Al echar la vista atrás a los precedentes del régimen autonómico en el que se organiza territorialmente la España moderna, nuestro primer pensamiento suele remontarse a los estatutos de autonomía que fueron otorgados en tiempos de la Segunda República (1931-1939) a Cataluña, País Vasco y Galicia, que si bien fueron malogrados por el estallido de la Guerra Civil (1936-1939) y derogados con el triunfo del bando sublevado. No obstante, los primeros regímenes autonómicos son más de treinta años anteriores a éstos y fueron concedidos concretamente a dos provincias de ultramar: Cuba y Puerto Rico.
Desde mediados del siglo XIX, las desigualdades económicas y sociales entre los cubanos y con respecto a la España peninsular -altos impuestos, rígido control comercial o división de clases, entre otros- sumadas a la influencia de Estados Unidos para expulsar la presencia española y favorecer sus intereses en la isla, habían alimentado un creciente movimiento de independencia. La insatisfacción de los insurrectos -y ser respaldados financiera y diplomáticamente por Estados Unidos- provocó el estallido de dos cruentas guerras entre 1868 y 1880.
La paz apenas duró y en 1895 se volvió a derramar sangre en una tercera guerra que marcaría el destino de la isla antillana. La guerra de guerrillas y los ataques relámpago ejecutados por los insurrectos cubanos fueron respondidos por el ejército español con una estrategia de concentración de la población civil en los pueblos y ciudades bajo su control, con el propósito de impedir que dieran apoyo a los rebeldes. La principal víctima de esta estrategia de recolocación aplicada por el mando español fue la misma población civil, estimándose que llegó a costar la vida de 170.000 personas. Los métodos empleados para ganar la guerra no gustaron en Madrid por considerarse que imposibilitaban las negociaciones con los rebeldes y, por tanto, la obtención de la paz.
Los esfuerzos del gobierno central giraron hacia una postura de apaciguamiento que, sin conceder la independencia, contentase a los insurrectos ofreciéndoles mayor autogobierno, para lo que se aprobaron tres medidas para Cuba y Puerto Rico (a esta segunda por miedo a que se extendiesen los movimientos independentistas): el reconocimiento de los derechos fundamentales amparados en la Constitución de 1876, sufragio universal masculino para los mayores de 25 años, y el otorgamiento de un régimen autonómico.
Las Cartas Autonómicas concedidas a ambas provincias preveían el establecimiento de parlamentos bicamerales en cada una de ellas, componiéndose de una Cámara de Representantes y un Consejo de Administración – equivalentes a lo que eran el Congreso de los Diputados y el Senado en España – complementados por un Ejecutivo de gobierno local. Bajo dichos estatutos recaía en manos de cubanos y puertorriqueños prácticamente toda la administración, controlando la dirección de la Hacienda, Economía, Justicia, Obras Públicas, Industria y Comercio. El Gobierno de Madrid, representado por el Gobernador General, únicamente se reservaría el control del Ejército y las Relaciones Internacionales.
El 1 de enero de 1898 se designó un Gobierno interino y unas semanas más tarde se celebraron las elecciones legislativas a los parlamentos insulares. Sin embargo, el rechazo de los rebeldes a cualquier proposición que no contemplase la independencia y el estallido de la guerra hispano-estadounidense impidieron que el nuevo régimen autonómico se desarrollase plenamente. La invasión norteamericana obligó a la suspensión y posterior disolución de las cámaras legislativas. Por el Tratado de París, la derrotada España renunció a su soberanía sobre Cuba, que logró la independencia, y Puerto Rico, que fue incorporado como territorio estadounidense.
El Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, en Italia, alberga las principales piezas y obras de arte descubiertos en las ruinas de Pompeya y Herculano. El museo fue creado a finales del siglo XVIII bajo la promoción de los Borbones, soberanos del reino de Nápoles, para albergar las colecciones privadas de la familia y los objetos desenterrados de las ciudades sepultadas por la erupción del Vesubio. Fue precisamente el rey Carlos, que posteriormente accedería al trono español como Carlos III, quien ordenó el comienzo de las labores de excavación.
En el museo se encuentran obras como el mosaico de la batalla de Issos, el fresco de Safo o una copia romana del Doríforo de Policleto, pero también una curiosa colección que se guarda en el Gabinete Secreto. En éste se conservaron las piezas de tipo pornográfico y erótico que se fueron encontrando según las excavaciones avanzaron: amuletos y lámparas con formas fálicas, frescos del dios Príapo, imágenes representando actos sexuales e incluso una escultura de Pan copulando con una cabra.
La sexualidad en la antigua Roma era vista de un modo distinto al que tenemos nosotros. Tras el aparentemente austero y puritano ideal romano, promovido por Catón el Viejo o el emperador Augusto, existía un mundo imbuido de los placeres y el sexo. Esto se veía reflejado en los mitos fundacionales, la religión y el día a día: la lupa o prostituta que halló a Rómulo y Remo, las aventuras extramaritales de Júpiter, el voto de virginidad de las vestales, la consideración del falo como un símbolo de fertilidad y vigor…
La severa moralidad de comienzos del siglo XIX llevó a que estos hallazgos “obscenos” fueran censurados y apartados de las otras colecciones, pudiéndose acceder a la habitación secreta únicamente con la concesión de una autorización especial. Las mujeres estaban vetadas de poder obtener este permiso. En el lapso de un siglo la censura para visitar il Gabinetto Segreto fue rebajada o restringida en función del signo político de las autoridades del momento, pero siempre se mantuvo la condición de tener una autorización. La sala fue abierta definitivamente al público en el año 2000 y se suprimió la censura para su visita. La única limitación que existe en la actualidad es que los menores de 14 años deben entrar acompañados por una persona adulta.
Desde mediados del siglo XIX un Bonaparte volvía a estar al frente de Francia. Ocupando el cargo de Presidente de la República, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, había impulsado un golpe de Estado y convertido en Emperador de los franceses en 1852. Debía ser cosa de familia poner fin a las repúblicas que hubiera en Francia.
Durante el Segundo Imperio de Napoleón III el país experimentaría un intenso proceso de industrialización y de desarrollo económico, a la par que mantendría una activa política exterior con la que reforzar sus intereses y condición como potencia europea. Al otro lado del Rin, el reino de Prusia había ido aumentando su relevancia y poderío entre los distintos Estados alemanes. La unificación de Alemania en un solo Estado había sido impedida ya en 1848, pero las ideas del romanticismo y el nacionalismo no sucumbieron, permaneciendo encendida la chispa del pangermanismo.
Tras haberse disputado con Austria el liderazgo del mundo germánico, y haber salido victoriosa, Prusia se consolidó como la nación hegemónica entre los Estados alemanes. La unificación alemana estaba cada vez más cerca de hacerse realidad. Dichos logros llevaban la firma de Otto von Bismarck, primer ministro de Prusia, quien será un personaje de importancia fundamental en nuestra historia.
Mapa de Europa en 1867 – Francia es representada en morado y Prusia en azul
¿Y qué pintaba España en todo esto? En 1868 estalló la Gloriosa, un pronunciamiento militar que, tras una breve guerra, forzaría a la reina Isabel II a abandonar el país. Marchada la Isabelona, «afectuoso» apodo dedicado a la reina en las coplas populares, se redactó una nueva Constitución en 1869 y se adoptó la monarquía constitucional como modelo político. Faltaba encontrar un monarca que ocupara el trono huérfano.
Isabel II marchando al exilio
Otto von Bismarck
La misión de encontrar un nuevo rey recayó sobre Juan Prim, general progresista que había sido uno de los principales impulsores de la Gloriosa, y que, tras el derrocamiento de la reina, ocupaba la presidencia del Consejo de Ministros. El atento lector probablemente sepa cómo sigue la historia, con Amadeo de Saboya convirtiéndose en rey de España. Pero antes de la elección del duque de Aosta, también se barajaron otros candidatos.
Entre las propuestas de Prim estaba el príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, emparentado con la casa real de Prusia, y mejor conocido por el pueblo español como Leopoldo “Olé Olé si me eligen”. Su candidatura fue acogida con alarma en Francia, temerosa de que Prusia se hiciera con una ventaja estratégica que dejaría cercado al país galo en sus fronteras al sur y al este por dos potencias afines.
Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen
Consecuentemente, en julio de 1870 el gobierno francés envió a su embajador en Berlín a Bad Ems, una ciudad balneario donde estaba veraneando el rey Guillermo de Prusia, teniendo el propósito de presionarle e impedir el ascenso de Leopoldo al trono español. La maniobra funcionó. El monarca prusiano cedió y el padre de Leopoldo renunció en nombre de su hijo. El equilibrio de poder entre las dos principales potencias continentales había sido salvado. O eso podía parecer.
Los franceses no se contentaron con la mera renuncia, sino que insistieron en que Guillermo garantizara que ningún miembro de la casa Hohenzollern reclamase el trono español en el futuro. Importunado rudamente por segunda vez en sus vacaciones estivales, el rey prusiano rechazó la pretensión e hizo enviar un mensaje a su primer ministro. En el referido como Telegrama de Ems se informaba a Bismarck sobre el encuentro y se le autorizaba a hacer público su contenido. El primer ministro se deleitó al ver cómo había caído en sus manos el pretexto que necesitaba para alimentar un enfrentamiento que uniera a los Estados alemanes frente a un enemigo común.
El telegrama fue publicado en la prensa, pero no sin antes haber sido modificado por Bismarck. El resultado fue un comunicado que irritó a los prusianos por la insolencia con la que había sido tratado su rey, a la par que encendió la cólera de los franceses al expresar de manera firme la negativa de Guillermo a aceptar las pretensiones francesas.
Una ola de fervor nacionalista se apoderó de las dos partes. A la movilización de los ejércitos y las encolerizadas protestas de la población siguió la declaración de guerra por parte de Francia. Prusia fue acusada de intentar romper el equilibrio de poder en Europa, colocando a un rey alemán en el trono de España, y de haber humillado el honor de Francia en el Telegrama de Ems. Simultáneamente, los príncipes y reyes alemanes se adhirieron a la causa de Prusia.
La guerra fue una debacle para Francia y provocó el derrocamiento de Napoleón III. Bismarck completaría su proyecto político con la proclamación del nuevo Imperio alemán en el Palacio de Versalles. Este hito no solo marcaba la culminación del proceso de unificación alemán, sino que consolidaba a Alemania como la gran potencia continental. Para mayor humillación de los franceses, las regiones de Alsacia y Lorena fueron anexionadas por los victoriosos alemanes.
La proclamación del Imperio alemán – Anton von Werner
Francia no olvidaría ésta pérdida, que sumada al creciente desarrollo militar y económico de Alemania, haría que las consecuencias de la guerra franco-prusiana permanecieran latentes durante décadas, hasta la Primera Guerra Mundial.
Mientras en el corazón de Europa ocurría un cambio de poder histórico, en España, donde había surgido el incidente que encendió la guerra, se sucedían un breve reinado de un rey italiano, una todavía más corta república, para terminar produciéndose la restauración borbónica en el hijo de Isabel II. El príncipe Leopoldo no pudo hacer honor a su ingenioso apodo y Napoléon III habría debido pensar que “los españoles se podrían haber ahorrado todo esto”.
Atila, rey de los hunos, es conocido como uno de los personajes más indómitos y aterradores de la Historia, siendo referido como el “azote de Dios”, aunque no suele ser relacionado como el «causante» de la fundación de Venecia, una de las ciudades más boyantes y dinámicas que haya existido.
Avaricioso e implacable, pero también ambicioso y perspicaz, Atila fue un personaje mucho más complejo y culto de lo que popularmente se cree. El rey huno sabía hablar y escribir en latín, disfrutaba de la poesía y era un hábil gobernante que compartiría inicialmente el trono huno con su hermano Bleda. Muerto este último en un accidente de caza en el 444, poniendo fin a diez años de gobierno compartido, los romanos difundirían el rumor de que Atila había sido el responsable de que Bleda desapareciera de escena, y así asumir el mando único.
Esta y otras muchas difamaciones tendrían su origen en que las campañas militares del huno animasen a que los literatos romanos construyesen una imagen leyenda-negrista alrededor de él, y sobre la que se construye nuestra percepción moderna.
Atila y sus hordas invaden Italia – Eugène Delacroix
La horda que Atila lideraba no estaba únicamente compuesta por hunos, originarios de las estepas mongolas, sino que estos eran una minoría dominante entre las partidas de otros pueblos bárbaros absorbidos, como los ostrogodos, los gépidos o los alanos. Cerca de 700.000 personas integraban la horda, de la que alrededor de 70.000 eran guerreros.
Pese a su carácter nómada, a medida que la horda se había ido aproximando a los limes romanos y a los pueblos germánicos periféricos a estos, su avance se fue ralentizando, hasta llegar a asentar una capital en Atzelburg (ubicada en la actual Hungría). Más allá de ser una rudimentaria población, que indicaba un creciente nivel de sedentarización, era a ella a donde acudían embajadas y emisarios de los césares romanos, algo impensable siglos atrás.
La fiesta de Atila – Mór Than
Los gloriosos días de Roma eran un recuerdo del pasado. En tiempos de Atila, el Imperio ya había sido escindido en dos partes, Occidente y Oriente, con un emperador y una capital en cada una de ellas. Incluso Roma, la Ciudad Eterna, había sido relegada a una urbe de segunda categoría, cuando a finales del siglo III se trasladó la capital de Occidente a Milán, para posteriormente recalar en Rávena. Por su proximidad geográfica con el dominio de Atzelburg, el Imperio romano de Oriente fue la primera víctima de la coacción de Atila.
Ya obligada Constantinopla a pagar un sustancioso tributo a los hunos desde los tiempos de su predecesor en el trono, amenazada de sufrir incursiones y saqueos en el supuesto de no cumplir, Atila impuso unas condiciones irrealizables. El consiguiente rechazo romano le brindó el pretexto para emprender la guerra en el 447.
Mapa de la división del Imperio entre Occidente y Oriente
Los campos y las poblaciones situados en su avance fueron arrasados. Constantinopla se salvó por sus murallas. La campaña huna provocaría un profundo terror entre los romanos, quienes se apresurarían a triplicar el tributo que ya entregaban.
Pese a la destrucción y al pánico provocados, la ascensión al trono oriental de un general de resuelta y firme determinación, Marciano, marcaría un cambio de actitud en las relaciones con los hunos. Debiendo enfrentar una mayor resistencia ante la amenaza de nuevos ataques, y siendo sobornado por los propios magistrados imperiales para que buscara otras tierras que explotar, Atila fijó su atención en el hermano de su reciente presa: el Imperio de Occidente.
La primera acometida cruzaría el Rin en el 451 y atravesaría la Galia en una vorágine de pillaje y devastación, siendo detenida por una coalición visigoda y romana en la batalla de los Campos Cataláunicos. Repelida la invasión, la partida huna se replegaría para lamerse las heridas, retomando el ataque un año más tarde.
En esta ocasión, se desquitaría contra la propia Italia. Penetrando desde el noreste, ningún ejército imperial haría aparición para detener su avance. Las ciudades capitulaban por temor a sufrir un duro castigo en el caso de oponer resistencia. Solo una reunió el coraje para cerrar sus puertas: Aquilea.
La invasión de los bárbaros – Ulpiano Checa
Ubicada en la costa del mar Adriático, Aquilea se había consolidado como una pujante urbe comercial, además de ser referida como “fortaleza virgen”, dado que ostentaba el hito de que ningún ejército atacante había conseguido tomarla con anterioridad. Sus defensores lograrían resistir durante tres meses y como castigo por su lucha, cuando la ciudad fue finalmente tomada, no quedó de ella piedra sobre piedra. La poca gente que consiguió escapar de la masacre se refugiaría al oeste, adentrándose en las lagunas pantanosas de la costa.
Según el relato tradicional, junto a otras personas huidas de la llanura véneta, conformarían el núcleo original de la ciudad de Venecia. Esta escaparía en el futuro la suerte de ser asolada gracias a su construcción en una ubicación a la que no se podía acceder por tierra. A su vez, dicha condición obligaría a que los venecianos debieran desarrollar una activa pericia comercial que les proveyera de los recursos primarios que carecían y, simultáneamente, dotara de una fuente de ingresos al naciente asentamiento.
Venecia – Thomaso Porcacchi
En lo que respecta a Atila, que prosiguiendo su campaña por el norte y estando Italia a su completa merced, decidió no avanzar sobre Roma. Los motivos que se discuten son varios y merecen ser abordados en otro artículo. Sea como fuere, el rey huno se retiraría. En el año 453 contraería matrimonio con una joven italiana tomada como cautiva en sus campañas, siendo encontrado muerto a la mañana siguiente del banquete nupcial.
Su breve imperio no le sobreviviría a su muerte, viéndose desintegrado en los años siguientes por las luchas internas entre sus numerosos vástagos y la secesión de los pueblos bárbaros dominados. No obstante, de manera involuntaria Atila conseguiría dejar una huella de perdurabilidad para la Historia en la ciudad de Venecia, siendo la “causa eficiente” de su fundación, que, con el paso de los siglos lograría alcanzar la independencia y consolidarse como una próspera potencia comercial en el Mediterráneo.
Célebre por su enfrentamiento con el Afrika Korps de Erwin Rommel, el general británico Bernard L. Montgomery lograría vencer al “Zorro del Desierto” y expulsar a las fuerzas del Eje del teatro africano. Su creciente relevancia en el mando y la planificación de las operaciones aliadas llevarían a que los servicios de inteligencia le asignaran un doble, encargado de engañar a los agentes alemanes y así aumentar las probabilidades de éxito del desembarco de Normandía.
Veterano de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en la que resultó herido de gravedad en el pecho por el disparo de un francotirador, en el período de entreguerras Montgomery tomaría parte en varias misiones en Irlanda, el Rin, Palestina e India. Ascendido a general en los años previos a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), participaría en la campaña de Francia de 1940 con la Fuerza Expedicionaria Británica (BEF), debiendo abandonar el país en la evacuación de Dunkerque.
En agosto de 1942 sería designado como comandante del VIII Ejército, formación que se hallaba estacionada en el norte de África. El general británico encontraría al frente de las fuerzas enemigas al mariscal Erwin Rommel, a la par temido como respetado, conocido por el sobrenombre del “Zorro del Desierto”. Rommel era un adversario sobre el que, pese a la inferioridad en hombres y equipo del Afrika Korps, los predecesores de Montgomery no habían logrado infligir una victoria concluyente.
Monty observa la situación del frente desde un tanque estadounidense M3 GrantDisfrutando una taza de té junto a los tripulantes de un tanque
El choque decisivo se produciría en las dunas del desierto egipcio, donde las fuerzas del Eje serían derrotadas en la batalla de El Alamein de finales de 1942. Esta victoria de Montgomery no solo catapultaría su nombre a la fama, sino que obligaría a las exhaustas y diezmadas fuerzas de Rommel a replegarse. Forzadas a una progresiva retirada, las últimas unidades alemanas en África capitularían en mayo de 1943 en Túnez.
Pocos meses más adelante, Monty participaría en la invasión de Sicilia y las posteriores campañas de liberación de Italia, potencia aliada de Alemania. Pese a que las fuerzas soviéticas mantenían a la defensiva a la Wehrmacht en el frente oriental, con cada vez una mayor inclinación de la balanza en favor del Ejército Rojo, además de haber forzado la defección italiana abandonando el Eje, los estrategas alemanes esperaban que todavía debía producirse un gran asalto aliado que abriera un nuevo frente en Europa. Sus sospechas no eran infundadas, en cuanto dicho compromiso inter-aliado fue confirmado en la Conferencia de Teherán de finales de 1943.
La Operación Overlord, nombre en clave de la campaña de desembarco, se produciría en las playas de Normandía, región costera de Francia situada frente al Canal de la Mancha. La fecha fijada sería en mayo de 1944, aunque debido a inclemencias meteorológicas debería posponerse a junio a pocos días de su ejecución .
En el marco de la operación a Montgomery se le encomendaría desempeñar una misión decisiva, de la que no solo dependía el éxito de la invasión, sino el curso de la guerra: dirigir las fuerzas aliadas terrestres participantes en el Día D. Además de ello, desempeñaría un papel crucial para desviar la atención del mando alemán. Para ser más precisos, el engaño sería interpretado por su doble.
Los altos mandos aliados responsables del Día D (puede observarse a Montgomery como el tercero desde la derecha)
La película Cinco tumbas al Cairo, estrenada en mayo de 1943 y ambientada en la reciente campaña del norte de África, pondría a funcionar la mente de un despabilado oficial de inteligencia británico. Lo que llamaría su atención sería Miles Mander, quien interpretaba en el filme a un coronel del ejército y que, casualmente, guardaba un notable parecido con Monty. Presumiendo los alemanes que Montgomery jugaría una parte fundamental en la invasión, si se pudiera conseguir que un actor interpretando al general fuera visto en algún lugar alejado del Canal de la Mancha, les haría suponer que un ataque sobre dicha zona no sería inminente.
Imagen de Miles Mander en la película Cinco tumbas al Cairo, donde interpretó al coronel Fitzhume
Esto brindaría a los aliados un tiempo muy valioso y debilitaría temporalmente las defensas enemigas. Con este fin nacería la Operación Copperhead. Simultáneamente, la información “contaminada” suministrada por los agentes dobles controlados por la inteligencia británica haría creer a los alemanes que las verdaderas cabezas de desembarco podrían producirse en otros puntos de Europa; como el sur de Francia, Dinamarca o Noruega.
El casting para encontrar un doble de Monty no fue sencillo. Mander, el actor de Cinco tumbas al Cairo, resultó ser más alto que el verdadero general, un rasgo difícil de ocultar. El segundo candidato quedaría descartado tras fracturarse la pierna en un accidente automovilístico. Estando a punto de darse por vencidos, dieron a parar en una oficina de pagos a la soldadesca con un teniente australiano llamado Meyrick Clifton James, con quien se quedaron para interpretar a Monty.
Fotografía de James ataviado como Monty
Emplear a James como doble de Monty plantearía una serie de problemas: no era un gran actor; le faltaba un dedo, que tuvo que ser corregido con una prótesis de plástico; y además bebía y fumaba, lo que contrastaba con el carácter abstemio y no fumador del general. Mientras adecuaba sus costumbres, James fue destinado al estado mayor de Montgomery bajo credenciales falsas de ser periodista, con el objetivo de que observara y adoptara sus rasgos característicos.
El “escenario” escogido para realizar el engaño sería Gibraltar, difundiéndose el rumor de que el general se encontraba de camino al norte de África, donde se discutirían los planes de una invasión en el sur de Francia. El Peñón había estado bajo vigilancia alemana a lo largo de la guerra y los servicios de inteligencia eran conocedores de que un oficial español, el comandante Ignacio Molina Pérez, suministraba información a los alemanes. Si este les comunicaba que Montgomery había sido visto en la colonia, la artimaña habría funcionado, a la par que daría a las autoridades británicas una prueba concluyente del espionaje de Molina y permitiría expulsarle de Gibraltar.
El 25 de mayo de 1944 “Montgomery” fue visto acudiendo a la sede del gobierno local y desayunando con el gobernador, para a continuación tomar un vuelo que le llevaría a su conferencia en Argel sobre la invasión. Molina fue testigo de la visita del general, y no tardó en informar a los alemanes, quienes sopesaron que en el sur de Francia pudieran producirse operaciones adicionales al desembarco principal. También creyeron que mientras Montgomery se encontrase en el norte de África, sería improbable que una operación de gran escala ocurriera en el Canal de la Mancha.
En la madrugada del día 6 de junio se producían los asaltos aerotransportados y desembarcos navales que darían inicio a la batalla de Normandía. El primer paso hacia la liberación de Europa occidental marcaría el comienzo del fin del Tercer Reich. Para desgracia de los alemanes, el Día D llegaría antes de lo esperado, y en la zona que los aliados habían ocultado como su verdadero objetivo. Molina tampoco fue mucho más afortunado, siendo declarado persona non grata y vetándosele de manera permanente el acceso a Gibraltar.
Por su desempeño en la campaña de Normandía, el “auténtico” general Montgomery fue ascendido a mariscal de campo, el rango más elevado en el ejército británico. Durante el tiempo que James estuvo en su piel, el intérprete percibió como sueldo el equivalente al que el general tenía. En 1954 publicaría su experiencia en la obra I was Monty´s double, la cual tendría una adaptación cinematográfica en la que el propio James actuaría encarnando a Montgomery y a sí mismo.
Cartel de la películaJames en el papel de Montgomery
El siglo XVI fue testigo del auge de la Monarquía Hispánica, que tuvo que hacer frente a Francia como la principal nación europea contendiente por establecer su hegemonía en el continente. Una serie de guerras e intrigas políticas marcarían la relación hispano-francesa, la cual parecería lograr asentar un período de concordia y tranquilidad con la firma del tratado de Paz de Cateau-Cambrésis en 1559, ocurrido en tiempos del reinado de Felipe II en el trono de España. Para el rey de Francia, Enrique II, ciertamente supondría un “descanso eterno”.
Felipe II, rey de España – Antonio Moro
Enrique II de Francia – François Clouet
Felipe y Enrique, soberanos de España y de Francia respectivamente, poseían una serie de particularidades notablemente en común, más allá de compartir el mismo número regnal. Ambos fueron fervientes defensores del catolicismo y persiguieron las distintas iglesias protestantes presentes en sus territorios. Sus padres, Carlos I y Francisco I, otros que más allá de también haber poseído el mismo número como monarcas, habían combatido entre sí por establecer su dominio en Italia y por ser investidos emperadores del Sacro Imperio, siendo el Habsburgo el que se impusiera en ambas contiendas. Para mayor humillación del francés, sería apresado en la batalla de Pavía de 1525 y encarcelado en la villa de Madrid, viéndose forzado a suscribir un acuerdo de paz que no tardaría en rechazar una vez liberado, esgrimiendo que había sido incitado bajo coacción.
Francisco I, rey de Francia, entrando prisionero en la Torre de los Lujanes – Antonio Pérez Rubio (Museo del Prado)
Cual es el padre, tal es el hijo; sus sucesores en el trono mantendrían una enconada disputa entre ambas potencias en la que las fuerzas españolas vencerían en la batalla de San Quintín de 1557, propiciando que dos años más tarde se celebrara el acuerdo mencionado a comienzos de nuestro relato. Para alcanzar una sincera y duradera relación de amistad entre las dinastías Habsburgo y Valois, a los términos del tratado que dictaban un reajuste territorial de las posesiones francesas y españolas, se adoptaría como garantía la unión en matrimonio de Felipe II con Isabel, hija de Enrique II.
Isabel no era la primera esposa de Felipe, quien ya había estado casado previamente en dos ocasiones, ni tampoco Felipe era el primer candidato para desposar a la hija del rey francés. Inicialmente el príncipe Carlos, hijo y heredero de Felipe II en el trono, había sido la persona designada. Sin embargo, la recientemente acaecida viudedad de Felipe y la delicada salud del Príncipe de Asturias propiciaron que el rey español se convirtiera en el consorte de Isabel de Valois.
Isabel de Valois sosteniendo un retrato de Felipe II – Sofonisba Anguissola (Museo del Prado)
Con motivo de la celebración del tratado y de la unión matrimonial, Enrique concertaría una justa al estilo de los torneos medievales. Aficionado a ellos, como si de un emperador Cómodo moderno se tratara, el propio rey tomaría parte en los combates. Su contendiente sería Gabriel de Lorges, conde de Montgomery y comandante de la Guardia Escocesa, unidad de élite conformada en 1418 por soldados escoceses que accederían al servicio de los monarcas franceses en el contexto de la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453).
Una gala que debería haber sido festiva, terminaría resultando fatídica después de que el conde accidentalmente hiriera en el rostro al rey con un fragmento de su lanza. Alcanzado en un ojo y dañado parcialmente el cerebro, las curas practicadas por el cirujano real no fueron suficientes para salvar la vida de Enrique, quien fallecería a los pocos días fruto de la mortal herida recibida.
Enrique II es herido mortalmente por Montgomery en el torneo de París – Glasshouse Images
Sucedido en el trono por varios de sus hijos varones, que se vieron envueltos en una cruenta guerra (civil) de religión que desgarró internamente al país, y en la que España intervino en favor de los partidarios católicos, la Casa Valois sería reemplazada en el trono francés por la dinastía Borbón en 1589. A la manera inversa, la muerte de un Austria español más de un siglo después, Carlos II, provocaría que la influencia francesa, y particularmente la borbónica, accediesen a dictar las acciones del imperio español.