Un minuto de la Batalla de Maratón

Esta batalla se enclaustra dentro de la Primera Guerra Médica, y supuso el primero de los tres reveses hacia los persas por parte de los griegos, que no se dejarían someter. 

Desde el año 493 a.C. Darío I se propone expandir su Imperio y someter a otros pueblos. Es así como en el año 491 a.C. Darío envía a representantes de su Imperio a exigir a la Hélade la sumisión y pago de tributos. Consigue su propósito en prácticamente toda la península del Peloponeso a excepción de Atenas y Esparta. 

Darío envió entonces un contingente militar que pretendía someter a las polis rebeldes, todo ello propiciado por un traidor griego de nombre Hipias. Fue gracias a su consejo que Darío supo cuál era el momento propicio para atacar, puesto que Esparta estaba celebrando la Carneia (una festividad de nueve días de duración en la cual los espartanos tenían la prohibición sagrada de levantarse en armas), así que cuando Atenas pidió ayuda a Esparta, ésta no se la pudo garantizar.

Los atenienses no se amedrentaron y tras convencer a la Ekklesia, fueron a hacer frente a sus enemigos. Así pues, partieron unos 11.000 hoplitas griegos bajo las órdenes de Milcíades y combatieron frente a 25.000 persas en Maratón, a 42 kilómetros de la ciudad ateniense. 

Mapa de la Batalla de Maratón

Ambos bandos se mantuvieron a la espera durante unos días, unos tratando de obtener ayuda desde el interior, y otros debatiéndose con respecto a qué hacer; si bien presentar batalla o volver a Atenas para defenderla. 

Finalmente, cuando el grueso de las tropas persas comenzó a embarcar para partir hacia Atenas, se decantaron los griegos por atacar, aprovechando que Milcíades quien conocía las tácticas persas por haber participado en las revueltas jonias. Los griegos debilitaron el centro de su línea, donde los persas colocaban a sus mejores guerreros, y fortalecieron sus alas, para poder derrotarlos por los flancos. Tras horas de cruenta y extenuante batalla, ganaron los griegos. 

Pero esta victoria no era definitiva, puesto que debían volver a marchas forzadas hacia Atenas y compartir la buena nueva con sus conciudadanos, además de prepararse para una nueva ofensiva y defender su ciudad. 

Fue de esta manera como se inauguró la primera “Maratón” (carrera de 42 kilómetros, la distancia que separa a esta ciudad griega de Atenas), y cómo los griegos repelieron a los persas durante 10 años, hasta que éstos volvieron con la intención de castigar a toda la Hélade. 

Un minuto de la pirámide de Keops

El Reino Antiguo de Egipto,  iniciado con la III Dinastía, puso de manifiesto su prosperidad a través de los progresos técnicos que experimentó el arte, siempre en fuerte unión con los conceptos de religión y realeza. El faraón, ya consolidado como figura principal del poder humano y divino, tuvo a su servicio una mano de obra dócil y disciplinada preparada para llevar a cabo sus proyectos de ensayo y perfección de los modelos arquitectónicos.

Previamente a las mundialmente famosas pirámides de Giza, los faraones Zoser y Snefru construyeron sus propias pirámides. Sin embargo, ninguna de ellas alcanzó las proporciones áureas que requería la pirámide perfecta, dando lugar a pirámides de forma escalonada o romboidal.

Con Keops y la IV Dinastía se asiste al punto culminante de la estructura piramidal, tanto en dimensiones como en calidad. Su pirámide en Giza, obra del arquitecto Hemiunu, es la pirámide egipcia más grande (146 metros de alto). A pesar de lo que pueda parecer, no tiene cuatro caras, sino ocho. Su estructura interior es una pirámide escalonada con contrafuertes que rodean el núcleo central, y su exterior se revistió con piedra caliza de Tura.

Los sacerdotes, que en esta época vieron como su poder aumentó exponencialmente, idearon una serie de ritos funerarios que se tradujeron en elementos arquitectónicos que acompañaron a la pirámide, como el paso del río, el templo del valle, la calzada y el templo funerario. El complejo se completó con un templo mortuorio, una pirámide satélite para el ka (alma) del difunto, pirámides satélites para las reinas y 72 mastabas.

Los sucesores de Keops, Kefren y Micerino, siguieron el ejemplo del primero y construyeron complejos arquitectónicos que acompañaron (y acompañan hoy día) a la más grande y famosa de las pirámides egipcias.

Un minuto de Alejandro Magno

Hijo del rey Filipo II de Macedonia y de Olimpia, nació en el año 356 a.C. Fue educado como heredero al trono, una formación que se encargó al conocido filósofo Aristóteles; mientras que Clito se encargó de su aprendizaje militar. Su formación estaba basada en la paideia helena, que comprendía una formación excelsa en seis ámbitos; actividad física; matemáticas; geometría; filosofía; gramática y retórica, cuyo fin era la formación técnica y en valores y, sobre todo, la adquisición de la arethé o virtud. 

Durante el inicio de su reinado, Alejandro sometió a los Estados griegos, pero su objetivo estaba mucho más lejos. En el año 334 marchó con su ejército a conquistar el poderoso y extenso Imperio Persa del rey Darío III. Durante esta campaña militar ocurrieron batallas tan icónicas y conocidas como Gránico, Issos o Gaugamela. No menos icónico será su episodio en el 334 en Gordión, donde sucedió el evento de la rotura del nudo. 

En Egipto fue recibido como un héroe y nombrado faraón, confirmando Alejandro su origen divino en el Oráculo de Amón en Siwa. Este hecho supuso el nacimiento de un malestar entre sus compatriotas griegos, quienes consideraban que los hombres no eran divinos, sino humanos, provenientes de la tierra, y que en caso de que el poder se le subiese a la cabeza, podría suponer incurrir en hybris, esto es, soberbia, la cualidad más detestada por los macedonios. Pese a ello, Alejandro nunca sufrió un alzamiento y siempre mantuvo la fidelidad de sus tropas. 

Busto de Alejandro Magno

Asesinado el rey Darío III, Alejandro tuvo vía libre para incrementar sus dominios y conquistas, haciéndose con Babilonia, Persépolis y Susa. Llegado a la actual Afganistán, quiso seguir ampliando sus dominios hasta la India. Sin embargo, tras algunas campañas en las zonas más occidentales (con batallas como la de Bactria) una tropa exhausta y deseando volver a su tierra lo incitó a regresar. 

Alejandro adoptó las costumbres y formas de los territorios que conquistó, tanto los egipcios como los persas, cosa que no gustó demasiado entre los macedonios. La desconfianza que comenzó a granjearse empeoró con la muerte de Hefestión

Durante el regreso a la Hélade y por circunstancias aún hoy discutidas (aunque la más plausible habla de una infección que le causó altas fiebres) Alejandro moría prematuramente a los 33 años dejando un vasto Imperio, que se fragmentó rápidamente y se repartió entre sus hombres más cercanos. 

Cayo Mecenas: ¿Ministro de Cultura?

Cayo Mecenas, amigo personal y consejero político del que fue primer emperador de Roma, Augusto, es uno de los personajes más interesantes, a la par que importantes, de su época. Su nombre es sinónimo de aquellas personas que financian y/o protegen a artistas y que promueven sus obras, acciones que el Mecenas original llevó a cabo durante los primeros años del reinado de Augusto. En este artículo vamos a tratar brevemente la vida de este personaje, muchas veces oscurecida bajo la sombra de Augusto, Agripa y otros hombres destacados del comienzo del imperio.

Busto de Mecenas en Galway, Irlanda.

Mecenas nació en 70 a.C. en una familia de origen etrusco. Su familia era acomodada, pero no tenía antepasados que hubiesen participado en la política de Roma, por lo que no era parte de la aristocracia senatorial, sino de la clase ecuestre. Se decía descendiente de la gens Cilnia, una familia de la aristocracia etrusca que había disfrutado de una gran importancia (y riqueza) desde hacía siglos. No sabemos mucho de su vida temprana, pero el poeta Propercio parece indicar que Mecenas participó en las campañas tempranas de la guerra civil tras el asesinato de Julio César, acompañando al hijo adoptivo de este último.

Lo que sí sabemos es que, desde un tiempo muy temprano, era amigo de Octaviano, y que fue el encargado de organizar el matrimonio de este con Escribonia en 40 a.C., lo que indica una relación cercana entre ambos hombres. Más tarde, Mecenas actuaría como representante de Octaviano en las negociaciones con Marco Antonio y Lépido en el Tratado de Bríndisi (40 a.C.), en el que se renovó el Triunvirato, y en el que se estableció el matrimonio de Antonio con la hermana de Octaviano. Una vez más, Mecenas se destaca como uno de los confidentes más cercanos del futuro emperador cuando unos años más tarde, en 37 a.C., actuó como su representante en las negociaciones de intercambio de tropas con Marco Antonio y, además, cuando fue enviado a Roma a mantener el orden mientras Octaviano y Agripa acababan con Sexto Pompeyo en Sicilia (36 a.C.).

Alex Wyndham como Cayo Mecenas en «Roma» de HBO.

Está claro que la importancia política de Mecenas, a pesar de que nunca ocupó magistraturas oficiales, era inmensa. Actuaba como representante de Octaviano, y como dirigente de Roma cuando este se ausentaba, lo que le permitía controlar, desde una posición informal (y, por tanto, más libre), a los amigos y enemigos del triunviro en Roma. No obstante, por lo que Mecenas es conocido hoy en día es por la protección y el patrocinio que brindó a los poetas más destacados de la literatura romana. Sabemos que en 38 a.C. conoció a Horacio, al que tomó bajo su protección, en una época en la que ya había comenzado a patrocinar a otros poetas como Virgilio. Esta práctica ha llevado a los historiadores modernos a considerarlo como un cuasi-ministro de cultura de Augusto, aunque esto resulte un anacronismo. El legado que dejaron los poetas, gracias en gran medida a la ayuda prestada por Mecenas, ha supuesto que su nombre se haya convertido en sinónimo de protector de las artes.

«Gaius Maecenas (70 a.C. – 8 a.C.) supports declining fine arts» de Gérard de Lairesse, ca. 1660.

Las grandes obras de Horacio, Virgilio y Propercio, entre otros, pudieron llevarse a cabo gracias a que Mecenas se interesó por su labor poética y les prestó la ayuda monetaria, política y de lo que hiciese falta para que estos pudiesen crear. Estos poetas mostraron su agradecimiento en algunos versos en los que le mencionan a él y su patronazgo. Es más, las “Odas” de Horacio comienzan con una referencia a su protector:

“Mecenas, descendiente de antiguos reyes, refugio y dulce amor mío, hay muchos a quienes regocija levantar nubes de polvo en la olímpica carrera, evitando rozar la meta con las fervientes ruedas, y la palma gloriosa los iguala a los dioses que dominan el orbe.”

Se cuenta también que Virgilio escribió sus “Georgicas” en honor a Mecenas, al que menciona al comienzo del Libro I:

“Qué es lo que hace fértiles las tierras, bajo qué constelación conviene alzar los campos y ayuntar las vides a los olmos cuál es el cuidado de los bueyes, qué diligencia requiere la cría del ganado menor y cuánta experiencia las económicas abejas, desde ahora, oh Mecenas, 5 comenzaré a cantarte.”

Propercio también menciona a Mecenas al comienzo de sus “Elegías”, mostrando su importancia y agradecimiento:

“Pero, si los hados, Mecenas, me hubieran concedido el poder de guiar huestes heroicas a la guerra, no cantaría yo a los Titanes, no al monte Osa colocado sobre el Olimpo, para que el Pelión fuera el camino hacia el cielo, no la antigua Tebas ni a Pérgamo, gloria de Homero, ni los dos mares que fueron unidos por orden de Jerjes , o el reinado primero de Remo o el orgullo de la altiva Cartago, ni las amenazas de los cimbros y las hazañas de Mario: las guerras y hechos de tu querido César celebraría y tú serías mi segundo objetivo después del gran César”

Como podemos ver, la relevancia de Cayo Mecenas en la literatura latina, en especial la del imperio, no puede ser subestimada. Es muy posible que sin él y sin su patrocinio, Virgilio, Horacio o Propercio no hubieran llegado a escribir sus obras, o, al menos, no habrían disfrutado de la visibilidad y reconocimiento que merecían por su talento y habilidad. En este sentido, Mecenas definitivamente merece el legado que su nombre ha llegado a tener.

«Horace, Virgil and Varius at the house of Maecenas» de Charles François Jalabert, 1777.

No obstante, parece ser que hacia el final de su vida, su relación con el emperador Augusto se deterioró. Las fuentes indican que la causa fue la mujer de Mecenas, Terencia. Algunos dicen que Augusto se disgustó con su consejero cuando este reveló a su mujer el descubrimiento de una conspiración en la que el hermano de Terencia era partícipe, mientras que otros señalan a la aventura amorosa que Augusto y la mujer de Mecenas disfrutaron como el origen de los problemas entre los viejos amigos. En cualquier caso, cuando Mecenas falleció en 8 a.C., en su testamento dejó todas sus posesiones al emperador, así que es posible que la relación no hubiese resultado tan dañada como podríamos pensar.

Los oráculos griegos: Delfos

“¡Matarás a tu padre y te casarás con tu madre!”; probablemente una de las profecías míticas más conocidas del Oráculo de Delfos, que queda claro que no se andaba con tonterías. Esta profecía que recibió Edipo es tan solo una de las muchas que se escucharon de la Pitia en Delfos, el lugar sagrado más importante del mundo heleno.

La adivinación era el canal de comunicación entre hombres y dioses, que permitía indagar en lo desconocido o negociar con el dios un destino mejor. El primer testimonio oracular conocido se remonta al siglo XV a.C., cuando Hatshepsut consultó al dios egipcio Amón acerca de sus derechos al trono egipcio. En la vida religiosa de los antiguos gran parte de los rituales estaban dirigidos a recabar información sobre el porvenir, considerándose las consultas desde una vertiente pública -consultas oficiales de la ciudad- o privadas -en la intimidad del creyente-.

Situado al pie del Monte Parnaso, centro del universo griego, el Santuario de Delfos perteneció al culto cretense de la Madre Tierra, hasta que alrededor del siglo VIII a.C. se estableció el culto del dios Apolo. Según el mito, Apolo viajó por el mundo griego en un carro tirado por cisnes y fue fundando oráculos. En Delfos se enfrentó y mató a una enorme serpiente adivinadora, Pitón. En su honor instauró unos juegos fúnebres, los Juegos Píticos, y denominó a la sacerdotisa del templo Pitia.

Apolo y la serpiente Pitón – Cornelis de Vos (Museo del Prado)

La adivinación de la sacerdotisa de Apolo, que se ubicaba dentro del Gran Templo de Apolo, consistía en una posesión divina del dios en el interior de la mortal (enthousiasmós). Según cuentan Diodoro y Plutarco, la inspiración de la pitia provenía de una grieta en el suelo bajo el trípode, de la que manaba un vapor conocido como pneuma -que causaba en la mujer las alucinaciones que propiciaban sus vaticinios-.

A pesar de jugar un papel fundamental dentro del entramado religioso helénico, el Oráculo de Delfos iba mucho más allá de su función religiosa. Delfos era un enclave de información política y un órgano de coordinación de las alianzas y consideraciones de los distintos pueblos griegos. En época arcaica y clásica, la política y sociedad griega se vieron fuertemente influenciadas por los decretos de los grandes oráculos, siendo el délfico la más alta autoridad de todos ellos.

Gran Templo de Apolo – Delfos

El reconocimiento del poder era, por tanto, una función primaria de los oráculos. En ciertas materias la consulta a la Pitia era obligada, concerniendo tanto a legisladores como gobernantes. Incluso el Derecho penal quedaba en manos de Delfos, como era el caso de los arbitrajes oraculares en casos de homicidio. Desde época arcaica en todas las poleis (plural de polis, ciudad-estado griega) se tenía muy presente la consulta previa a una guerra, ya fuese como preámbulo a su declaración o para averiguar su curso o su final. 

Uno de los más notables ejemplos de consulta bélica se enmarca en el transcurso de la Segunda Guerra Médica entre griegos y persas. Atenas envió a su embajada sagrada (theoríai) a preguntar al Oráculo cómo podría la ciudad hacer frente al ejército persa de Jerjes, a lo que este contestó: “Zeus dará a la Tritogenia (epíteto de Atenea) un muro de madera”. Tras una extensa polémica acerca de cómo interpretar el oráculo, se optó por emplear un verdadero muro de madera, la flota ateniense, que venció en la batalla naval de Salamina y detuvo el avance aqueménida.

Sacerdotisa de Delfos – John Cllier (Art Gallery of South Australia)

La inviolabilidad del Santuario hacía que las poleis enviasen allí sus tesoros, además de diversas ofrendas en agradecimiento al dios tanto dinerarias como en especies. Al entrar al Oráculo, el consultante debía satisfacer una ofrenda obligada al altar exterior del templo de Apolo, además de un sacrificio de un animal costeado por el consultante.. Convertido en uno de los lugares más ricos de Grecia, fue uno de los centros de comercio panhelénico a distintas escalas. 

Delfos se consagró como vínculo identitario panhelénico, celebrándose en otoño cada cuatro años los Juegos Píticos, que reunían durante tres meses a los mejores poetas, músicos y deportistas del mundo helénico (a diferencia de los Olímpicos, donde no había competiciones artísticas). Los oráculos supusieron un elemento de cohesión y utilidad para la creación de una caracterización helénica.

Llegando a la cúspide de su poder y fama en los siglos VI y V, el Santuario fue perdiendo autonomía en favor de ciudades como Atenas o Esparta, hasta que Roma se hizo con el santuario en el 191 a.C. Tras su clausura definitiva en tiempos de Teodosio el lugar fue abandonado, y fue redescubierto en el siglo XVII por George Wheeler y Jacques Spon. En 1860 comenzaron las excavaciones modernas del Santuario.

Hoy día el Santuario de Delfos es un lugar privilegiado dentro de Grecia, una suerte de emplazamiento en la región de Fócida que merece la pena visitar, pues la totalidad de las palabras que pueda escribir este modesto escritor no harán jamás justicia al lugar mágico donde viven las Musas, el lugar mágico que es Delfos.

“¡Cuídate de las Idus de marzo!”: el asesinato de Julio César

La noche del 14 de marzo de 44 a.C., el dictador Cayo Julio César cenó con dos de sus más cercanos aliados: Marco Emilio Lépido y Décimo Junio Bruto Albino (no confundir con Marco Junio Bruto, el hijo de Servilia, amante de César). Sin saberlo el dictador, Décimo era parte de una conspiración contra su vida, y planeaba asesinarle al día siguiente. Durante la cena, la conversación llegó a la cuestión de qué tipo de muerte era la mejor y, sin darle muchas vueltas, César propuso que la mejor muerte era la inesperada. Podemos imaginar las gotas de sudor frío rodando por la espalda de Décimo.

La mañana siguiente, César fue despertado por su esposa, Calpurnia, quien había tenido un sueño terrible, en el que sujetaba en sus brazos el cadáver de su esposo. Calpurnia trató de convencer a César de que pospusiese la reunión que había programada para aquel día, y César, viendo el miedo en los ojos de su esposa, decidió mandar a Marco Antonio para que cancelase la reunión de la cámara. No obstante, su querido amigo Décimo pronto se enteró de esta noticia, y se apresuró a la casa del dictador. Cuando se encontró con él, ridiculizó las supuestas visiones de su esposa, animando a César a no hacer caso a una mujer y marchar al senado. Décimo tomó al dictador de la mano, y le condujo fuera de la vivienda.

Calpurnia trata de convencer a César de que no asista al senado

En el camino al senado, César iba rodeado, como de costumbre, de sus aliados y seguidores, cuando se acercó a él el filósofo Artemidoro. Este se había enterado de la conspiración gracias a su buena relación con algunos de los conspiradores, y entregó a César un rollo de papel en el que se detallaba la conspiración contra su vida, con los nombres de aquellos hombres que planeaban atentar contra el dictador, y le urgió a que lo leyese cuanto antes. Pero cuando César se dispuso a hacer eso mismo, fue distraído por la multitud que se congregaba a su alrededor, y entregó el papel a uno de sus secretarios. Ya lo leería después.

Artemidoro trata de avisar a César de la conspiración

La comitiva continuó su camino hacia la cámara, y cuando ya se encontraban cerca de la entrada, César pudo ver en el foro al adivino Espurina, quien unos días antes le había advertido que su vida correría peligro antes de que acabasen las Idus de marzo (15 marzo). César se acercó a este y de forma burlesca le dijo “Las Idus ya han llegado”, a lo que Espurina simplemente contestó “Han llegado, sí, pero no han pasado”. Tras lo cual, el dictador entró en la cámara del senado.

La mano derecha de César era, por aquel entonces, Marco Antonio (sí, el de Cleopatra). Un año antes, Antonio fue tanteado por uno de los conspiradores para ver si deseaba unirse a los tiranicidas pero, ante la negativa de este, la conspiración fue atrasada. No obstante, Marco Antonio, que sepamos, nunca avisó a César de que algunos de sus enemigos e incluso aliados planeaban su muerte, por lo que hay quien sospecha que este podía simpatizar hasta cierto punto con los asesinos. Y el día 15 de marzo, cuando César entró en la cámara, Antonio se quedó fuera, al parecer distraído por uno de los conspiradores, que le pidió hablar con él antes de entrar a la reunión.

Marco Antonio en la sere de HBO «Roma» (James Purefoy)

Finalmente, el dictador se encontraba dentro de la cámara. Cuando se hubo sentado en su silla, los conspiradores se congregaron a su alrededor, y uno de ellos, Lucio Cimbro, se acercó a él con la excusa de pedirle la vuelta de su hermano, que se encontraba en el exilio. César se negó, y Cimbro respondió agarrándole de los hombros y tirando de su toga. César se revolvió y gritó “¡Esto es violencia!” (Ista quidem vis est). César contaba con sacrosantidad por su tribunicia potestas, y eso significaba que era intocable.

Otro de los conspiradores, Casca, sacó una daga que llevaba escondida bajo la toga, e hirió a César cerca de la garganta, pero el militar en César logró agarrar a su atacante y le clavó su stylus (bolígrafo romano) en el brazo, a la vez que exclamó “¿Qué haces, Casca, villano?” (en griego: μιαρώτατε Κάσκα, τί ποιεῖς;). Este se dirigió a sus co-conspiradores y les dijo en griego “¡Ayuda, hermanos!” (en griego: ἀδελφέ, βοήθει), momento en el que el resto de los conjurados se arrojaron sobre César, hiriéndole 23 veces.

César es asesinado por los conspiradores

Viéndose rodeado, César se cubrió la cabeza y la entrepierna con la toga, cuidando su dignidad ante la muerte y, finalmente, cayó al suelo abatido. Es probable que no fuese capaz de decir palabra mientras era apuñalado, pero hay quien dice que formuló aquella frase, más tarde dramatizada e inmortalizada por Shakespeare, (o alguna variación de esta) al ver a Marco Bruto entre sus asesinos: “¿Tú también, hijo?” (en griego: καὶ σύ, τέκνον). Aunque este apelativo sería algo más cariñoso que una reclamación de paternidad, si es que César pronunció estas palabras.

César yace muerto. De la serie de HBO «Roma» (Ciarán Hinds)

El dictador había muerto, y su cuerpo yacía a la sombra de la estatua del que había sido, primero su amigo y aliado, y luego su encarnizado enemigo: Pompeyo. Los conspiradores, tras el shock por lo que habían hecho, salieron de la cámara del senado, que había quedado completamente vacía al empezar el ataque, y recorrieron las calles de Roma clamando que habían liberado al pueblo de su tirano. No obstante, fueron recibidos con silencio.

El cuerpo de César permaneció donde había caído durante unas horas, hasta que tres esclavos lo recogieron, cubriéndolo con una manta y colocándolo en una litera. Y, mientras su brazo ensangrentado colgaba por un lado de la litera, el que una vez había sido amo y señor de Roma fue llevado de vuelta a su casa. Tan solo dos años después, todos los conspiradores habrían muerto en la guerra civil que los enfrentó a los sucesores de César. Y, apenas 15 años después del asesinato del dictador, el hijo adoptivo de César, Augusto, se convertía en el primer emperador de Roma, la república había caído.

Estatua Augusto de Prima Porta

Paris y Helena: todo vale en el amor y la guerra

Un poeta ciego del siglo VIII a.C. narró un episodio, trágico y apasionante, ocurrido durante la Época Oscura de Grecia, la Guerra de Troya. Un conflicto en el que hasta los mismísimos dioses intervinieron. Un conflicto que acabó con la destrucción total de una ciudad. Un conflicto producido por la imprudencia de un joven príncipe troyano y una reina espartana, la más bella mujer del mundo antiguo.

Dicha mujer nació de Leda y fue hija adoptiva del Rey de Esparta, Tindáreo. Todos los príncipes de Grecia la pretendieron, pero solo Menelao tuvo la suerte de casarse con ella. Así era como Helena de Esparta convertía a Menelao a heredero del trono de Esparta, al que accedió a la muerte de Tindáreo. Sin embargo, la suerte con la que fue agraciado Menelao tenia un final con nombre propio, Paris, hijo del Rey de Troya.

Paris, que nació como príncipe heredero de los reyes de Troya, Príamo y Hécuba, fue mandado sacrificar tras su alumbramiento, pues los adivinos vaticinaron que su nacimiento supondría la destrucción de la ciudad. No obstante, el hombre al que le encargaron la tarea, Agelao, jefe de los pastores, fue incapaz de concluir la tarea y lo acogió como hijo adoptivo. Paris pronto destacó por su belleza, fuerza e inteligencia, y creció totalmente ajeno a cuanto el futuro y los dioses le deparaban.

Paris y Hermes – Aníbal Caracci (Museo del Louvre)

Todos los dioses olímpicos, que tanto gustaban de fiestas, fueron por aquel entonces invitados a la boda de Peleo y la ninfa Tetis (los padres de Aquiles). Todos excepto una diosa, Éride, la diosa de la discordia. Semejante ninguneo provocó la cólera más terrible de la diosa, que trazó un plan para arruinar el evento. 

Fue a la boda y arrojó una manzana de oro en la que ponía “para la más bella”, y tanto Hera, como Atenea y Afrodita, se dieron por aludidas. Zeus, que prefirió no intervenir en tan peligrosa disputa, delegó como tantas otras veces el problema en el siempre diligente Hermes. El mensajero de los dioses llevó a las diosas al Monte Ida y escogió como desafortunado árbitro a Paris.

Cada diosa prometió a Paris una cosa en caso de que fuese la elegida. Hera le prometió hacerle Señor de toda Asia y el hombre más rico del mundo, y Atenea le prometió ser el hombre más bello y sabio del mundo, vencedor en todas las batallas. Tentadoras promesas, pero que sin embargo, nada tenían que hacer contra la de Afrodita. La diosa de la belleza le ofreció aquello que todos los hombres de la tierra ansiaban, el amor de la mujer más hermosa del mundo. Incapaz de rechazar el ofrecimiento, Paris nombró a Afrodita como merecedora de la dorada manzana, ante la ira de Hera y Atenea.

El Juicio de Paris – Pedro Pablo Rubens (Museo del Prado)

Paris, todavía con el resonar del juramento divino de Afrodita, decidió acudir a los juegos fúnebres que Príamo organizaba todos los años en honor de su hijo, a quien creía muerto. Lejos de estarlo, el joven venció en todas las disciplinas, para humillación pública de los que eran sus hermanos, que decidieron asesinarlo. 

Antes de que cumpliesen su cometido, Agelao confesó la identidad de Paris, para sorpresa de la ciudad de Troya. Fue llevado al palacio y recibido con todos los honores que un príncipe troyano merecía, ante el horror de los sacerdotes de Apolo, conscientes del destino que se cernía sobre ellos.

El rapto de Helena – Tintoretto (Museo del Prado)

Tiempo después, Paris fue enviado a la Esparta gobernada por Menelao. Fue en esta desdichada visita a Lacedemonia cuando conoció a Helena, de la que se enamoró irremediablemente. Hay fuentes que optan por un amor correspondido por parte de la reina de Esparta, a la que la diosa Afrodita abrió el corazón para amar a Paris; otras por que fue llevada a la fuerza; sea como fuere el hecho es que se fue con Paris a Troya y se casó con él.

El ultraje a Menelao era absoluto. Suponía una violación gravísima a la “xenia”, la hospitalidad ofrecida a los extranjeros, cuyos lazos duraban eternamente e incluso entre enemigos. El Rey de Esparta, que era hermano del Rey de Micenas, Agamenón, logró el apoyo de los gobernantes griegos. Los aqueos reunieron una inmensa armada que se hizo a la mar y alcanzó las costas de Troya.

Fue así como una boda, un juicio y una misión diplomática produjeron el estallido de la guerra antigua más conocida de la Historia, y que Homero relató con maestría.

La Batalla de Alesia: César vs Vercingétorix

Cayo Julio César, tras su consulado en 59 a.C., había sido enviado a las provincias galas de la república romana como procónsul (gobernador), donde llevaría a cabo una de las campañas más famosas de la historia que fue relatada por él mismo: la Guerra de las Galias (58 a.C. – 50 a.C.). Durante este período, César conquistó la actual Francia, y fue el primer general romano en cruzar el Canal de la Mancha y el río Rin al frente de un ejército. Las campañas de la Galia se caracterizaron por las luchas entre Roma y las distintas tribus galas que, divididas, no presentaban un rival suficiente como para expulsar al invasor romano. Esto es hasta el 52 a.C. con la revolución de Vercingétorix, que fue el último gran intento por parte de los galos de expulsar a los romanos antes de la anexión del territorio.

Introducción a La Guerra de las Galias de Julio César
Mapa de las campañas de César. En morado las conquistas en la Galia.

Para el año 53 a.C., César había establecido su control sobre gran parte de la Galia y, tras sofocar una revuelta liderada por el líder de los eburones (tribu del norte de la Galia), Ambiórix, esta había sido reducida a un estado de tranquilidad, en palabras del propio César. No obstante, al comenzar el año 52 a.C., los galos comenzaron a preparar una nueva guerra con la que intentar zafarse del control romano. César se encontraba ocupado en sus provincias al norte de Italia, encargándose de sus deberes administrativos, lo cual alentó a los galos a actuar con mayor atrevimiento.

La rebelión comenzó con el asesinato masivo de ciudadanos romanos en las ciudades galas. Las noticias de esta rebelión se expandieron por toda la Galia a una velocidad vertiginosa y pronto un jefe galo logró organizar bajo su autoridad a las tribus anti-romanas. Su nombre era Vercingétorix y, según César, este se convirtió por decisión unánime en el comandante supremo de las fuerzas rebeldes. Vercingétorix logró unificar a un gran número de tribus (y soldados) bajo sus órdenes, una amenaza más que real para la conquista de César. En cuanto este se enteró de lo que sucedía, volvió junto a sus legiones lo antes que pudo para hacer frente a los galos unificados y tratar de evitar que la rebelión se extendiese por toda la Galia.

Vercingétorix - Enciclopedia de la Historia del Mundo
Estatua de Vercingétorix (siglo XIX).

Tras una serie de enfrentamientos entre galos y romanos, Vercingétorix tuvo que retirarse a la ciudad fortificada de Alesia. Allí, César vio la imposibilidad de tomarla al asalto, por lo que decidió tratar de obligar a los galos a rendirse. La ciudad, no obstante, era imponente, y sitiarla de forma efectiva iba a ser un trabajo complicado. César sabía que no tenía suficientes soldados para rodear la ciudad de forma uniforme, por lo que decidió construir una muralla defensiva alrededor de Alesia, una obra de magnitudes colosales. Una circunvalación de 15 kilómetros con reductos fortificados en el perímetro rodeó la ciudad, y los galos de Alesia quedaron atrapados.

Vercingétorix se dio cuenta de que no podría romper las fortificaciones solo, así que aprovechó un punto débil en las murallas de César y logró mandar mensajes al resto de la Galia pidiendo refuerzos. Ante la posible amenaza de sufrir un ataque por la espalda, César decidió construir una circunvalación de 20 kilómetros, con trincheras, fosas y demás fortificaciones en su retaguardia. Colocó su ejército entre ambas, en una especie de sándwich romano, para frenar a los galos de refuerzo. Cuando estos llegaron, les fue casi imposible coordinarse con Vercingétorix dentro de Alesia de forma efectiva, por lo que César logró mantener su posición, y el sitio continuó.

La batalla de Alesia y el futuro de Roma – Descubrir la Historia
Esquema del asedio de Alesia (52 a.C.)

Uno de los episodios más famosos de este asedio sucedió unas 6 semanas desde su comienzo. Los galos se estaban quedando sin comida, y para evitar acabar comiéndose a los civiles (que fue propuesto por uno de los jefes) decidieron expulsarles de la ciudad, con la esperanza de que César los tomase como esclavos y alimentase. César, no obstante, se negó, pues tampoco tenía comida suficiente, y mandó a los civiles de vuelta a la ciudad, cuyas puertas Vercingétorix se negó a abrir. Aproximadamente 5000-10000 civiles murieron de hambre entre las murallas de Alesia y las fortificaciones romanas.

HISTORIA CLASICA: La batalla de Alesia: El asedio
Dibujo de las fortificaciones romanas alrededor de Alesia.

El asedio continuó durante un tiempo, y los galos de un lado y otro de los romanos seguían intentando romper el sitio de César, sin éxito. Finalmente, el ejército de refuerzo galo decidió atacar una de las posiciones más débiles de las murallas romanas con la mayoría de sus hombres. El estruendo de la batalla alertó a Vercingétorix, que salió de Alesia para intentar arrollar las defensas romanas. César mandó todos los efectivos de reserva que tenía a esta zona, e incluso marchó él mismo a la batalla, con el objetivo de alentar a sus hombres. Finalmente, cuando la batalla estaba en su momento decisivo, la caballería germana de César logró salir y rodear al enemigo Galo, que fue atacado por la retaguardia y perdió su empuje, dando la victoria a los romanos.

Al día siguiente, los galos de Alesia se reunieron en un consejo de guerra, donde se decidió entablar conversaciones de paz con César. Este exigió una rendición total de los soldados y jefes galos, que abandonaron Alesia y marcharon al campamento de César, donde fueron tomados como prisioneros. Cuentan las fuentes que Vercingetórix montó su caballo más imponente y se puso la armadura más bella que poseía, rodeó el campamento de César galopando hasta colocarse frente al procónsul. Desmontó, se desvistió y se arrodilló ante su vencedor sin decir palabra alguna, tras lo cual fue tomado cautivo por los romanos, y la Galia había sido pacificada casi al completo.

La batalla de Alesia | Historia Universal
Vercongétorix se rinde ante César.

Lecturas recomendadas:

  • Julio César. La Guerra de las Galias.
  • Freeman, P. (2009). Julio César. Planeta.
  • Goldsworthy, A. (2007). César: la biografía definitiva. La Esfera de los Libros.

Venecia: el legado de Atila

Atila, rey de los hunos, es conocido como uno de los personajes más indómitos y aterradores de la Historia, siendo referido como el “azote de Dios”, aunque no suele ser relacionado como el «causante» de la fundación de Venecia, una de las ciudades más boyantes y dinámicas que haya existido.

Avaricioso e implacable, pero también ambicioso y perspicaz, Atila fue un personaje mucho más complejo y culto de lo que popularmente se cree. El rey huno sabía hablar y escribir en latín, disfrutaba de la poesía y era un hábil gobernante que compartiría inicialmente el trono huno con su hermano Bleda. Muerto este último en un accidente de caza en el 444, poniendo fin a diez años de gobierno compartido, los romanos difundirían el rumor de que Atila había sido el responsable de que Bleda desapareciera de escena, y así asumir el mando único.

Esta y otras muchas difamaciones tendrían su origen en que las campañas militares del huno animasen a que los literatos romanos construyesen una imagen leyenda-negrista alrededor de él, y sobre la que se construye nuestra percepción moderna.

Atila y sus hordas invaden Italia – Eugène Delacroix

La horda que Atila lideraba no estaba únicamente compuesta por hunos, originarios de las estepas mongolas, sino que estos eran una minoría dominante entre las partidas de otros pueblos bárbaros absorbidos, como los ostrogodos, los gépidos o los alanos. Cerca de 700.000 personas integraban la horda, de la que alrededor de 70.000 eran guerreros.

Pese a su carácter nómada, a medida que la horda se había ido aproximando a los limes romanos y a los pueblos germánicos periféricos a estos, su avance se fue ralentizando, hasta llegar a asentar una capital en Atzelburg (ubicada en la actual Hungría). Más allá de ser una rudimentaria población, que indicaba un creciente nivel de sedentarización, era a ella a donde acudían embajadas y emisarios de los césares romanos, algo impensable siglos atrás.

La fiesta de Atila – Mór Than

Los gloriosos días de Roma eran un recuerdo del pasado. En tiempos de Atila, el Imperio ya había sido escindido en dos partes, Occidente y Oriente, con un emperador y una capital en cada una de ellas. Incluso Roma, la Ciudad Eterna, había sido relegada a una urbe de segunda categoría, cuando a finales del siglo III se trasladó la capital de Occidente a Milán, para posteriormente recalar en Rávena. Por su proximidad geográfica con el dominio de Atzelburg, el Imperio romano de Oriente fue la primera víctima de la coacción de Atila.

Ya obligada Constantinopla a pagar un sustancioso tributo a los hunos desde los tiempos de su predecesor en el trono, amenazada de sufrir incursiones y saqueos en el supuesto de no cumplir, Atila impuso unas condiciones irrealizables. El consiguiente rechazo romano le brindó el pretexto para emprender la guerra en el 447.

Mapa de la división del Imperio entre Occidente y Oriente

Los campos y las poblaciones situados en su avance fueron arrasados. Constantinopla se salvó por sus murallas. La campaña huna provocaría un profundo terror entre los romanos, quienes se apresurarían a triplicar el tributo que ya entregaban.

Pese a la destrucción y al pánico provocados, la ascensión al trono oriental de un general de resuelta y firme determinación, Marciano, marcaría un cambio de actitud en las relaciones con los hunos. Debiendo enfrentar una mayor resistencia ante la amenaza de nuevos ataques, y siendo sobornado por los propios magistrados imperiales para que buscara otras tierras que explotar, Atila fijó su atención en el hermano de su reciente presa: el Imperio de Occidente.

La primera acometida cruzaría el Rin en el 451 y atravesaría la Galia en una vorágine de pillaje y devastación, siendo detenida por una coalición visigoda y romana en la batalla de los Campos Cataláunicos. Repelida la invasión, la partida huna se replegaría para lamerse las heridas, retomando el ataque un año más tarde.

En esta ocasión, se desquitaría contra la propia Italia. Penetrando desde el noreste, ningún ejército imperial haría aparición para detener su avance. Las ciudades capitulaban por temor a sufrir un duro castigo en el caso de oponer resistencia. Solo una reunió el coraje para cerrar sus puertas: Aquilea.

La invasión de los bárbaros – Ulpiano Checa

Ubicada en la costa del mar Adriático, Aquilea se había consolidado como una pujante urbe comercial, además de ser referida como “fortaleza virgen”, dado que ostentaba el hito de que ningún ejército atacante había conseguido tomarla con anterioridad. Sus defensores lograrían resistir durante tres meses y como castigo por su lucha, cuando la ciudad fue finalmente tomada, no quedó de ella piedra sobre piedra. La poca gente que consiguió escapar de la masacre se refugiaría al oeste, adentrándose en las lagunas pantanosas de la costa.

Según el relato tradicional, junto a otras personas huidas de la llanura véneta, conformarían el núcleo original de la ciudad de Venecia. Esta escaparía en el futuro la suerte de ser asolada gracias a su construcción en una ubicación a la que no se podía acceder por tierra. A su vez, dicha condición obligaría a que los venecianos debieran desarrollar una activa pericia comercial que les proveyera de los recursos primarios que carecían y, simultáneamente, dotara de una fuente de ingresos al naciente asentamiento.

Venecia – Thomaso Porcacchi

En lo que respecta a Atila, que prosiguiendo su campaña por el norte y estando Italia a su completa merced, decidió no avanzar sobre Roma. Los motivos que se discuten son varios y merecen ser abordados en otro artículo. Sea como fuere, el rey huno se retiraría. En el año 453 contraería matrimonio con una joven italiana tomada como cautiva en sus campañas, siendo encontrado muerto a la mañana siguiente del banquete nupcial.

Su breve imperio no le sobreviviría a su muerte, viéndose desintegrado en los años siguientes por las luchas internas entre sus numerosos vástagos y la secesión de los pueblos bárbaros dominados. No obstante, de manera involuntaria Atila conseguiría dejar una huella de perdurabilidad para la Historia en la ciudad de Venecia, siendo la “causa eficiente” de su fundación, que, con el paso de los siglos lograría alcanzar la independencia y consolidarse como una próspera potencia comercial en el Mediterráneo.

Schliemann: un pasado por (re)descubrir

Nuebukow hoy es un municipio en el norte de Alemania que cuenta con apenas cuatro mil habitantes. Este pequeño, casi insignificante, pueblecito vio nacer el 6 de enero de 1822 a todo un gigante de la Historia, Heinrich Schliemann, descubridor de Troya (o Ilión), Micenas y Tirinto, y padre de la arqueología moderna. 

Hijo de una humilde familia prusiana comenzó su andadura trabajando en un almacén de Fürstenberg, donde la fortuna quiso que se le cruzase un molinero ebrio -tal como cuenta en su autobiografía- que accedió a recitarle a Homero en griego a cambio de tres vasos de aguardiente. Este hecho prendió la mecha de la bomba Schliemann, que cambiaría la historia del mundo.

Retrato de Heinrich Schliemann – Escuela alemana

Para la inmensa mayoría en el siglo XIX, Ilión no era más que una leyenda inventada por Homero, tan irreal como los cíclopes, Circe o las sirenas. Tras mucho pensarlo, el joven Heinrich tomó una decisión, demostrar al mundo que se equivocaba y que Troya no era una invención mítica, sino una ciudad que existió realmente. Esta empresa requería algo de lo que el joven carecía: dinero.

Después de varias peripecias, entre ellas una lesión en los pulmones y un naufragio de un barco destino a Venezuela, quiso la vida llevarlo a Ámsterdam. Allí comenzó a aprender idiomas gracias a un método autodidacta -llegó a dominar alrededor de veinte lenguas-, lo que le abrió las puertas de San Petersburgo, donde lo envió su empresa gracias a los conocimientos que tenía de ruso. En 1852, un año antes de la Guerra de Crimea, estableció una filial en Moscú de venta de índigo, cuya producción continental se guardaba en Memel. Esta ciudad fue arrasada y reducida a cenizas durante el conflicto, y toda la producción quedó destruida. Toda menos la de una persona, Schliemann. 

Según cuenta C. W. Ceram en «Dioses, tumbas y sabios», Schliemann no dudó en afirmar que “el cielo había bendecido de modo milagroso mis empresas, de modo que a finales de 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido soñar”. Siendo el único distribuidor de índigo -y habiendo expandido su negocio a materiales de guerra- se enriqueció exponencialmente, y en 1863 comenzó a liquidar sus negocios para dedicarse únicamente a los estudios que más le ilusionaban, Homero y la lengua griega.

Solo un auténtico loco, pensaban entonces, abandonaría unos negocios que le habrían hecho de los hombres más ricos del mundo para buscar una ciudad inventada por un poeta del siglo VIII a.C. Así que, con toda la comunidad científica en contra y el libro de su admirado Homero debajo del brazo, Heinrich Schliemann y su mujer Sofía (cómo no, griega) se pusieron manos a la obra.

Schliemann de joven

El descubrimiento de Troya no fue únicamente fruto del azar y de la diosa fortuna (Tyche). Que se hallase esta ciudad responde al conocimiento perfecto que Schliemann tenía de la Ilíada, a través de la cual reconstruyó los movimientos de los héroes aqueos y teucros y el emplazamiento de la poderosa ciudad de Ilión. 

Popularmente se creía que, en caso de existir, se encontraba en Bunarbashi, pero esto no convencía al prusiano, pues la distancia con el mar era demasiado grande. Leyendo los versos de la Ilíada anduvo y desanduvo los pasos de Héctor y Aquiles. Fue entonces que sus pies lo llevaron a parar a la colina de Hissarlik. Por su distancia al mar y la vista que permitía de la llanura de Troya era el lugar indicado para encontrar la ciudad, idea que compartía Frank Calvert, vicecónsul americano en Dardanelos y propietario de la mitad de la colina.

Tras lograr la autorización desde Constantinopla, el 11 de octubre de 1871 comenzó la primera de las cuatro grandes excavaciones de la colina, y desde Europa se oían burlas y chistes de las grandes autoridades de la época sobre el loco que gastaba su dinero buscando una ciudad ficticia. No sabían hasta qué punto se equivocaban.

Excavaciones en Troya

Schliemann descubrió algo inaudito. No solo encontró una ciudad de Troya, ¡sino nueve! Primero encontró unos muros y construcciones de tiempos de Lisímaco, príncipe que gobernaba parte del Imperio de Alejandro Magno, pero tuvo que destruirlos para seguir excavando. Injustamente criticado en ocasiones por los daños y pérdidas que infligió a parte del patrimonio arqueológico e histórico de la colina, se ha de tener en cuenta el contexto en que se encuentra. Carente de métodos suficientes ni fondos regionales de la Unión Europea… ¡Bastante hizo!

Habiendo excavado 250 mil metros cúbicos, en 1873 Schliemann decidió darse un respiro. Sin embargo, antes de marchar de Hissarlik halló lo que coronaría su trabajo y acallaría todas las voces (si es que quedaba alguna) que en algún momento dudaron de él. Inspeccionando las excavaciones en compañía de su esposa, Heinrich vio algo que llamó poderosamente su atención. 

Sin dudarlo un instante saltó a la fosa con un cuchillo -con el consiguiente peligro de derrumbe que implicaba-, de la que sacó lo que durante mucho tiempo se consideró “el Tesoro de Príamo”, un ajuar de 9000 piezas en el que destaca la que se creía que era la diadema de Helena, con la que Schliemann no dudó en engalanar a su mujer. El tesoro, que posteriormente se demostró de una época distinta a la Guerra de Troya, lo sacó furtivamente hacia Atenas -lo que le valió un conflicto con el Gobierno de Constantinopla- y de ahí lo donó al gobierno prusiano. En 1945, tras la toma de Berlín, el tesoro fue expoliado por las tropas soviéticas, y hoy reside en Moscú.

Sofía con la diadema de Helena

Alcanzado el primer punto culminante de su vida, el tesoro de Príamo, entre 1874 y 1878 se lanzó a por el segundo, Micenas, tierra de Agamenón el Átrida. Allí encontró, entre otras muchas cosas, la que creyó era la máscara funeraria de este y la Puerta de los Leones. Su obra arqueológica culminó con el descubrimiento de Tirinto, cuyas murallas eran portentosa obra de los mismísimos cíclopes.

Heinrich Schliemann, aquel chico humilde de un pueblecito prusiano terminó sus días como uno de los hombres más famosos del mundo. Todo cuanto se pueda decir de él es poco. Sacrificó toda su vida y su dinero para desenterrar del olvido los cimientos de la Antigua Grecia y la ciudad de Asia Menor donde una vez los griegos y los troyanos cayeron haciendo resonar sus broncíneas armas.

Afectado de unos problemas en el oído, Schliemann tuvo que parar su actividad arqueológica durante un tiempo, pero siempre pensando qué sería lo próximo por excavar. Sin embargo, la enfermedad se le complicó más de lo esperado. Murió en Nápoles el 26 de diciembre de 1890, dejando un legado imperecedero casi comparable con las audacias de Héctor y Aquiles relatadas por Homero.

Me gustaría dedicar este artículo (que no llega a hacer justicia al gigante que fue Schliemann) a mi abuelo, el Doctor Pepe Vázquez Cano, al que le encantaba «Dioses, tumbas y sabios»; y a Jorge Castillejo Striano y Carlos Romero Díaz, que me descubrieron la figura del arqueólogo prusiano