Schliemann: un pasado por (re)descubrir

Nuebukow hoy es un municipio en el norte de Alemania que cuenta con apenas cuatro mil habitantes. Este pequeño, casi insignificante, pueblecito vio nacer el 6 de enero de 1822 a todo un gigante de la Historia, Heinrich Schliemann, descubridor de Troya (o Ilión), Micenas y Tirinto, y padre de la arqueología moderna. 

Hijo de una humilde familia prusiana comenzó su andadura trabajando en un almacén de Fürstenberg, donde la fortuna quiso que se le cruzase un molinero ebrio -tal como cuenta en su autobiografía- que accedió a recitarle a Homero en griego a cambio de tres vasos de aguardiente. Este hecho prendió la mecha de la bomba Schliemann, que cambiaría la historia del mundo.

Retrato de Heinrich Schliemann – Escuela alemana

Para la inmensa mayoría en el siglo XIX, Ilión no era más que una leyenda inventada por Homero, tan irreal como los cíclopes, Circe o las sirenas. Tras mucho pensarlo, el joven Heinrich tomó una decisión, demostrar al mundo que se equivocaba y que Troya no era una invención mítica, sino una ciudad que existió realmente. Esta empresa requería algo de lo que el joven carecía: dinero.

Después de varias peripecias, entre ellas una lesión en los pulmones y un naufragio de un barco destino a Venezuela, quiso la vida llevarlo a Ámsterdam. Allí comenzó a aprender idiomas gracias a un método autodidacta -llegó a dominar alrededor de veinte lenguas-, lo que le abrió las puertas de San Petersburgo, donde lo envió su empresa gracias a los conocimientos que tenía de ruso. En 1852, un año antes de la Guerra de Crimea, estableció una filial en Moscú de venta de índigo, cuya producción continental se guardaba en Memel. Esta ciudad fue arrasada y reducida a cenizas durante el conflicto, y toda la producción quedó destruida. Toda menos la de una persona, Schliemann. 

Según cuenta C. W. Ceram en «Dioses, tumbas y sabios», Schliemann no dudó en afirmar que “el cielo había bendecido de modo milagroso mis empresas, de modo que a finales de 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido soñar”. Siendo el único distribuidor de índigo -y habiendo expandido su negocio a materiales de guerra- se enriqueció exponencialmente, y en 1863 comenzó a liquidar sus negocios para dedicarse únicamente a los estudios que más le ilusionaban, Homero y la lengua griega.

Solo un auténtico loco, pensaban entonces, abandonaría unos negocios que le habrían hecho de los hombres más ricos del mundo para buscar una ciudad inventada por un poeta del siglo VIII a.C. Así que, con toda la comunidad científica en contra y el libro de su admirado Homero debajo del brazo, Heinrich Schliemann y su mujer Sofía (cómo no, griega) se pusieron manos a la obra.

Schliemann de joven

El descubrimiento de Troya no fue únicamente fruto del azar y de la diosa fortuna (Tyche). Que se hallase esta ciudad responde al conocimiento perfecto que Schliemann tenía de la Ilíada, a través de la cual reconstruyó los movimientos de los héroes aqueos y teucros y el emplazamiento de la poderosa ciudad de Ilión. 

Popularmente se creía que, en caso de existir, se encontraba en Bunarbashi, pero esto no convencía al prusiano, pues la distancia con el mar era demasiado grande. Leyendo los versos de la Ilíada anduvo y desanduvo los pasos de Héctor y Aquiles. Fue entonces que sus pies lo llevaron a parar a la colina de Hissarlik. Por su distancia al mar y la vista que permitía de la llanura de Troya era el lugar indicado para encontrar la ciudad, idea que compartía Frank Calvert, vicecónsul americano en Dardanelos y propietario de la mitad de la colina.

Tras lograr la autorización desde Constantinopla, el 11 de octubre de 1871 comenzó la primera de las cuatro grandes excavaciones de la colina, y desde Europa se oían burlas y chistes de las grandes autoridades de la época sobre el loco que gastaba su dinero buscando una ciudad ficticia. No sabían hasta qué punto se equivocaban.

Excavaciones en Troya

Schliemann descubrió algo inaudito. No solo encontró una ciudad de Troya, ¡sino nueve! Primero encontró unos muros y construcciones de tiempos de Lisímaco, príncipe que gobernaba parte del Imperio de Alejandro Magno, pero tuvo que destruirlos para seguir excavando. Injustamente criticado en ocasiones por los daños y pérdidas que infligió a parte del patrimonio arqueológico e histórico de la colina, se ha de tener en cuenta el contexto en que se encuentra. Carente de métodos suficientes ni fondos regionales de la Unión Europea… ¡Bastante hizo!

Habiendo excavado 250 mil metros cúbicos, en 1873 Schliemann decidió darse un respiro. Sin embargo, antes de marchar de Hissarlik halló lo que coronaría su trabajo y acallaría todas las voces (si es que quedaba alguna) que en algún momento dudaron de él. Inspeccionando las excavaciones en compañía de su esposa, Heinrich vio algo que llamó poderosamente su atención. 

Sin dudarlo un instante saltó a la fosa con un cuchillo -con el consiguiente peligro de derrumbe que implicaba-, de la que sacó lo que durante mucho tiempo se consideró “el Tesoro de Príamo”, un ajuar de 9000 piezas en el que destaca la que se creía que era la diadema de Helena, con la que Schliemann no dudó en engalanar a su mujer. El tesoro, que posteriormente se demostró de una época distinta a la Guerra de Troya, lo sacó furtivamente hacia Atenas -lo que le valió un conflicto con el Gobierno de Constantinopla- y de ahí lo donó al gobierno prusiano. En 1945, tras la toma de Berlín, el tesoro fue expoliado por las tropas soviéticas, y hoy reside en Moscú.

Sofía con la diadema de Helena

Alcanzado el primer punto culminante de su vida, el tesoro de Príamo, entre 1874 y 1878 se lanzó a por el segundo, Micenas, tierra de Agamenón el Átrida. Allí encontró, entre otras muchas cosas, la que creyó era la máscara funeraria de este y la Puerta de los Leones. Su obra arqueológica culminó con el descubrimiento de Tirinto, cuyas murallas eran portentosa obra de los mismísimos cíclopes.

Heinrich Schliemann, aquel chico humilde de un pueblecito prusiano terminó sus días como uno de los hombres más famosos del mundo. Todo cuanto se pueda decir de él es poco. Sacrificó toda su vida y su dinero para desenterrar del olvido los cimientos de la Antigua Grecia y la ciudad de Asia Menor donde una vez los griegos y los troyanos cayeron haciendo resonar sus broncíneas armas.

Afectado de unos problemas en el oído, Schliemann tuvo que parar su actividad arqueológica durante un tiempo, pero siempre pensando qué sería lo próximo por excavar. Sin embargo, la enfermedad se le complicó más de lo esperado. Murió en Nápoles el 26 de diciembre de 1890, dejando un legado imperecedero casi comparable con las audacias de Héctor y Aquiles relatadas por Homero.

Me gustaría dedicar este artículo (que no llega a hacer justicia al gigante que fue Schliemann) a mi abuelo, el Doctor Pepe Vázquez Cano, al que le encantaba «Dioses, tumbas y sabios»; y a Jorge Castillejo Striano y Carlos Romero Díaz, que me descubrieron la figura del arqueólogo prusiano

El Greco, o cómo hacer que se tambaleen los cimientos del Arte

En 1541 nacía en Candía (Creta) un meteoro, que se arraigó en España y provocó una explosión de genialidad precursora, haciendo tambalearse los cimientos del panorama artístico Europeo. 

Bautizado como Doménikos Theotokópoulos, recibió una formación bizantina, recogiendo influencias de los iconos en tablas y mosaicos. En 1567 se trasladó a Venecia, ya consolidado como “sgúrafos” (maestro que trabaja por cuenta propia), donde trabajó en el taller de Tiziano. En la ciudad recibió influencia de los dos grandes artistas del momento, Tiziano y Tintoretto. Trató de aprender sometiendo el espacio a las leyes de la perspectiva -empleando decorados con columnatas, palacios porticados y arcos del triunfo-, trabajando al óleo sobre lienzos muy toscos con una imprimación en ocre, en donde la elección de la luz y los colores tendrá una importancia decisiva.

En 1570 llegó a Roma, donde estudió principalmente a Miguel Ángel. Asimiló las formas del gran maestro Buonarotti y las adaptó a sus lienzos, consiguiendo mezclar lo monumental de las figuras del italiano con el naturalismo tan peculiar de su pincel. Sin embargo, la aventura romana de Doménikos duró poco. Como afirma Lafuente Ferrari, “el ambiente romano no era propicio al arte libre y expresivo de este extraño artista genial”. En la ciudad eterna aún pervivía una admiración casi religiosa por Miguel Ángel, y que el pintor de Creta criticase y se ofreciese a repintar la escena de El Juicio Final de la Capilla Sixtina (lo cual hizo sin maldad ninguna) le valió el enfado de los círculos artísticos romanos. 

Detalle del Juicio Final de la Capilla Sixtina – Miguel Ángel

Fue entonces cuando Theotokópoulos fijó sus ojos en España, atraído por las empresas artísticas de El Escorial, y fue a parar a Toledo en el año 1576. A finales del Siglo XVI Toledo era una ciudad exuberante de riqueza y cultura. Contaba con gremios, una universidad con abundantes cátedras, grandes construcciones… Y esto al pintor griego le vino como anillo al dedo. El desde entonces apodado como “Greco” (pues los toledanos consideraron que era mejor el apodo que tener que pronunciar su impronunciable nombre cretense) pudo desarrollar en Toledo una evolución artística que no podría haberse desarrollado en ningún otro país o ciudad del mundo.

Pintó sus primeras obras españolas entre 1576 y 1579, como El Expolio, donde inaugura una nueva modalidad artística donde concibe el espacio con una peculiar densidad de las figuras y una composición vertical sin paisaje ni espacios vacíos -lo que acrecienta la sensación de angustia-.

Trató de ir a probar suerte con Felipe II, quien le encargó en 1589 el Martirio de San Mauricio y la legión tebana. El Greco realizó un espectacular lienzo con una composición en distintas escenas y unos colores fríos (tan venecianos como el azul o el verde), realmente alejado del academicismo pictórico de entonces. Cuando Felipe vio el resultado no hizo otra cosa que horrorizarse, y decidió no encargar más obras al pintor.

El Martirio de San Mauricio – El Greco (Monasterio de El Escorial)

El Greco, a pesar de no contar con los favores de la Corte, sí que lo hizo con los de la devota ciudad de Toledo. Y para allá que se fue. No volvió a salir más de la ciudad, donde abrió un activo taller y desarrolló la etapa final de su pintura que hoy en día tanto le caracteriza. El de Creta ejemplifica la capacidad integradora de la sociedad española de finales del Siglo XVI, que acogió a lo que por entonces bien podía asociarse con un alienígena que había llegado paleta y pincel en mano. 

Intelectualizó su visión despojándose de todo naturalismo y empleando la luz de forma antinatural y arbitraria, que se derivaba de lo que cada forma y expresión exigían. Sus alargadas figuras no poseían densidad ni gravedad, flotaban entre cúmulos de nubes e inciertos paisajes, y estaban hechas de colores vibrantes y formas desdibujadas (que tan bien queda reflejado en las manos de sus personajes, afiladas como cuchillos). El movimiento parece proceder del interior de los personajes, creados mediante una pincelada suelta y descompuesta.

Fue uno de los mejores retratistas de la Historia. Sus retratos serios y austeros marcaron un antes y un después en la forma de concebir esta disciplina, y establecieron la pauta a seguir por los Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán o Ribera que vendrían en años posteriores.

A pesar de haber abierto un taller, no pudo tener imitadores ni crear escuela, ni siquiera su hijo consiguió emular fielmente su estilo, que fue uno de los más personalísimos de la Historia del Arte. El Greco, como Cervantes, están a caballo entre el Renacimiento y el Barroco. No son ni lo uno ni lo otro. Cervantes desdibuja con su pluma a su extraño Quijote, tan extravagante y casi místico, que bien podría formar parte de uno de los lienzos del Greco.

El entierro del Conde Orgaz – El Greco (Iglesia de Santo Tomé)

El Greco gozó de gran fama en vida, pero cayó en el olvido de la historia en los años posteriores a su muerte. Sin embargo, la Generación del 98 favoreció la recuperación del que fue uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, provocando un gigantesco tsunami de fama que duró todo el Siglo XX -de hecho se le dedicó una exposición en el Museo del Prado por primera vez en 1902-.

El Expolio, El entierro del Conde Orgaz, La fábula, La Trinidad, El caballero de la mano en el pecho… Todos ellos y muchos más son el magnífico legado que la experta mano de El Greco dejó a la Historia del Arte. En ocasiones menos valorado de lo que debería, Doménikos Theotokópoulos destrozó todos los convencionalismos artísticos de su época e innovó en el género de la pintura de una forma que nadie había conseguido ni, probablemente, conseguiría jamás. Un pintor que fue cretense de cuna, pero que las circunstancias de su vida y su largo peregrinaje por el Mediterráneo, hicieron de El Greco el más toledano de todos.

Las aventuras de Odiseo

A lo largo del día de hoy, 31 de octubre, se celebrará una fiesta catapultada a la fama desde Estados Unidos, pero que tiene su origen en la cultura céltica de Irlanda; nos referimos a Halloween. Queriendo contaros un relato aterrador y abundante en monstruos, la acción transcurrirá en un escenario aparentemente idílico, aunque, como todas las grandes historias de terror, esconderá sobrecogedores peligros. Acompáñanos en este «crucero» por el Mediterráneo, en el que el héroe mitológico Odiseo debe regresar a su hogar en la isla de Ítaca tras haber concluido la guerra contra Troya.

El Escenario de la Odisea – Ilustración de la obra «Las aventuras de Ulises» (editorial Vicens Vives)

Polifemo

Los cíclopes eran monstruos gigantes de un solo ojo, hijos del dios Poseidón, que vivían en una isla que se identifica hoy en día con Sicilia. Una de las muchas historias que se contaban de ellos es que construyeron las murallas de la ciudad de Troya. A los siete días de su viaje, Odiseo llegó a la ya mencionada isla, donde él y un puñado de sus compañeros encontraron una enorme gruta llena de cabras, ovejas, queso y leche. Movidos por la curiosidad de conocer la identidad del pastor del rebaño, decidieron esperar a su llegada, que se produjo por la noche. El morador de aquella cueva resulto ser Polifemo, un cíclope que nació de Poseidón y de la nereida Toos. El gigante selló la entrada de la cueva con una piedra, y tras encender un fuego descubrió a los extranjeros que habían entrado en su territorio.

Los griegos llevaban la hospitalidad hasta extremos insospechados; era una tradición que pasaba de generación en generación, y pensaron que el cíclope los acogería y les proveería de víveres tras narrarle su historia vivida en Ilión. Nada más lejos, Polifemo contestó que le importaba bien poco, y acto seguido, se comió a dos de los compañeros de Odiseo y se echó a dormir. El héroe, viéndose encerrado y a escasas horas de ser devorado por el monstruo, trazó un plan.

Con un enorme madero de olivo tallaron una estaca del tamaño de un hombre. A la noche siguiente, Odiseo ofreció al cíclope vino para emborracharle. Polifemo le preguntó su nombre, a lo que el de Ítaca contestó que se llamaba Nadie. El cíclope, ebrio, le dijo que a cambio del vino él tendría la gentileza de comerle el último, tras lo que cayó dormido. Fue entonces que Odiseo calentó la punta de la estaca en las brasas y se la clavaron a Polifemo en su propio ojo.

Odiseo ciega a Polifemo – Pellegrino Tibaldi

El monstruo comenzó a gritar y a pedir auxilio al resto de cíclopes, y cuando le preguntaron qué le ocurría respondió “¡Nadie me hiere! ¡Nadie me mata con astucia!”, por lo que ignoraron su petición de socorro. Para evitar que escapasen, el ahora ciego cíclope se puso a taponar la salida de la cueva para matar a los griegos en caso de que saliesen. Odiseo y sus compañeros se agarraron de los carneros para camuflarse y lograr salir, gracias a lo cual pudieron escapar.

Circe

Circe era temida por ser una peligrosa hechicera que vivía en la Isla de Ea (hoy identificada como la Península de Circeo, en la bahía de Nápoles). Los supervivientes de la flota griega llegaron hasta la isla, donde algunos de ellos, comandados por Euríloco, fueron enviados a explorar un fuego proveniente del bosque. Allí encontraron un gran palacio de piedra guardado por una mujer que cantaba y tejía, que no era otra que Circe. La hechicera les invitó a su palacio, donde les dio de beber. Cuando todos hubieron terminado sus copas, la bruja cogió una varita y convirtió a todos en cerdos, excepto a Euríloco, que receloso se negó a beber y salió huyendo.

Circe transforma sus enemigos en bestias salvajes – Wright Barker

Euríloco regresó a todo correr a contarle a Odiseo lo ocurrido. Este se adentró en el bosque para ir a rescatar a sus compañeros, cuando se le apareció Hermes. El dios le regaló una planta del suelo que solo los dioses podían arrancar, la hierba de la vida, que anulaba el brebaje que Circe dio a sus compañeros. 

Cuando llegó al palacio de la hechicera esta le ofreció vino, que bebió. La maga le golpeó con su varita, pero sin efecto; Odiseo desenvainó su espada y la amenazó de muerte si no devolvía a sus compañeros a la forma humana. Una asustada Circe accedió, y los griegos pudieron huir de aquella isla y continuar su Odisea.

Las sirenas

El tornaviaje hacia Ítaca aún debería enfrentar sendos peligros. La travesía en dirección al sur les llevaría a atravesar la isla de Sorrento, desde la cual se podía oír el rumor de bellas voces que cantaban. Estas procedían de las sirenas, que lejos de asemejarse a la inocente estatua de Copenhague, eran divinidades con cabeza y torso de mujer, y el resto del cuerpo de ave. Con su dulce canto atraían a los marineros incautos, quienes naufragaban y eran devorados por estas criaturas encantadoras.

Para prevenir semejante destino, Odiseo repartió fragmentos de cera entre sus hombres para que los emplearan como tapones que cubrieran los oídos. No obstante, el héroe quiso no perderse el «concierto», ordenando que lo ataran al mástil de la embarcación, y que no le dejaran soltarse de sus ataduras bajo ningún concepto. Mientras sus hombres remaban para alejarse del peligro, inmunes al encantamiento, Odiseo fue seducido por la cautivadora voz de los cantos de las sirenas, llevándole a intentar liberarse de las cuerdas y suplicar que lo desatasen.

Ulises y las sirenas – John William Waterhouse

Cuando hubieron dejado atrás la isla, los tripulantes se quitaron los tapones y soltaron a un Odiseo que lloraba lastimosamente, desconsolado como si le hubieran arrebatado la mayor maravilla que hubiera presenciado en su vida. Pero no había tiempo para lamentaciones, Escila y Caribdis se vislumbraban a proa.

Escila y Caribdis

Ya desde la Antigüedad el estrecho de Mesina, que separa la Italia continental de la isla de Sicilia, era considerado como una zona de peligroso tránsito debido a las barreras de arrecife y las violentas corrientes que amenazaban con echar a pique los barcos incautos. Este temor se asociaría con la presencia de dos monstruos marinos que guardaban el paso, Escila y Caribdis.

Escila poseía figura de mujer, cola de pez, y de su parte inferior brotaban seis aterradores perros, mientras que Caribdis se tragaba tres veces al día el agua del mar, para después escupirla con gran violencia y así crear un remolino al que ningún navío podía escapar. Estando entre Escila y Caribdis, Odiseo dio la orden de navegar pasando al lado de la primera. Seis de los compañeros del héroe fueron apresados y devorados por el monstruo, siendo el precio a pagar a costa de evitar sucumbir toda la tripulación de haber sido arrastrados por la corriente de Caribdis. Odiseo estaba un paso más cerca de retornar a su hogar en Ítaca.

Odiseo ante Escila y Caribdis – Johann Heinrich Füssli

Halloween era considerado por los celtas una celebración en la que las barreras entre el mundo de los vivos y el de los muertos se desvanecían por una noche. La mitología griega ofrece una excelente interrelación entre lo real y lo ficticio, donde los dioses interceden en la vida de los hombres y los temores a los fenómenos naturales son representados con monstruos y seres sobrehumanos que conviven con nosotros. Y si no, que se lo digan a Odiseo.

El cuadro más ignorado del Museo del Louvre

Todo aquel que visita el Louvre, visita la sala 711 (conocida como la «Sala de los Estados»), probablemente la sala de museo que más visitantes acoge al año en el mundo, ya que en ella se encuentra La Gioconda de Leonardo Da Vinci. Un lienzo tan pequeño como es el de Leonardo (0,79×0,53) es capaz de hacer sombra a un cuadro de casi siete metros de alto y diez de largo, el más grande de todo el Museo. Los miles de visitantes que van a admirar la obra de Leonardo dan la espalda, y muchas veces ignoran, la obra de Las Bodas de Caná, de todo un genio como fue Paolo Cagliari, el Veronés.

El cuadro se le encargó al Veronés en 1562, para decorar el comedor del convento de San Giorgio Maggiore. El contrato estipulaba que el lienzo debía estar terminado para la fiesta de la Virgen (septiembre de 1563) y se le pagarían 324 ducados, 50 de ellos y un tonel de vino por anticipado.

Las Bodas de Caná – Paolo Veronese (Museo del Louvre)

En el enorme lienzo se despliega una composición abierta en la franja superior, en la que se aprecia el paisaje ideal de una ciudad renacentista, una arquitectura inspiración de Palladio, Sanmicheli y Sansovino; y una acumulación de figuras en la inferior, llegando casi al punto del horror vacui

El artista de Verona realizó una pintura en la que destacan la riqueza de las vestimentas y los adornos, cromados con los amarillos, rojos y azules tan venecianos, y abundantemente iluminados. Transformó el pasaje evangélico de San Juan en una espectacular fiesta veneciana, una representación mundana que incluía desde aristócratas y reyes hasta sirvientes, presentando al espectador un total de 130 personajes. 

En el centro de la composición, sentado a la mesa, se encuentra Jesucristo junto con la Virgen María. A su izquierda, los monjes benedictinos de San Giorgio disfrutan del abundante banquete. Sobre sus cabezas se observa la frenética actividad de los sirvientes, algunos de ellos cortando carne, seguramente alusión al sacrificio del cordero. Los asistentes a las Bodas se visten con los trajes típicos de la Venecia del Siglo XVI. Entre ellos se autorretrata el bueno de Paolo en el grupo de músicos, acompañado de sus colegas pintores Tiziano, Tintoretto y Bassano (según afirma la teoría de Zanetti). Música, ricas vestimentas, lujosas vajillas llenas de abundante comida y vino, que aseguran la diversión en la compleja escena que refleja el lienzo.

Este tratamiento tan burdo de una escena bíblica fue una gota más de un vaso que se colmó en el año 1573. La inquisición juzgó al Veronés por un lienzo de la Última Cena. Lo hizo comparecer ante el tribunal por, según reflectan sus actas, representar “bufones, borrachos, mercenarios, enanos  y otras imágenes frívolas”. Se le obligó a reformar la composición, pero el de Verona se limitó a cambiarle el nombre por “Cena en Casa de Leví”.

Cena en Casa de Leví – Paolo Veronese (Galería de la Academia)

Acabada la obra, Las Bodas de Caná se instaló en San Giorgio Maggiore en 1563. Allí permaneció hasta la campaña italiana de Napoleón, que seleccionó el cuadro para ser expoliado y llevado a Francia en 1797, proceso en el que el cuadro sufrió considerables daños que se agravaron posteriormente en la Segunda Guerra Mundial. Gracias a varias restauraciones, hoy se puede contemplar el magnífico lienzo de uno de los grandes genios de la pintura veneciana. Un lienzo que, de ahora en adelante, no pasará desapercibido para los lectores de Hermes Historia en sus próximas visitas al Museo del Louvre.

La leyenda de la Campana de Huesca

Hijo de Sancho Ramírez de Aragón, Ramiro II fue el V Rey de Aragón, entre 1134 y 1137. En su juventud fue entregado por su padre al monasterio francés de Saint-Pons de Thomieres, donde creció y se educó como un monje (de ahí que se le conozca como Ramiro II El Monje). A la muerte de su hermano Alfonso I el Batallador, la nobleza nombró un nuevo rey sin hacer cumplir el testamento del difunto. Los nobles decidieron entregar la corona al Monje, por aquel entonces prior del monasterio de San Pedro el Viejo en Huesca y obispo de Roda y Barbastro, sin saber que con esta decisión les acabaría saliendo el tiro por la culata.

Cuando Alfonso VII de Castilla tuvo noticia del nuevo nombramiento, marchó a tomar La Rioja y Zaragoza, ante la incapacidad de Ramiro de defender los que eran sus territorios. Su carencia de aptitudes para la guerra y su falta de habilidad para cabalgar despertaba la risa entre los nobles aragoneses, que veían a Ramiro II como un pelele al que podían manejar a su antojo. Estos mismos nobles protagonizaron una revuelta en 1135. Desesperado y sin saber qué hacer, Ramiro pidió consejo a su mentor, el abad del monasterio de Saint-Pons. Una vez llegado el emisario, el abad escuchó la petición de auxilio del Rey de Aragón, y sin decir ni una sola palabra, cogió un cuchillo y salió al huerto del monasterio. Una vez allí, cortó las hojas de col que más sobresalían, y ordenó al emisario que narrara al rey lo que había visto. 

Recibido el emisario le explicó exactamente lo que había presenciado, y a Ramiro II se le ocurrió un truculento plan que pasaría a la Historia como La leyenda de la Campana de Huesca. Ordenó formar Cortes en su castillo de Huesca, con el pretexto de mostrar a los nobles una enorme campana que había fabricado, cuyo tañido sonaría en todo el Reino de Aragón. Los nobles acudieron entre risas y expresiones de incredulidad a ver el último delirio de un rey al que consideraban inepto e incompetente. Ordenó que entrasen de uno en uno a su cámara privada, donde los fue decapitando y formando una campana con sus cabezas, en la que el badajo era la testa del obispo, instigador de la revuelta. Hizo esta escabechina con un total de 15 rebeldes. Cuando terminó este collage tan particular, ordenó al resto que entraran todos juntos a ver la Campana de Huesca, que verdaderamente sonó en todo el Reino de Aragón.

La leyenda del Rey Monje – José Casado del Alisal (Museo del Prado)

Ramiro siguió reinando dos años más, tiempo durante el que la campana siguió sonando. Los nobles no volvieron a contradecir al monarca por miedo a que le diese por ampliar el tamaño de la misma, pero la realidad es que al Monje no le gustaba gobernar. En 1137 concertó el matrimonio de su hija Petronila (que entonces tenía dos años) con un Conde catalán de 24 años, Ramón Berenguer IV. Asegurada la continuidad de su linaje en el trono, Ramiro II se retiró a su monasterio de San Pedro el Viejo, donde vivió los veinte últimos años de su vida.

Se ha discutido a lo largo de los años acerca de la veracidad del relato o si se trata de un mito. Lo que es seguro es que La leyenda de la Campana de Huesca supone una de las historias más extrañas y truculentas de la ciudad, digna de protagonizar un capítulo de Juego de Tronos.

La defensa de Cartagena de Indias

Cojo, manco y tuerto, el almirante Blas de Lezo, junto con un puñado de apenas 3000 hombres y mujeres consiguió derrotar al contingente naval británico más grande de su historia.

La costa caribeña de la actual Colombia fue testigo en 1533 de la fundación de Cartagena de Indias, una de los principales puertos para el tráfico y el comercio oceánico, de la mano del madrileño Pedro de Heredia. Su importancia geoestratégica de la ciudad era algo que no pasaba desapercibido para nadie, y mucho menos para los ingleses, que posaron rápidamente sus ojos sobre ella y planearon un ataque contra las plazas hispanoamericanas más importantes.

Retrato de Blas de Lezo (Museo Naval de Madrid)

El casus belli del ataque se remonta a 1738, cuando el Capitán Robert Jenkins compareció delante de la Casa de los Comunes (el Parlamento británico) para denunciar un suceso supuestamente ocurrido siete años antes en el Caribe. Según la versión del capitán, un guardacostas español abordó su barco y requisó sus mercancías acusándolo de contrabando. Además, para añadir dramatismo al relato, afirmó que los españoles le habían cortado una oreja, que exhibió delante de los Comunes. Esta parafernalia sirvió, no solo como excusa para poder atacar las posesiones españolas, sino para dar nombre a la guerra que originó, “War of Jenkins’ Ear” (1739-1748).

La oreja del pobre Jenkins, que no se sabe si la conservó en su casa como recuerdo o decidió deshacerse de ella, generó una ola de indignación en la opinión pública británica, que llevó a que el rey Jorge II le declarase la guerra a la Monarquía Hispánica el 23 de octubre de 1739, una guerra en la que sería actor principal el almirante Edward Vernon. El almirante británico, impaciente por entablar batalla con los españoles, partió hacia el Caribe con el objetivo de conquistar algunas de las plazas más importantes, como Porto-Bello o Cartagena de Indias, en un ataque relámpago y marchar posteriormente a Perú. Para ello, el británico reunió más de 27 mil hombres y alrededor de 200 barcos, el  mayor despliegue naval inglés hasta el Desembarco de Normandía.

El 13 de marzo de 1741, Vernon y su flota aparecieron en el horizonte de Cartagena con el plan de penetrar en la bahía y sitiar la ciudad. Para la defensa, Cartagena disponía de tan solo 3000 hombres, incluidos 500 civiles y otros tantos indios chocoés, al mando del virrey Sebastián de Eslava y el comandante Blas de Lezo. La resistencia hispánica se concentró en el fuerte de San Luis de Bocachica, mas, tras 16 días de bombardeo sobre el fuerte, los españoles se vieron obligados a replegarse la fortaleza principal de Cartagena de Indias, el castillo de San Felipe de Barajas, una defensa sobre el cerro de San Lázaro que abarcaba 11 kilómetros de murallas. Todo hacía indicar que la fortuna no acompañaba a los defensores. Tanto es así que Vernon, frotándose las manos ante la inminente victoria, mandó una misiva a Londres diciendo que para cuando recibiesen el mensaje, él ya habría conquistado Cartagena. Este triunfo aplastante desató la locura en la capital inglesa, tanto que el rey Jorge II ordenó acuñar monedas para conmemorar la toma de la ciudad caribeña, en la que se veía a un arrodillado Blas de Lezo ante Vernon, acompañado de la frase “el orgullo de España humillado por el almirante Vernon”. Sin embargo, los españoles no estaban dispuestos a rendirse.

Moneda conmemorativa de la pretendida toma de Cartagena de Indias (Museo Naval de Madrid)

El 20 de abril Vernon ordenó un asalto nocturno con tres columnas de hombres (entre 3500 y 4000 asaltantes), en un intento de pillar desprevenidos a los defensores. Lejos de dejarse sorprender, los españoles abrieron fuego y cargaron con sus bayonetas. En vista de la escabechina, Vernon envió otras dos columnas para rendir definitivamente el fuerte. Con lo que no contaban estos últimos refuerzos es que se iban a encontrar a sus compatriotas huyendo cerro abajo perseguidos por la tropa defensora. Los británicos sufrieron numerosas bajas, pero Vernon se negaba a dar la victoria a Blas de Lezo. Seguramente le rondaba la cabeza el ridículo que haría al haber anunciado la victoria a bombo y platillo y tener que volver con el rabo entre las piernas. No obstante las tropas estaban moralmente hundidas y cuando Vernon ordenó un nuevo ataque, los soldados británicos, totalmente devorados por la fiebre amarilla, se sublevaron contra la orden del almirante.

Finalmente Edward Vernon tuvo que dar su brazo a torcer y el 8 de mayo comenzaron los británicos a abandonar la bahía, dejando cerca de diez mil muertos y siete mil heridos por tan solo 600 de los defensores, siendo uno de ellos Blas de Lezo, que murió meses después consecuencia de una herida infectada que sufrió en la batalla. Por su parte, Vernon regresó a Londres absolutamente desacreditado, relevado de su cargo y posteriormente expulsado de la marina.

La defensa de Cartagena de Indias supone a partes iguales uno de los episodios más magníficos de la historia militar española y uno de los más infaustos desastres de la Royal Navy inglesa. Muchas veces eclipsado por episodios como La Gran Armada de Felipe II o la Batalla de Trafalgar de 1805 (sucesos que los historiadores ingleses han destacado hasta la saciedad), la Defensa de Cartagena de Indias supone un hecho único en la Historia. Un pequeño grupo de personas consiguió vencer a un gran contingente armado que superaba sus fuerzas nueve a uno y preservaron la ciudad en una colaboración entre soldados, civiles e indios que se negaron a rendir las armas y la plaza de Cartagena de Indias.

Caravaggio, genio y figura

Un concepto nuevo de artista; provocador, revolucionario, diferente. En 1571 nació Michelangelo Merisi en el seno de una familia burguesa del pueblo lombardo de Caravaggio. Más conocido con el nombre del lugar que le vio nacer, Michelangelo Merisi (de ahora en adelante Caravaggio), fue uno de los artistas más importantes del Barroco. Su estilo personalísimo y su fuerte carácter dieron paso al surgimiento de un nuevo movimiento pictórico, el caravaggismo, caracterizado por los contrastes exagerados de luz y sombra, la intensidad de expresión y unas composiciones con tendencia a la escenificación teatral. Fue el comienzo de una importante escuela de tenebristas, de la que formó parte uno de los grandes pintores españoles, José de Ribera.

De los comienzos del pintor en Lombardía poco se sabe más que aprendió con Simone Pertezano (que fue a su vez discípulo de Tiziano), y ninguna obra se conserva de este primer periodo. A los 20 años se trasladó a Roma, donde se desarrolló el pintor en todo su esplendor, tanto pictórica como personalmente, y ninguno de los dos ámbitos carece de polémicas.

Retrato de Caravaggio – Ottavio Leoni (Biblioteca Marucelliana)

En tan solo unos pocos años se convirtió en el pintor más exitoso de Roma, con encargos de los más ilustres personajes de la ciudad, como los cardenales del Monte (que fue su protector) y Carlos Borromeo o las familias Giustiniani o Borghese. No obstante, también tuvo sus detractores, que se valieron de los excesos del lombardo para tratar de denostarlo. Y es que Caravaggio gustaba de “quemar” la noche romana, muchas veces en compañía del pintor Prospero Orsi y el arquitecto Onorio Longhi. Tabernas, juegos y cortesanas hacían un cóctel perfecto para el genio de Caravaggio, un cóctel que solía acabar en peleas. Riñas tumultuarias a la salida de las tabernas, tenencia ilegal de armas o agresiones en las puertas de los lupanares era lo que más le gustaba después (sino antes) de pintar. Caravaggio dejó un extenso reguero de peleas y escándalos, siendo uno de ellos el que protagonizó en la Ostería del Moro en 1604. Pidió un plato de alcachofas, algunas en aceite y otras con mantequilla, y cuando el camarero trajo el plato, el comensal preguntó cuáles eran unas y cuáles las otras. En esta historia hay disparidad de versiones, pero el caso es que el camarero dio una respuesta que no fue del agrado de Caravaggio -“oledlas y lo sabréis”, dicen algunos-, a los que el pintor contestó lanzando el plato a la cara del pobre muchacho y desenvainando su espada para castigar su atrevimiento. Por suerte todo quedó ahí, pero el pasaje ilustra perfectamente qué tipo de persona era el italiano. 

Tan solo un año más tarde, tuvo que huir de la justicia hacia Génova por agredir al notario Mariano Pasqualone. El motivo, un lío de faldas con Lena de por medio, una prostituta que hacía las veces de amante y modelo de Caravaggio. Por fortuna, todo quedó ahí y el pintor pudo regresar a Roma.

Su obra pictórica también estuvo cargada de controversias. Muy frecuentemente empleaba escenas costumbristas, casi irreverentes, para sus representaciones religiosas. La Vocación de San Mateo de San Luis de los Franceses se trata de una cochambrosa taberna romana en la que el santo se rodea de indignos jugadores y contadores de monedas; y La muerte de la Virgen se encuadra en una destartalada habitación, en la que la Virgen está tirada de mala manera sobre un sucio colchón -polémica añadida el hecho de que emplease, presuntamente, como modelo una prostituta ahogada en el Tíber-. Los Cánones de la Contrarreforma de Trento eran muy claros respecto a la iconografía y formas de representar las obras religiosas para las iglesias, por lo que más de una vez sus cuadros fueron rechazados, como San Mateo y el ángel o La Virgen de la Sierpe. 

La vida de Caravaggio dio un giro radical el 28 de mayo de 1606. Fue a ver un partido de pallacorda (similar al tenis actual), al que también acudió Ranuccio Tomassoni, un joven de buena familia con el que ya había tenido sus más y sus menos. Las facciones de ambos personajes se dieron cita en el Campo de Marte, donde se produjo una pelea que derivó en la muerte de Ranuccio. Fue el propio Caravaggio quien con su espada cercenó el pene a Tomassoni, que murió desangrado debido al corte que recibió en una arteria. El pintor, también herido, tuvo que huir rápidamente a Nápoles para eludir a la justicia, con ayuda de algunos de sus protectores romanos como la familia Colonna.

En Nápoles gozó de la popularidad y éxito que un genio como Caravaggio merecía. Recibió importantes encargos, como La Virgen del Rosario o La flagelación de Cristo. No obstante su cabeza seguía en Roma, y ansiaba un indulto papal que no terminaba de llegar y que sus protectores no podían conseguir. Fue entonces cuando se le abrió una nueva puerta en forma de Orden religiosa, la de los Caballeros de Malta. Seguramente esperaba entrar en la Orden y conseguir así el indulto que tanto deseaba, por lo que en junio de 1607 tomó un barco hacia la isla.

En Malta trabajó seriamente, nada de tabernas, juegos ni peleas. Realizó obras excelsas, como los retratos de Alof de Wignacourt y Antonio Martelli o el San Jerónimo del Museo de St John’s. Pintó también un inmenso lienzo de La decapitación de San Juan Bautista, una obra que firma con la sangre que brota del cuello del Bautista (algo bastante tétrico y que nos ayuda a reconstruir un poco la forma de ser tan peculiar del pintor). Su trabajo duro y su alejamiento de la mala vida que había llevado en Roma y Nápoles le llevaron a ingresar en la Orden en julio de 1608, gracias a lo que pudo comenzar a vislumbrar una vuelta a la capital romana. Sin embargo, la cabra tira al monte, y en agosto se vio envuelto en una reyerta en la que hirió a un caballero de la Orden, por lo que acabó preso en el Castillo de Sant’Angelo. 

Si algo ha quedado claro es que, a parte de un gran artista, Caravaggio era un profesional huyendo de la justicia. En octubre de ese mismo año escapó de prisión a Sicilia. Para bien o para mal, su fama le precedía, y desde el instante en que pisó su nuevo destino, encargos no le faltaron. Se trasladó por un encargo del arzobispo a Palermo, lugar desde el que regresó a Nápoles, a finales del verano de 1609, como escala previa a su regreso a Roma. En Nápoles realizó sus últimas obras, como David con la cabeza de Goliat o La negación de San Pedro, y se metió en sus últimas peleas. El 24 de octubre de ese mismo año, Caravaggio fue asaltado ante la Ostería del Cerriglio, en un más que probable ajuste de cuentas, y en el que los agresores desfiguraron la cara del pintor lombardo. Su segunda estancia en Nápoles se iba tornando dramática, hasta que en julio de 1610 llegó el tan ansiado indulto del Papa Pablo V. Inmediatamente, aunque enfermo -según el Instituto IHU Méditerranée Infection de Marsella una infección producida por un estafilococo dorado- embarcó hacia Roma con todos los bienes de los que disponía y los lienzos de San Juan y Santa María Magdalena. 

El fin de los días de Michelangelo Merisi fue tan estrambótico (y misterioso) como lo había sido su obra y su vida. En una escala del barco en Porto Ércole, el pintor fue detenido y encarcelado debido a una confusión. Cuando pagó la elevada fianza para salir de prisión, el barco ya había partido con sus enseres dentro. Fue entonces que se vio sin nada más que la ropa que llevaba puesta, y decidió cubrir el trecho que le separaba de la Ciudad Eterna a pie siguiendo la costa. El cansancio, el hambre y las fiebres eran una carga demasiado pesada incluso para él, que tantas fatigas y faenas había superado. Desfigurado, solo y desesperado, “Il Caravaggio” murió el 18 de julio de 1610 en la confraternidad de San Sebastián (Porto Ércole), a la edad de 35 años.