los errores cometidos se convirtió en la ruptura y desunión de la hispanidad y en un complejo de inferioridad o vergüenza sobre el pasado, que obliga a pedir perdón (aunque no se sabe muy bien a quién) y que vierte en el triunfo de terceros interesados. 

Más de 200 años después, ni España ni los distintos territorios de Hispanoamérica son conscientes de la importancia del elemento que supone la Hispanidad. Una identidad y una forma de ser, fruto de un proceso único en la Historia, en la que reside la esperanza de resurgimiento cultural y social en medio de la tormenta posmoderna.

Bibliografía recomendada:

Pérez Vejo, T., Salafranca Vázquez, A. (2021). La Conquista de la Identidad. Madrid: Turner Publicaciones S.L.

Descrifrando el Prado I: el Descendimiento

Nacido alrededor del año 1399 en Tournai (en la actual Bélgica), el “Maistre Rogier” fue un pintor inteligente, próspero y con fama internacional, que supo representar el nuevo tipo de ingenio burgués. Su vida fue plácida, recibiendo encargos tanto de su Flandes natal como de Italia y España. Con su arte, fruto en parte de su aprendizaje en el taller de Robert Campin, contribuyó en la progresión del arte de la composición y la ordenación de actitudes, todo ello en función de la temática a representar. 

Van der Weyden no fue simplemente una continuación del arte medieval, fue un verdadero exponente proto-renacentista, un auténtico maestro de los conocidos como “Primitivos Flamencos”. Obtuvo el respeto y consideración de sus coetáneos, siendo descrito por Ciriaco de Ancona como “el pintor más destacado de nuestro tiempo después de Jan de Brujas (Van Eyck)”, “el más noble de los artistas”.

El Descendimiento fue pintado para la capilla de Nuestra Señora Extramuros, catedral de Lovaina, alrededor del año 1443. El encargo fue hecho por el gremio de ballesteros de la ciudad, razón por la que el pintor incluyó dos minúsculas ballestas en la tracería de las esquinas superiores, de obligatorio visionado cuando se acude al Museo, y que frecuentemente pasan desapercibidas y camufladas para gran parte del público.

La obra fue extraordinariamente admirada en Flandes, razón por la que hay copias en Berlín, Colonia o Liverpool (incluso en Lovaina, salida de su propio taller).

En 1549 fue comprada por María de Hungría, pasando a ser posesión de Felipe II unos cinco años después, que lo colocó en El Escorial. Cuenta el biógrafo Karel van Mander, que el barco que traía el Descendimiento naufragó, cayendo la tabla al mar, que flotó y no sufrió daños gracias al embalaje.

Van Der Weyden no llama la atención del público a través de la clásica escena bíblica, sino que intenta comprimir la máxima expresión posible en cada personaje, otorgando a cada uno una inmensa pasión contenida (llegando a observarse las lágrimas que brotan tímidamente de sus ojos). Parece que muestra el instante previo a una explosión de dolor y sufrimiento, y sin embargo consigue quietud y una calma triste.

La mirada del espectador se dirige inevitablemente a los dos protagonistas, madre e hijo. La Virgen, vestida con un impresionante manto de lapislázuli, ha perdido el conocimiento tras contemplar el brutal asesinato de su hijo. Mientras, su hijo, cuya sangre ya no cae, sino que se ha secado sobre su cuerpo, yace inerte en los brazos de Nicodemo y José de Arimatea.

Las formas se restringen a un espacio compacto y limitado, cerrado por los paréntesis que forman San Juan y la Magdalena. Consigue un ritmo de curvas dinámicas, mediante un juego de elementos que casi se tocan en distintos planos. Además, cada figura se corresponde simétricamente a otra, como es el caso del cuerpo de Cristo y la Virgen o el previamente mencionado paréntesis.

El carácter escultórico de las figuras (algunas de ellas, como San Juan, aparecen en otras composiciones del pintor) y el fondo plano dorado se deben a un motivo tradicional, pues lo común en las iglesias era la colocación de retablos de madera policromados. Así Rogier quiso imitar con sus pinceles el trabajo de los escultores, quién sabe si en un diálogo parecido al de las grisallas -desafío explorado, entre otros, por el gran Jan Van Eyck-.

Los oráculos griegos: Delfos

“¡Matarás a tu padre y te casarás con tu madre!”; probablemente una de las profecías míticas más conocidas del Oráculo de Delfos, que queda claro que no se andaba con tonterías. Esta profecía que recibió Edipo es tan solo una de las muchas que se escucharon de la Pitia en Delfos, el lugar sagrado más importante del mundo heleno.

La adivinación era el canal de comunicación entre hombres y dioses, que permitía indagar en lo desconocido o negociar con el dios un destino mejor. El primer testimonio oracular conocido se remonta al siglo XV a.C., cuando Hatshepsut consultó al dios egipcio Amón acerca de sus derechos al trono egipcio. En la vida religiosa de los antiguos gran parte de los rituales estaban dirigidos a recabar información sobre el porvenir, considerándose las consultas desde una vertiente pública -consultas oficiales de la ciudad- o privadas -en la intimidad del creyente-.

Situado al pie del Monte Parnaso, centro del universo griego, el Santuario de Delfos perteneció al culto cretense de la Madre Tierra, hasta que alrededor del siglo VIII a.C. se estableció el culto del dios Apolo. Según el mito, Apolo viajó por el mundo griego en un carro tirado por cisnes y fue fundando oráculos. En Delfos se enfrentó y mató a una enorme serpiente adivinadora, Pitón. En su honor instauró unos juegos fúnebres, los Juegos Píticos, y denominó a la sacerdotisa del templo Pitia.

Apolo y la serpiente Pitón – Cornelis de Vos (Museo del Prado)

La adivinación de la sacerdotisa de Apolo, que se ubicaba dentro del Gran Templo de Apolo, consistía en una posesión divina del dios en el interior de la mortal (enthousiasmós). Según cuentan Diodoro y Plutarco, la inspiración de la pitia provenía de una grieta en el suelo bajo el trípode, de la que manaba un vapor conocido como pneuma -que causaba en la mujer las alucinaciones que propiciaban sus vaticinios-.

A pesar de jugar un papel fundamental dentro del entramado religioso helénico, el Oráculo de Delfos iba mucho más allá de su función religiosa. Delfos era un enclave de información política y un órgano de coordinación de las alianzas y consideraciones de los distintos pueblos griegos. En época arcaica y clásica, la política y sociedad griega se vieron fuertemente influenciadas por los decretos de los grandes oráculos, siendo el délfico la más alta autoridad de todos ellos.

Gran Templo de Apolo – Delfos

El reconocimiento del poder era, por tanto, una función primaria de los oráculos. En ciertas materias la consulta a la Pitia era obligada, concerniendo tanto a legisladores como gobernantes. Incluso el Derecho penal quedaba en manos de Delfos, como era el caso de los arbitrajes oraculares en casos de homicidio. Desde época arcaica en todas las poleis (plural de polis, ciudad-estado griega) se tenía muy presente la consulta previa a una guerra, ya fuese como preámbulo a su declaración o para averiguar su curso o su final. 

Uno de los más notables ejemplos de consulta bélica se enmarca en el transcurso de la Segunda Guerra Médica entre griegos y persas. Atenas envió a su embajada sagrada (theoríai) a preguntar al Oráculo cómo podría la ciudad hacer frente al ejército persa de Jerjes, a lo que este contestó: “Zeus dará a la Tritogenia (epíteto de Atenea) un muro de madera”. Tras una extensa polémica acerca de cómo interpretar el oráculo, se optó por emplear un verdadero muro de madera, la flota ateniense, que venció en la batalla naval de Salamina y detuvo el avance aqueménida.

Sacerdotisa de Delfos – John Cllier (Art Gallery of South Australia)

La inviolabilidad del Santuario hacía que las poleis enviasen allí sus tesoros, además de diversas ofrendas en agradecimiento al dios tanto dinerarias como en especies. Al entrar al Oráculo, el consultante debía satisfacer una ofrenda obligada al altar exterior del templo de Apolo, además de un sacrificio de un animal costeado por el consultante.. Convertido en uno de los lugares más ricos de Grecia, fue uno de los centros de comercio panhelénico a distintas escalas. 

Delfos se consagró como vínculo identitario panhelénico, celebrándose en otoño cada cuatro años los Juegos Píticos, que reunían durante tres meses a los mejores poetas, músicos y deportistas del mundo helénico (a diferencia de los Olímpicos, donde no había competiciones artísticas). Los oráculos supusieron un elemento de cohesión y utilidad para la creación de una caracterización helénica.

Llegando a la cúspide de su poder y fama en los siglos VI y V, el Santuario fue perdiendo autonomía en favor de ciudades como Atenas o Esparta, hasta que Roma se hizo con el santuario en el 191 a.C. Tras su clausura definitiva en tiempos de Teodosio el lugar fue abandonado, y fue redescubierto en el siglo XVII por George Wheeler y Jacques Spon. En 1860 comenzaron las excavaciones modernas del Santuario.

Hoy día el Santuario de Delfos es un lugar privilegiado dentro de Grecia, una suerte de emplazamiento en la región de Fócida que merece la pena visitar, pues la totalidad de las palabras que pueda escribir este modesto escritor no harán jamás justicia al lugar mágico donde viven las Musas, el lugar mágico que es Delfos.

La locura del rey Felipe V

Corría el año 1700 cuando Carlos II, último Rey español de la Casa Austria, abandonó el mundo con una frase que bien podría ser un resumen de su vida: “me duele todo”. Aproximadamente a 1000 kilómetros de allí, en Versalles, el Rey Sol comenzó a organizar la marcha de su nieto Felipe de Anjou para ocupar el trono español.

Sin tener ni el más remoto conocimiento de la lengua, costumbres o historia del país, Felipe fue enviado a la Península, en la que posteriormente tendría que librar una Guerra de Sucesión contra Carlos de Habsburgo, y donde fue recibido con auténtico fervor, especialmente por las gentes de la capital. Lo que no sabían los madrileños que lo acogieron con tanta pompa y fiesta, es que se trataba de un tímido muchacho que no quería tomar parte en las decisiones del Consejo Real, al cual se limitaba a llegar tarde y a esconderse tras las cortinas de Palacio.

Felipe V – Jean Ranc (Museo del Prado)

El reinado del primer Borbón español no se comprende sin la intervención de dos mujeres fuertes, inteligentes y decididas: María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio, su primera y segunda esposa, respectivamente. Mientras ellas tomaban las riendas del Gobierno del país, Felipe se sumía en un abatimiento melancólico, del que solo le sacaba el sexo, la caza, los toros y la guerra -en la que pasaba de ser Felipe “el melancólico” a Felipe “el animoso”-.

Contrajo nupcias con María Luisa cuando esta no contaba más que 13 primaveras. A la boda siguieron casi dos meses de luna de miel desenfrenada, tras la que aparecieron los primeros episodios de trastorno bipolar o esquizofrénico y de hipomanía, a los que los doctores de la época dieron el nombre de “vapores”. Estos vapores, consecuencia de las taras genéticas procedentes de los continuos matrimonios entre parientes, han dejado anécdotas para la historia de lo más curiosas y divertidas, si bien a los españoles de la época no les debió hacer ninguna gracia tener semejante Rey.

Los primeros vapores le hicieron creer que moría, razón por la que se quedaba largas horas tumbado en sus aposentos sin dar señales de vida. También desarrolló una enemistad con el mismísimo Sol, culpando al astro de golpearlo y herir sus órganos internos; y organizó un grupo de monjas para que vigilaran sus ropas y las cosieran con sus propias manos, pues afirmaba que desprendían una luz mágica, y temía que fuese una manifestación del demonio. 

María Luisa Gabriela de Saboya – Jacinto Meléndez (Museo Cerralbo)

Al fallecer María Luisa, Felipe cayó en una profunda tristeza. No obstante, antes de que fuese a más, se le buscó rápidamente una nueva mujer, Isabel de Farnesio. La italiana se hizo cargo del país con mano firme, contrarrestando la demencia del Monarca, que a partir del conflicto por la toma de Sicilia  y Cerdeña comenzó a descuidar su higiene y tener tendencias suicidas. 

A principios de 1724 se le juntó la locura con la crisis de los cuarenta, por lo que decidió retirarse para preparar su muerte y expiar sus pecados (cosa que hacía, entre otras cosas, flagelándose a diario), y abdicó en su hijo Luis I, “el breve”. Apenas siete meses después, la prematura muerte de Luis hizo que Felipe V tuviese que poner fin a su jubilación, principalmente debido al interés de su esposa en volver a ejercer como gobernante.

Durante esta segunda etapa, marcada por su amor-odio a Francia y su continuo deseo de volver a abdicar, comenzó a negarse a ver a sus ministros y emisarios, y, en caso de hacerlo, no pronunciaba palabra alguna. Cambió de horario, durmiendo de día, cenando a las cinco y organizando los Consejos Reales y recepciones de madrugada. Estos nuevos brotes de locura llevaron a un sinfín de discusiones con su mujer, a la que golpeaba y hería durante las mismas; algo que no hacía solo con ella, pues cualquier persona de la Corte tenía papeletas de llevarse un golpe Real en cualquier momento. Aun así, Isabel se mantuvo firme, y llevó a cabo el papel de Rey y Reina

Isabel de Farnesio – Louis-Michel Van Loo (Museo del Prado)

No contento con su afición por hacerse el muerto y fingir ser un fantasma, decidió pasarse al reino animal y comenzar a sentirse un sapo, actuando como tal. El Rey Rana, lejos de lo que correspondería a un anfibio, decidió alejarse del agua y no ducharse. Dejó de cambiarse de ropa por miedo a que lo envenenaran con toxinas en los tejidos, y en caso de hacerlo, los ropajes tenían que haber sido empleados previamente por su mujer (si tenía que caer alguien, no iba a ser él). 

En 1729, se decidió que sería bueno trasladar al Rey a Sevilla, una ciudad caída en la intrascendencia en los últimos tiempos. Si querían trascendencia, ahí tenían dos tazas. El Rey y su corte arrasaron la Hacienda de la ciudad andaluza a base de recepciones, fiestas y demás pasatiempos. El Monarca mostró una mejoría con el cambio de aires, pero volvió a las andadas de vagar por el palacio con la lengua fuera haciendo que era un fantasma. Y lo de las andadas es un decir, pues dejó de cortarse las uñas de los pies, hasta que le fue difícil y doloroso caminar. Pasaba la mayoría del tiempo pescando, y no en el Guadalquivir, sino en un cubo de agua rebosante de peces.

Este cambio de aires tocó a su fin y la Corte, de un día para otro, volvió a la capital (gran alivio para los sevillanos). Con “el melancólico” sumido en su mundo paralelo -si bien sus locuras habían remitido un poco-, Isabel de Farnesio fue capaz de mantener el país a flote, junto con figuras como José Patiño, y gracias en parte a la estructura heredada del reinado de Carlos II, que en contra de lo que se cree, fue un rey capaz que se supo rodear muy bien.

En 1737 apareció en la vida del Monarca el castrati Farinelli. Junto con sus ya mencionadas aficiones, le sirvió de refugio a sus vapores. Felipe V pedía a Farinelli que cantase durante largas horas en sus aposentos, veladas tras las cuales el Rey gustaba de pegar berridos en pésimos intentos de imitarlo.

La familia de Felipe V – Louis-Michel Van Loo (Museo del Prado)

El reinado de Felipe de Anjou, completamente marcado por la locura, de la que solo escapaba con sexo, caza, melodías de castrati y aún más sexo, tuvo sus luces y sus sombras. La supresión de los fueros de la Corona de Aragón, la guerra con la Gran Alianza Antiborbónica, los Pactos de Familia con Francia o la creación del Consejo de Castilla como Consejo único, son algunas de las reformas más reseñables de este período, y que marcaron un antes y un después en la historia de España.

Tras décadas de locuras, extravagancias y paseos fantasmales, el día 9 de julio de 1746, el Monarca murió con menor estridencia de lo que cabía esperar. Sin previo aviso, Felipe V se desplomó sobre su cama, probablemente debido a un ictus, poniendo fin a una vida y un reinado que, en ciertos aspectos, salió rana.

Lectura recomendada

Los Borbones y sus locuras – César Cervera Moreno

Velázquez: el arte de pintar un bufón

El arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas. Todos y cada uno de sus lienzos nos entregan un mensaje vital y una capacidad de expresión única en el mundo, y dejan ver la increíble capacidad de evolución continua que tenía el sevillano. Desarrolló a lo largo de su carrera un talento compositivo que lo encumbró en el Olimpo de los pintores, destacándose como un retratista único que nos legó obras magníficas, ensalzadoras de los gentilhombres de la Corte. Estos retratos majestuosos dejaban patente una elegancia y una posición social superior a la del propio espectador, convencionalismo al que Velázquez hubo de adaptar sus creaciones.

No obstante, Velázquez fue un hombre inquieto, activo, siempre deseoso de ir plus ultra en sus posibilidades creativas y su aprendizaje; y fue en Palacio donde encontró a los compañeros de viaje perfectos para su propósito . Los bufones.

El Bufón llamado Don Juan de Austria – Diego Velázquez
El Bufón Barbarroja – Diego Velázquez

Durante los siglos XVI y XVII fue común que estos “locos” -que comprendían desde enanos y bufones a simplones inocentes- formasen parte de las Cortes europeas, y la del Rey Planeta no iba a ser menos. Estos personajillos, fuente inagotable de risa y entretenimiento, subvertían los códigos de conducta e incluso llegaban a faltar al respeto a la autoridad, una cercanía que les logró un estatus privilegiado dentro del complejo engranaje que era la vida palacial.

Antes de Velázquez otros ya retrataron a estos personajes, como Antonio Moro o Sánchez Coello, todos con una iconografía similar. Representados individualmente imitaban los retratos convencionales nobiliarios de forma irónica, mientras que si eran retratados junto a sus señores era una muestra de benevolencia y de superioridad física, moral e intelectual de los mismos.

Lo normal habría sido que Velázquez siguiese esta línea de representación y mostrase a los bufones como un “objeto”, un complemento a la magnanimidad del noble de turno, carente de alma. Eso habría hecho cualquiera, pero Velázquez no era cualquiera.

La infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz – Alonso Sánchez Coello
Doña Juana de Mendoza con un enano – Alonso Sánchez Coello

Campo de experimentación y superación, la serie de retratos de los bufones es uno de los ejemplos más claros de la relación entre modelo y retratista, y la acción plástica que realiza frente a ellos. Dota de nobleza y dignidad, no ya a los modelos, sino a sí mismo, al propio arte de la pintura.

Los retratos de bufones desafían y rompen las expectativas del espectador. El pintor sevillano no reduce su humanidad, sino que hace una caracterización empática, se centra en lo que les hace personas y nos hace más sensibles a su existencia, permitiéndonos encariñarnos de Francisco Lezcano o sentir empatía -casi pena- del melancólico Sebastián de Morra, enano de expresión severa cuyo rostro casi nobilístico no concuerda con su anatomía física. Muestra una personificación singular, no genérica, otorgando a cada bufón sus cualidades personales y una fuerte carga psicológica.

El Bufón el Primo – Diego Velázquez

Velázquez hace gala del humor que caracterizó su vida y pinta unos seres desventurados que se meten en nuestra intimidad, que se burlan del espectador, que casi espera que uno de los borrachos que acompañan el Triunfo de Baco le ofrezca una copa de vino o que el Bufón Calabacillas, ese truhán con una mirada tan sonriente como carente de juicio, le suelte un improperio acompañado de una risita nerviosa.

El Triunfo de Baco – Diego Velázquez
El Bufón Calabacillas – Diego Velázquez

Siguiendo la tesis (bastante interesante) de la Doctora Georgievska-Shine, Velázquez realiza un juego de símiles y contrastes, mostrando a los bufones como contrarios improbables de sus homónimos reales. De esta manera, los bufones llamados Juan de Austria y Barbarroja son la “parodia” de los personajes históricos; Marte, ataviado con el mostacho típico de los Tercios de Flandes, es una figura melancólica y pensativa que nada tiene que ver con el aguerrido dios romano de la guerra; y Demócrito más que un filósofo es un personaje de aire chistoso que nos señala sonriente y picaresco el globo terráqueo como si de un objeto de disparate o locura se tratase.

Más allá de la iconografía y la razón de ser de esta particular tipología de retrato, Velázquez hace lo que mejor sabía hacer, pintar. Probablemente uno de los mejores cuadros de esta serie es “Pablo de Valladolid”. Con una limitadísima gama cromática, el sevillano hace un retrato de cuerpo entero que se vale tan solo de su expresión y el gesto de sus manos. Produce una sensación de espacio sin ningún tipo de referencia u objeto (¡ni tan siquiera la línea del suelo!), creando en el lienzo una atmósfera en la que el espectador casi puede meterse, respirar su aire, y deleitarse con el chiste del bufón que seguro provocaría las risas de todo el Alcázar.

Pablo de Valladolid – Diego Velázquez

Este es tan solo un episodio más de lo que fue el fenómeno Velázquez, uno de esos prodigios que aparecen una vez cada mil años, y que hacen mejor y más llena la vida de quienes tienen el privilegio de conocerlos en vida y de los que tienen la suerte de contemplar su obra siglos después.

El hispalense plasmó al óleo pequeños instantes de la vida de extraños anónimos, que hoy cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y que nos abre la posibilidad de contemplarlos y entrar en diálogo con ellos. Casi como si estuviesen vivos hoy, porque el arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas.

Paris y Helena: todo vale en el amor y la guerra

Un poeta ciego del siglo VIII a.C. narró un episodio, trágico y apasionante, ocurrido durante la Época Oscura de Grecia, la Guerra de Troya. Un conflicto en el que hasta los mismísimos dioses intervinieron. Un conflicto que acabó con la destrucción total de una ciudad. Un conflicto producido por la imprudencia de un joven príncipe troyano y una reina espartana, la más bella mujer del mundo antiguo.

Dicha mujer nació de Leda y fue hija adoptiva del Rey de Esparta, Tindáreo. Todos los príncipes de Grecia la pretendieron, pero solo Menelao tuvo la suerte de casarse con ella. Así era como Helena de Esparta convertía a Menelao a heredero del trono de Esparta, al que accedió a la muerte de Tindáreo. Sin embargo, la suerte con la que fue agraciado Menelao tenia un final con nombre propio, Paris, hijo del Rey de Troya.

Paris, que nació como príncipe heredero de los reyes de Troya, Príamo y Hécuba, fue mandado sacrificar tras su alumbramiento, pues los adivinos vaticinaron que su nacimiento supondría la destrucción de la ciudad. No obstante, el hombre al que le encargaron la tarea, Agelao, jefe de los pastores, fue incapaz de concluir la tarea y lo acogió como hijo adoptivo. Paris pronto destacó por su belleza, fuerza e inteligencia, y creció totalmente ajeno a cuanto el futuro y los dioses le deparaban.

Paris y Hermes – Aníbal Caracci (Museo del Louvre)

Todos los dioses olímpicos, que tanto gustaban de fiestas, fueron por aquel entonces invitados a la boda de Peleo y la ninfa Tetis (los padres de Aquiles). Todos excepto una diosa, Éride, la diosa de la discordia. Semejante ninguneo provocó la cólera más terrible de la diosa, que trazó un plan para arruinar el evento. 

Fue a la boda y arrojó una manzana de oro en la que ponía “para la más bella”, y tanto Hera, como Atenea y Afrodita, se dieron por aludidas. Zeus, que prefirió no intervenir en tan peligrosa disputa, delegó como tantas otras veces el problema en el siempre diligente Hermes. El mensajero de los dioses llevó a las diosas al Monte Ida y escogió como desafortunado árbitro a Paris.

Cada diosa prometió a Paris una cosa en caso de que fuese la elegida. Hera le prometió hacerle Señor de toda Asia y el hombre más rico del mundo, y Atenea le prometió ser el hombre más bello y sabio del mundo, vencedor en todas las batallas. Tentadoras promesas, pero que sin embargo, nada tenían que hacer contra la de Afrodita. La diosa de la belleza le ofreció aquello que todos los hombres de la tierra ansiaban, el amor de la mujer más hermosa del mundo. Incapaz de rechazar el ofrecimiento, Paris nombró a Afrodita como merecedora de la dorada manzana, ante la ira de Hera y Atenea.

El Juicio de Paris – Pedro Pablo Rubens (Museo del Prado)

Paris, todavía con el resonar del juramento divino de Afrodita, decidió acudir a los juegos fúnebres que Príamo organizaba todos los años en honor de su hijo, a quien creía muerto. Lejos de estarlo, el joven venció en todas las disciplinas, para humillación pública de los que eran sus hermanos, que decidieron asesinarlo. 

Antes de que cumpliesen su cometido, Agelao confesó la identidad de Paris, para sorpresa de la ciudad de Troya. Fue llevado al palacio y recibido con todos los honores que un príncipe troyano merecía, ante el horror de los sacerdotes de Apolo, conscientes del destino que se cernía sobre ellos.

El rapto de Helena – Tintoretto (Museo del Prado)

Tiempo después, Paris fue enviado a la Esparta gobernada por Menelao. Fue en esta desdichada visita a Lacedemonia cuando conoció a Helena, de la que se enamoró irremediablemente. Hay fuentes que optan por un amor correspondido por parte de la reina de Esparta, a la que la diosa Afrodita abrió el corazón para amar a Paris; otras por que fue llevada a la fuerza; sea como fuere el hecho es que se fue con Paris a Troya y se casó con él.

El ultraje a Menelao era absoluto. Suponía una violación gravísima a la “xenia”, la hospitalidad ofrecida a los extranjeros, cuyos lazos duraban eternamente e incluso entre enemigos. El Rey de Esparta, que era hermano del Rey de Micenas, Agamenón, logró el apoyo de los gobernantes griegos. Los aqueos reunieron una inmensa armada que se hizo a la mar y alcanzó las costas de Troya.

Fue así como una boda, un juicio y una misión diplomática produjeron el estallido de la guerra antigua más conocida de la Historia, y que Homero relató con maestría.