Juana I de Castilla, reina comunera

“Que ha perdido la razón”, “de poco juicio, disparatado e imprudente”. Son algunas de las definiciones que da la Real Academia Española a la palabra “loco/a”, y todas ellas encajan a la perfección con Juana I de Castilla, “La Loca”. Encajan, por supuesto, con la Juana que la historiografía negrolegendaria ha querido modelar a su antojo. Una reina desquiciada, violenta, que incluso compartía lecho con el cadáver de su marido. Una Juana que no fue así en realidad.

El 6 de noviembre de 1479 nació en Toledo uno de los personajes más injustamente maltratados, junto con Carlos II, por los cronistas e historiadores de España y de Europa. La futura reina nació en el enfervorizado ambiente que giraba en torno al tramo final de la Reconquista. Poco se sabe del ambiente hogareño de la Corte de los Reyes Católicos, pero sí que fue una Corte culta, con inmensas bibliotecas pobladas por Virgilio, Tito Livio o Séneca, y frecuentada por grandes pintores flamencos y humanistas italianos. Juana creció, atenta y despierta a todo tipo de conocimiento, entre Michel Sittow, Juan de Flandes y Lucio Marineo Sículo, y bajo las enseñanzas de su preceptor, Alejandro Geraldino.

El año 1492 fue una explosión de éxito para España. Habían conseguido expulsar al enemigo musulmán y tres pequeñas carabelas se encaminaban a una arriesgada expedición para alcanzar las costas de Asia por el Atlántico. En ese marco de trepidante proyección exterior, los Reyes desplegaron una política internacional de tremenda ambición, buscando aliados mediante alianzas matrimoniales. En esta lotería de “sí quiero”, a la pobre Juana le tocó bailar con el más feo (o mejor dicho, con el más guapo). El 20 de agosto de 1496 salía de Laredo rumbo a los Países Bajos para desposarse con el hijo de Maximiliano I de Habsburgo, Felipe, apodado “El Hermoso”.

Felipe I y Juana I

Aterrizó el 8 de septiembre en la Corte borgoñona, llena de lujos y un complicado ceremonial palatino, pero falta de lo que Juana había ido a buscar, su futuro marido. Tan cortés como era, Felipe no se molestó siquiera en ir a recibirla, cosa que ocurrió finalmente el 12 de octubre. Desde ese momento se desató entre ambos una pasión descontrolada; lo que no impedía, posibilitado por la laxa moral borgoñona, que Felipe mantuviese relaciones extramaritales. Juana, en apenas dos años, se encontraba desplazada, abandonada y abatida, que sería la tónica del resto de su vida.

En 1498 dio a luz a su primera hija, Leonor, y dos años después trajo al mundo al que sería emperador de medio mundo -aunque eso es otra historia-. En aquellos tiempos, como escribió Manuel Fernández Álvarez “la muerte tuvo que trabajar a destajo”. El fallecimiento del príncipe Juan, su hijo, su hermana y del príncipe Miguel de Portugal (casi nada), posibilitaron que Carlos se convirtiese en el heredero de las tres Coronas Hispanas. La muerte de Miguel encendió la llama de la ambición en Felipe, que ya podía proclamarse Príncipe de Asturias.

Camino de España atravesaron Francia, donde Felipe no dudó en rendir pleitesía a Luis XII. Juana, como buena castellana e hija de sus católicos padres, se negó en rotundo a semejante humillación, un hecho que pone de relieve que estaba completamente en sus cabales. En las Cortes de Toledo de 1502 se juró al matrimonio como Príncipes de Asturias, cargo que ostentaron hasta que, el 26 de noviembre de 1504, dejó la vida en Medina del Campo la reina más grande que ha tenido Castilla. 

Juana y Felipe en la Corte

La recién heredada condición de reyes volvió a acercar a Felipe y Juana, aunque poco le duró al nuevo monarca, que llegó a encerrar a su esposa en su habitación, a lo que ella respondió con huelgas de hambre y otros escándalos.

La opinión pública castellana daba por hecho que Juana no podía gobernar. Felipe y Fernando, aunque enemistados entre sí, se esforzaron por mostrar una imagen de mujer desquiciada y fuera de sus cabales, que no solo no podía gobernar a Castilla, sino que difícilmente podía ni gobernarse a sí misma. Juana, ya para el resto de sus días y los venideros, “La Loca”, vivió en septiembre de 1506 el episodio que más contribuyó a la denostación de su persona. El día 7 del noveno mes, Felipe, al que todo le parecía propiciarle un largo reinado, salió a jugar a la pelota con uno de sus generales. Una vez hubo terminado, bebió “un vaso de agua muy fría”, que le produjo una horrible enfermedad y una rápida degeneración física, que le produjo la muerte el día 25.

Doña Juana la Loca – Francisco Pradilla (Museo del Prado)

Quedaba así viuda Juana con 26 años, a merced de todo tipo de mentiras y leyendas acerca de su locura. En primer lugar y con muy buen juicio, lo primero que hizo a la muerte del rey fue formar un triunvirato con el Condestable de Castilla, el Duque de Nájera y el Cardenal Cisneros para gobernar Castilla. Además, prohibió que se diese sepultura al cuerpo de su marido. No para abrazarlo por las noches y demás sandeces que se han repetido de forma más que habitual, sino para evitar ser desposada con Enrique VII de Inglaterra. Las leyes del momento establecían que una viuda no podía casarse hasta que su marido estuviese enterrado, por lo que la sabia Juana custodió a Felipe sabedora de que era su garantía de no tener que volver a pasar por el altar.

Sin embargo, su suerte, con marido o sin él, ya estaba echada. Nunca más volvió Juana a salir de su encarcelamiento en Tordesillas. Allí la metió su padre, y allí la mantuvo su hijo. Custodiada por los marqueses de Denia, que llegaron incluso a emplear violencia física contra ella, perdió todo contacto con el mundo exterior, con el amor; exceptuando a su hija Catalina, su único apoyo.

En 1520 estalló la revuelta de las Comunidades de Castilla, la última oportunidad de conseguir la libertad para Juana, a la que los comuneros consideraban reina de Castilla. El movimiento insurgente vio en ella al legítimo gobernante que acabaría con la Monarquía de corte flamenco instaurada por Carlos I. Sin embargo Juana, con casi 15 años de encierro a sus espaldas y vacilando ante la inmensa responsabilidad que se habría ante ella, no se animó a apoyar la revuelta, que murió en Villalar, y con ellas sus posibilidades de rescate.

Ejecución de los comuneros de Castilla – Antonio Gisbert (Palacio de las Cortes)

Como colofón a su vida, el destino le tenía reservada un último sufrimiento, quizás el mayor desde la muerte de su marido. En 1525 su hija Catalina abandonó Tordesillas para desposarse con Juan III de Portugal. Se rompía su nexo con cualquier tipo de afectividad. Juana quedaba totalmente sola, a merced de los Denia.

La soledad fue la tónica del resto de sus días. Es verdaderamente complicado tratar de ponerse en su piel. Una mujer que vivió encarcelada 50 años, en la más completa tristeza y aislamiento durante 30 de ellos; tachada de loca, habiendo perdido a su marido, a su Catalina, habiendo sido menospreciada por su padre y olvidada por su hijo.

Cómo no perder la razón, el juicio e incluso el ánimo vital en semejante situación; pasando además los últimos de sus años inmovilizada de cintura para abajo debido a una caída. Este cóctel de injusticias e infortunios, mezclado con la capacidad de comprensión psicológica propia del siglo XVI, fueron un golpe mortal a la estabilidad mental de Juana. Tan solo encontró consuelo en la compañía que le hizo sus últimos días San Francisco de Borja.

El 12 de abril de 1555, enferma y entre terribles dolores, exhaló Juana su último aliento. Era un Viernes Santo, que ponía fin a la vida de aquella desventurada cautiva en Tordesillas, que ponía por fin término a su encierro, que acababa con su Pasión particular. Al fin, era libre.

Un minuto de Carlos V

El 24 de febrero de 1500 durante una fiesta en el castillo de Gante, Juana, la hija de los Reyes Católicos, dio a luz a su primer hijo varón, Carlos. Se llamó así en honor a su bisabuelo Carlos “el Temerario”,  y se crió toda su infancia en Malinas junto con sus hermanas Leonor, Isabel y María. El 14 de marzo de 1516 Carlos se proclamó en Bruselas Rey de Castilla y Aragón, y el 19 de septiembre de 1517 llegó a España, desembarcando en Tazones (Asturias). 

Recién comenzado su reinado marchó al Sacro Imperio a reclamar el título de emperador, lo que, sumado a la crisis económica y política que vivía Castilla desde la muerte de Isabel, desató la Guerra de las Comunidades, que acabó en 1521 con la derrota comunera en Villalar. De igual forma se levantó Aragón en un movimiento social conocido como las Germanías que se enfrentó a nobles y señores.

En materia exterior, su política se centró principalmente a combatir a Francia y los otomanos en los distintos escenarios europeos. Además, se erigió como Faro de la cristiandad europea -muy por encima de los Papas de la época-. Frente a la amenaza rupturista que supuso Lutero, Carlos creó un Imperio Católico cuya unidad residía en su propia persona. 

Carlos V en la Batalla de Mühlberg – Diego Velázquez (Museo del Prado)

Llegó incluso a retar la autoridad papal en el asalto de Roma del 6 de mayo de 1527. Una tropa de alrededor de 40 mil hombres arrasó la ciudad en respuesta a la alianza del Papa con Francia y varios estados italianos contra España. El conocido como “Saco de Roma” contribuyó a la formación de la primera Leyenda Negra, que veía a los españoles como bárbaros medio judíos.

Durante su reinado se descubrieron y conquistaron numerosos territorios en las Indias, siendo especialmente conocidas las hazañas de Cortés en México y Pizarro en Perú.

El 16 de enero de 1556 renunció a las Coronas de Castilla y Aragón y se retiró al monasterio de Yuste, donde la muerte se lo llevó el 21 de septiembre de 1558. El que fue el César más grande de la historia de España murió sin lograr evitar la división religiosa de Europa y renunciando a la cruzada contra el turco, pero dejó una herencia política e histórico-cultural sin parangón en la historia del Imperio.

Un minuto del Conde-Duque de Olivares

Roma, 1587 – Toro 1645.

Hijo de Enrique de Guzmán, II conde de Olivares y embajador en la Santa Sede, y María Pimentel de Fonseca, hija del IV conde de Monterrey. 

Debería haber seguido la carrera eclesiástica, pero la muerte de sus hermanos mayores truncó su camino al quedar como único heredero de los títulos de su familia.
Se crió en Italia, y llegó a Sevilla en 1599. Dos años después, se instaló en Salamanca, donde estudió Derecho Canónico. 
Ostentó el cargo de consejero de Estado del rey Felipe III, convirtiéndose así en el III conde de Olivares en 1607. Fue ganando influencia y poder dentro de la Corte aprovechándose del declive del duque de Lerma. 

Ya con Felipe IV en el trono, fue nombrado consejero de Estado en 1622. Tres años más tarde, en vista de sus cargos como conde de Olivares, duque Sanlúcar la Mayor y duque de Medina de las Torres, se le empezó a tratar como “el Conde-Duque”.

Su principal objetivo estribaba en convertir a Felipe IV en el monarca más poderoso del planeta, para lo cual entregó al rey la “Instrucción secreta”, un informe en el que le recomendaba cómo gobernar siguiendo el ejemplo de su abuelo, Felipe II. Trató de implementar desde 1625 una “Unión de Armas”, un sistema de cuotas por el que los distintos territorios de la Monarquía debían proporcionar una cantidad fija de hombres con los que crear un ejército de cuarenta mil efectivos, que estaría disponible para defender cualquier espacio dominado por el rey

Conde-Duque de Olivares a caballo por Diego Velázquez

El desempeño español en las guerras exteriores para obtener reputación internacional ocasionaba unos costes que impedían implantar más propuestas del conde-duque. A pesar de la rendición holandesa en Breda en 1625, el error que supuso intervenir en la sucesión de Mantua por el control del norte de Italia tensó temporalmente las relaciones entre Felipe IV y su estimado valido. Aun así, Olivares pudo inaugurar el Palacio Real del Buen Retiro para ofrecer descanso al monarca, y su papel en la guerra con Francia resultó fundamental: en 1638 el conde-duque fue el artífice de la liberación de la fortaleza de Fuenterrabía, con lo que volvió a ganar el favor del rey. 

Dada la proximidad de Loeches con Madrid y la incesante crítica hacia su persona, Gaspar fue obligado a trasladarse a Toro, en Zamora, donde moriría en estado de demencia el 22 de julio de 1645. 

Pocos años más adelante, Olivares sufrió un durísimo revés. En su intento de convencer a las Cortes de Cataluña para establecer una verdadera Unión de Armas, la respuesta obtenida fue una fuerte rebelión en estos territorios a la que acompañó un golpe de Estado en Lisboa por la que el duque de Braganza se proclamó rey de Portugal

Sin olvidar su mala reputación por su ambición excesiva y consecuente contribución a la caída del imperio español, los historiadores más actuales no dejan de enmarcar al conde-duque de Olivares como un poderosísimo estadista con una interesante visión de futuro. 

Un minuto de San Ignacio de Loyola

San Ignacio de Loyola (Loyola, 1491- Roma, 1556). Fue el fundador de la compañía de Jesús, cuyos miembros son normalmente conocidos como jesuitas.

Íñigo López de Loyola nació en 1491 en el seno de una familia noble de Guipúzcoa. La vida caballeresca y de las armas vinieron antes que su vocación religiosa, siendo así la vida militar su primera vocación profesional.

En su juventud se educó en la Corte Castellana, y se pondría al servicio del virrey de Navarra, Antonio Manrique. Bajo sus órdenes participó en la defensa de Pamplona de 1521, asediada por el ejército francés.

Ignacio encabezó la defensa del Castillo de la ciudad, donde resultaría alcanzado en las piernas por una bala de cañón. Aunque sobrevivió, Ignacio quedaría cojo para el resto de sus días. No obstante, la larga y dolorosa recuperación supondría una profunda transformación en el joven militar, quien abandonaría su vida como soldado para convertirse en religioso.

En los años futuros peregrinaría a Roma y Tierra Santa, se formaría en la Universidad de París, y recorrería Flandes para recaudar fondos para el gran proyecto de su vida: la Compañía de Jesús. Los jesuitas desempeñarían un papel fundamental en el proceso de la Contrarreforma, dedicándose con ahínco a la labor misionera en Europa y América. Su finalidad, de acuerdo con su documento fundacional, reside en “la salvación y perfección de los prójimos”, buscando conseguir la “perfección evangélica”. 

Ignacio murió el 31 de julio de 1556, siendo canonizado en 1622. Sus restos descansan en la Iglesia del Gesù en Roma. 

Un minuto de Catalina de Aragón

1485-1536

Es considerada la primera embajadora de España y del mundo. En 1507 Catalina fue designada embajadora en Inglaterra por los Reyes Católicos, y dos años mas tarde contraería nupcias con Enrique VIII, convirtiéndose a su vez en reina consorte inglesa. 

Catalina fue una hábil diplomática que estableció buenas relaciones entre España e Inglaterra, aliadas por tener a Francia como enemigo común. La alianza anglo-española se fracturó a la par que el rey Enrique hizo caer a su esposa en desgracia.

Hija menor de los Reyes Católicos, Catalina recibió una educación excepcional propiciada por su madre, quien quería preparar a sus hijas para ser futuras reinas y las mejores embajadoras de España.

Fernando el Católico formalizaría el futuro casamiento de su hija con Arturo, Príncipe de Gales, a través de Enrique VII. En noviembre de 1501 se formaliza la unión. Sin embargo, nunca se llegó a consumar, pues la frágil salud del Príncipe le hizo fallecer al poco tiempo. Esto la dejó en la posición de Viuda de Gales, y al no haber dado un heredero, en una situación difícil.

La muerte de Catalina de Aragón

Sin embargo, Fernando el Católico necesitaba una alianza frente a Francia, por lo que la comprometió con el hijo menor (de 11 años de edad en ese momento) de los Reyes ingleses (el futuro Enrique VIII).

Muerto Enrique VII, se desposó con su hijo, y ambos fueron coronados Reyes de Inglaterra. Al inicio de su matrimonio fueron muy felices, dándole incluso un heredero varón, quien desgraciadamente murió antes de los dos meses. Pese a ello, Catalina fue la mejor y más cercana consejera del Rey.

Gracias a su parentesco con Carlos V y su cercanía con Enrique VIII, en 1520 llevó a cabo una entrevista íntima y privada con ambos, negociándose entonces una alianza más estrecha entre ambas Coronas; prometiendo a Carlos con María Tudor, su hija de entonces 4 años.

Dos años más tarde y a través del Tratado de Windsor se afianzaba tal promesa, debiendo esperar 6 años para las nupcias. Sin embargo, Carlos V se casó con Isabel de Portugal en 1526, y las desgracias comenzaron a ir en cascada para Catalina.

Debido a su diferencia de edad (6 años, además de la reciente costumbre del rey de fijarse en doncellas más jóvenes, entre ellas, Ana Bolena), la pérdida de su primer hijo, los augurios de no tener más hijos, y que su matrimonio era contrario a las leyes divinas (no desposarás a la viuda de tu hermano), le hicieron pedir la nulidad.

Fue una tediosa y larga batalla, donde Catalina encontró el apoyo de su sobrino Carlos V y otras personalidades importantes, además de abogar por una religión más pura. Además, era consciente de su popularidad entre el pueblo inglés.

El Papa finalmente sentenció a favor de Catalina, y Enrique VIII decidió entonces arrebatar del Parlamento inglés el Acta de Supremacía de la Corona: así nacía la Iglesia Anglicana. Supuso el nacionalismo triunfante incluso en lo religioso, el dominio de la arbitrariedad cuya exigencia de obediencia absoluta le habilitó a guillotinar a quienes eran contrarios al Rey

Catalina murió a los cincuenta años, recluida y fuertemente vigilada en el castillo de Kimbolton, despojada del tratamiento regio que merecía, pero sin perder jamás el valor y firmeza con que defendía sus derechos y los de su hija, además de siempre apostar por una Inglaterra libre

Un minuto de Gonzalo Fernández de Córdoba «El Gran Capitán»

Nacido en Córdoba en 1453, era hijo de una familia de la alta aristocracia castellana. Destacó por ser un excelso militar, estadista, diplomático, alcalde, caballero renacentista, almirante, capitán general, virrey de Nápoles y, sobre todo, por ser el precursor de los futuros Tercios.

Entró en la Corte a formar parte del séquito de Isabel I tras la prematura muerte de su hermano. Comenzó su formación militar observando de cerca las escaramuzas en la frontera con el Reino Nazarí de Granada mientras era alcalde de Santaella. Fue este hecho lo que despertó en él una voluntad de emprender su carrera al servicio del Estado.

En 1476 entró a formar parte de la Corte los Reyes Católicos, pensando que su parentesco con Fernando le sería de ayuda. Así fue, pues aprendió las obligaciones del nuevo cortesano y se le instruyó en administración y servicio público.

A su paso por Italia, bajo el mandato de defender las fronteras del Reino de Nápoles, llevó a cabo tres reformas: Ideó las «coronelias» que propiciaron la profesionalización del ejército para poder hacer frente a los ejércitos europeos; entendió la guerra como un trabajo en equipo con roles diferenciados e importantes; e ideó una nueva forma de organizar la caballería.

A la par que crecía su leyenda militar, así lo hacían también sus reclamos. De esta forma, el Papa Alejandro VI lo llamó para hacer frente a sus enemigos. Tras esta hazaña, sus tropas comenzaron a llamarle por el sobrenombre por el cual hoy es conocido. Por ello, el Rey de Nápoles le concedió los títulos de duque de Monte Santangelo y Terranova, con todos sus beneficios, y fue nombrado Virrey de Nápoles, para evitar enfrentamientos.

Su carrera le granjeó enemigos, entre ellos los Reyes Católicos (relatado en la obra de Lope de Vega «Las cuentas del Gran Capitán») que lo alejó de Nápoles. Su mala relación con Fernando el Católico no paró de crecer, hasta que una nueva coalición instada por el Papado, Venecia y España, lo requirieron al frente de la ofensiva frente al Rey francés (debido a la muerte del último nunca llegó a existir tal contienda). 

Su vida destaca por su genio militar, su gran capacidad analítica y diplomática, y su contribución al ejército español (a día de hoy, el Tercio de la Legión Española afincado en Melilla, lleva su nombre). 

Murió en 1515 en Granada, y se le permitió adquirir definitivamente el Título de Gran Capitán, así como la posibilidad de ser sepultado en el Monasterio de los Jerónimos (Granada). 

La Conquista de México a través del Arte

Más de 500 años después, hubo que esperar a Augusto Ferrer-Dalmau para poder contemplar escenas relativas a la Conquista de México. En ninguna de las salas del Museo del Prado cuelga la decisiva batalla de Otumba en un lienzo de tres por tres, ni acompaña el retrato del conocidísimo Hernán Cortés a los de los más importantes gentilhombres de cualquiera de los museos de arte de España. Resulta prácticamente imposible nombrar una sola imagen relativa a la Conquista. Ha sido necesario esperar a la obra del pintor historicista catalán para ver a Cortés entrando en Tenochtitlán. Pero, ¿a qué se debe?

Los pintores de los siglos XVI y XVII pusieron sus pinceles al servicio de la maquinaria propagandística de los catoliquísimos monarcas de la Casa Austria, pues no solo el arte radicaba en el mero placer estético de contemplar una obra. Tiziano retrató al magno César Carlos a caballo en Mühlberg como vencedor sobre la rebelión protestante de Esmalcalda; testigo que recogió Velázquez en el retrato de grupo en el que Spínola recibe las llaves de la ciudad de Breda. El arte supuso un auténtico arma, a veces incluso más efectiva que el arcabuz o la pica. Se trataba de reclamar el dominio sobre ciertos territorios en disputa, que en el caso de España se centraron principalmente contra el protestante flamenco, el francés o el turco. 

Carlos V en la batalla de Mühlberg – Tiziano (Museo del Prado)
La rendición de Breda – Velázquez (Museo del Prado)

No obstante, ninguno de los reyes españoles legitimó óleo sobre lienzo su dominio sobre México u otros territorios hispanoamericanos. Por mucho que a día de hoy los acérrimos defensores del indigenismo, siempre dispuestos a sacar a la luz un nuevo y trágico episodio del genocidio de indios americanos, cuestionen la licitud de la conquista del continente americano, en el siglo XVI no había ninguna duda respecto de la misma -ni a un lado del Atlántico ni al otro-.

La Conquista de México no entró en el programa iconográfico de ninguno de los monarcas españoles ni, más allá de algún caso aislado, de las grandes fortunas privadas como la Casa Alba o los Duques del Infantado. En las colecciones reales no hay nada de Cortés, Tenochtitlán ni Otumba, debido a que América suponía una posesión legítima otorgada por bula papal sobre la que no era necesaria ningún tipo de propaganda. Cempoala y Tlaxcala eran tan España como Burgos o Valladolid, y nadie lo ponía en duda.

Este patrón de completo vacío artístico en lo referente a la Conquista de México perdurará hasta el siglo XIX. Sin embargo, en México sí se encontrarán ciertas representaciones relativas a la conquista de mano de la población indígena. ¿Para denunciar los terribles tratos de los malvados conquistadores, pensará el ávido lector negrolegendario? Ni mucho menos. Ciertos pueblos como Texcoco o Tlaxcala acudieron a la pintura reivindicando su papel protagonista y determinante en la conquista y evangelización del virreinato. El ejemplo más notable es el Lienzo de Tlaxcala, 86 cuadros que muestran los pasajes de la conquista en los que intervinieron los tlaxcaltecas, con un objetivo de autocelebración y reconocimiento como vencedores del Imperio Mexicas y aliados castellanos de primer orden.

De igual forma, durante la administración virreinal borbónica, Texcoco acudió a la representación pictórica del bautismo del rey de Texcoco por Fray Bartolomé de Olmedo como forma de reivindicar su autonomía. Se trataba de una forma de luchar contra el gusto tan borbónico de convertir los virreinatos en colonias, mediante la exaltación del papel de los tlatoanis (reyes-guerreros) texcocanos durante la conquista de México y su apoyo a los castellanos -incluyendo la figura de Bartolomé de Olmedo, una de las figuras más apreciadas por los indios durante la conquista-.

Reproducción de una escena del lienzo de Tlaxcala

Conforme avanzó el siglo XVI, Nueva España deja a un lado el binomio español-indio para dar paso a una realidad única en la historia hasta entonces, la de la urbanización, emigración y mestizaje. Nueva España es, por tanto, partícipe y protagonista principal de los éxitos y fracasos de la Monarquía Hispánica. 

Con el surgimiento de los Estados-nación decimonónicos se dio un nuevo impulso al empleo del arte como elemento propagandístico y como herramienta para construir la historia oficial de un país, financiada y promovida por los Estados. Cobró importancia central, no ya solo lo que se contaba (los episodios escogidos no eran ni mucho menos aleatorios), sino la forma en que las imágenes eran dotadas de sentido.

A partir de la Independencia de México (1821), el relato de la Conquista estará sobrerrepresentado en la historia oficial mexicana, mientras que en España se continuó sin dar importancia alguna -muy en la línea de la incapacidad para dar una respuesta a la Leyenda Negra que ha acusado a lo largo de la historia-. Se produjo verdadero arte nacional mexicano, en el que la sangre, la muerte y la destrucción eran un denominador común y, el villano, el monstruoso conquistador enfermo por la fiebre del oro. Así, Leandro Izaguirre retrató a un indefenso Cuauhtémoc torturado por los impasibles españoles, mostrando la tónica de lo que había sido la conquista, una cacería y aniquilación sistemática de mexicas.

El suplicio de Cuauhtémoc – Leandro Izaguirre (Museo Nacional de Arte de México)

El mayor éxito del proceso nacionalizador mexicano fue hacer creer que todo el México prehispánico fue azteca-mexica. Así, lograron asimilar la caída del Imperio Mexica (suceso ocurrido gracias a innumerables pueblos autóctonos que vieron en los españoles un medio para librarse del yugo azteca) con la conquista de un país entero al modo de los siglos XIX y XX. Este anacronismo y delirio histórico ayudó a construir una identidad nacional en su sentido más negativo, en base a la creencia en un genocidio mexicano y un reaccionarismo anti-español, que ha calado tan notablemente en la opinión pública actual -valgan como ejemplo las palabras del actual Presidente López Obrador-.

De esta forma, se instrumentalizó la figura del indio para los fines partidistas del liberalismo mexicano que abogó por la distinción y ruptura radical entre México y España, convirtiendo al indígena en un mero utensilio. De forma más acusada, los muralistas del siglo XX, como Diego Rivera, hicieron irrumpir en la historia a la masa como protagonista de la historia. Ya no se trataba, como en el caso de Izaguirre, de una gloriosa figura que aguanta estoicamente su destino, sino la concurrencia de personajes indeterminados cuyo sufrimiento se pone al servicio del verdadero sujeto central, la nación.

Por otro lado, se condenó al más atronador silencio y ostracismo a las representaciones pictóricas discordantes, como es el caso del Tzompantli de Adrián Unzueta, en el que se representa el icónico espacio donde los aztecas clavaban las cabezas de los cautivos sacrificados. Cualquier relato de la nación mexicana como heredera de la española, y no como enemiga, fue combatido, suponiendo así la llegada hasta nuestros días de una opinión pública distorsionada y fanatizada.

El Tzompantli – Adrián Unzueta (Museo Nacional de Historia de México)

En conclusión, la Conquista de México se convirtió en un episodio clave para construir su identidad, mientras que para España fue tan solo una más de sus provincias, en la que vivían súbditos jurídicamente iguales a los de la Península. La forma en que se optó por tratar la Conquista en el siglo XIX se tradujo en un verdadero drama tanto para México como para España. Lo que debía haber sido motivo de orgullo por los éxitos cosechados y de aprendizaje por los errores cometidos se convirtió en la ruptura y desunión de la hispanidad y en un complejo de inferioridad o vergüenza sobre el pasado, que obliga a pedir perdón (aunque no se sabe muy bien a quién) y que vierte en el triunfo de terceros interesados. 

Más de 200 años después, ni España ni los distintos territorios de Hispanoamérica son conscientes de la importancia del elemento que supone la Hispanidad. Una identidad y una forma de ser, fruto de un proceso único en la Historia, en la que reside la esperanza de resurgimiento cultural y social en medio de la tormenta posmoderna.

Bibliografía recomendada:

Pérez Vejo, T., Salafranca Vázquez, A. (2021). La Conquista de la Identidad. Madrid: Turner Publicaciones S.L.

La locura del rey Felipe V

Corría el año 1700 cuando Carlos II, último Rey español de la Casa Austria, abandonó el mundo con una frase que bien podría ser un resumen de su vida: “me duele todo”. Aproximadamente a 1000 kilómetros de allí, en Versalles, el Rey Sol comenzó a organizar la marcha de su nieto Felipe de Anjou para ocupar el trono español.

Sin tener ni el más remoto conocimiento de la lengua, costumbres o historia del país, Felipe fue enviado a la Península, en la que posteriormente tendría que librar una Guerra de Sucesión contra Carlos de Habsburgo, y donde fue recibido con auténtico fervor, especialmente por las gentes de la capital. Lo que no sabían los madrileños que lo acogieron con tanta pompa y fiesta, es que se trataba de un tímido muchacho que no quería tomar parte en las decisiones del Consejo Real, al cual se limitaba a llegar tarde y a esconderse tras las cortinas de Palacio.

Felipe V – Jean Ranc (Museo del Prado)

El reinado del primer Borbón español no se comprende sin la intervención de dos mujeres fuertes, inteligentes y decididas: María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio, su primera y segunda esposa, respectivamente. Mientras ellas tomaban las riendas del Gobierno del país, Felipe se sumía en un abatimiento melancólico, del que solo le sacaba el sexo, la caza, los toros y la guerra -en la que pasaba de ser Felipe “el melancólico” a Felipe “el animoso”-.

Contrajo nupcias con María Luisa cuando esta no contaba más que 13 primaveras. A la boda siguieron casi dos meses de luna de miel desenfrenada, tras la que aparecieron los primeros episodios de trastorno bipolar o esquizofrénico y de hipomanía, a los que los doctores de la época dieron el nombre de “vapores”. Estos vapores, consecuencia de las taras genéticas procedentes de los continuos matrimonios entre parientes, han dejado anécdotas para la historia de lo más curiosas y divertidas, si bien a los españoles de la época no les debió hacer ninguna gracia tener semejante Rey.

Los primeros vapores le hicieron creer que moría, razón por la que se quedaba largas horas tumbado en sus aposentos sin dar señales de vida. También desarrolló una enemistad con el mismísimo Sol, culpando al astro de golpearlo y herir sus órganos internos; y organizó un grupo de monjas para que vigilaran sus ropas y las cosieran con sus propias manos, pues afirmaba que desprendían una luz mágica, y temía que fuese una manifestación del demonio. 

María Luisa Gabriela de Saboya – Jacinto Meléndez (Museo Cerralbo)

Al fallecer María Luisa, Felipe cayó en una profunda tristeza. No obstante, antes de que fuese a más, se le buscó rápidamente una nueva mujer, Isabel de Farnesio. La italiana se hizo cargo del país con mano firme, contrarrestando la demencia del Monarca, que a partir del conflicto por la toma de Sicilia  y Cerdeña comenzó a descuidar su higiene y tener tendencias suicidas. 

A principios de 1724 se le juntó la locura con la crisis de los cuarenta, por lo que decidió retirarse para preparar su muerte y expiar sus pecados (cosa que hacía, entre otras cosas, flagelándose a diario), y abdicó en su hijo Luis I, “el breve”. Apenas siete meses después, la prematura muerte de Luis hizo que Felipe V tuviese que poner fin a su jubilación, principalmente debido al interés de su esposa en volver a ejercer como gobernante.

Durante esta segunda etapa, marcada por su amor-odio a Francia y su continuo deseo de volver a abdicar, comenzó a negarse a ver a sus ministros y emisarios, y, en caso de hacerlo, no pronunciaba palabra alguna. Cambió de horario, durmiendo de día, cenando a las cinco y organizando los Consejos Reales y recepciones de madrugada. Estos nuevos brotes de locura llevaron a un sinfín de discusiones con su mujer, a la que golpeaba y hería durante las mismas; algo que no hacía solo con ella, pues cualquier persona de la Corte tenía papeletas de llevarse un golpe Real en cualquier momento. Aun así, Isabel se mantuvo firme, y llevó a cabo el papel de Rey y Reina

Isabel de Farnesio – Louis-Michel Van Loo (Museo del Prado)

No contento con su afición por hacerse el muerto y fingir ser un fantasma, decidió pasarse al reino animal y comenzar a sentirse un sapo, actuando como tal. El Rey Rana, lejos de lo que correspondería a un anfibio, decidió alejarse del agua y no ducharse. Dejó de cambiarse de ropa por miedo a que lo envenenaran con toxinas en los tejidos, y en caso de hacerlo, los ropajes tenían que haber sido empleados previamente por su mujer (si tenía que caer alguien, no iba a ser él). 

En 1729, se decidió que sería bueno trasladar al Rey a Sevilla, una ciudad caída en la intrascendencia en los últimos tiempos. Si querían trascendencia, ahí tenían dos tazas. El Rey y su corte arrasaron la Hacienda de la ciudad andaluza a base de recepciones, fiestas y demás pasatiempos. El Monarca mostró una mejoría con el cambio de aires, pero volvió a las andadas de vagar por el palacio con la lengua fuera haciendo que era un fantasma. Y lo de las andadas es un decir, pues dejó de cortarse las uñas de los pies, hasta que le fue difícil y doloroso caminar. Pasaba la mayoría del tiempo pescando, y no en el Guadalquivir, sino en un cubo de agua rebosante de peces.

Este cambio de aires tocó a su fin y la Corte, de un día para otro, volvió a la capital (gran alivio para los sevillanos). Con “el melancólico” sumido en su mundo paralelo -si bien sus locuras habían remitido un poco-, Isabel de Farnesio fue capaz de mantener el país a flote, junto con figuras como José Patiño, y gracias en parte a la estructura heredada del reinado de Carlos II, que en contra de lo que se cree, fue un rey capaz que se supo rodear muy bien.

En 1737 apareció en la vida del Monarca el castrati Farinelli. Junto con sus ya mencionadas aficiones, le sirvió de refugio a sus vapores. Felipe V pedía a Farinelli que cantase durante largas horas en sus aposentos, veladas tras las cuales el Rey gustaba de pegar berridos en pésimos intentos de imitarlo.

La familia de Felipe V – Louis-Michel Van Loo (Museo del Prado)

El reinado de Felipe de Anjou, completamente marcado por la locura, de la que solo escapaba con sexo, caza, melodías de castrati y aún más sexo, tuvo sus luces y sus sombras. La supresión de los fueros de la Corona de Aragón, la guerra con la Gran Alianza Antiborbónica, los Pactos de Familia con Francia o la creación del Consejo de Castilla como Consejo único, son algunas de las reformas más reseñables de este período, y que marcaron un antes y un después en la historia de España.

Tras décadas de locuras, extravagancias y paseos fantasmales, el día 9 de julio de 1746, el Monarca murió con menor estridencia de lo que cabía esperar. Sin previo aviso, Felipe V se desplomó sobre su cama, probablemente debido a un ictus, poniendo fin a una vida y un reinado que, en ciertos aspectos, salió rana.

Lectura recomendada

Los Borbones y sus locuras – César Cervera Moreno

Velázquez: el arte de pintar un bufón

El arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas. Todos y cada uno de sus lienzos nos entregan un mensaje vital y una capacidad de expresión única en el mundo, y dejan ver la increíble capacidad de evolución continua que tenía el sevillano. Desarrolló a lo largo de su carrera un talento compositivo que lo encumbró en el Olimpo de los pintores, destacándose como un retratista único que nos legó obras magníficas, ensalzadoras de los gentilhombres de la Corte. Estos retratos majestuosos dejaban patente una elegancia y una posición social superior a la del propio espectador, convencionalismo al que Velázquez hubo de adaptar sus creaciones.

No obstante, Velázquez fue un hombre inquieto, activo, siempre deseoso de ir plus ultra en sus posibilidades creativas y su aprendizaje; y fue en Palacio donde encontró a los compañeros de viaje perfectos para su propósito . Los bufones.

El Bufón llamado Don Juan de Austria – Diego Velázquez
El Bufón Barbarroja – Diego Velázquez

Durante los siglos XVI y XVII fue común que estos “locos” -que comprendían desde enanos y bufones a simplones inocentes- formasen parte de las Cortes europeas, y la del Rey Planeta no iba a ser menos. Estos personajillos, fuente inagotable de risa y entretenimiento, subvertían los códigos de conducta e incluso llegaban a faltar al respeto a la autoridad, una cercanía que les logró un estatus privilegiado dentro del complejo engranaje que era la vida palacial.

Antes de Velázquez otros ya retrataron a estos personajes, como Antonio Moro o Sánchez Coello, todos con una iconografía similar. Representados individualmente imitaban los retratos convencionales nobiliarios de forma irónica, mientras que si eran retratados junto a sus señores era una muestra de benevolencia y de superioridad física, moral e intelectual de los mismos.

Lo normal habría sido que Velázquez siguiese esta línea de representación y mostrase a los bufones como un “objeto”, un complemento a la magnanimidad del noble de turno, carente de alma. Eso habría hecho cualquiera, pero Velázquez no era cualquiera.

La infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz – Alonso Sánchez Coello
Doña Juana de Mendoza con un enano – Alonso Sánchez Coello

Campo de experimentación y superación, la serie de retratos de los bufones es uno de los ejemplos más claros de la relación entre modelo y retratista, y la acción plástica que realiza frente a ellos. Dota de nobleza y dignidad, no ya a los modelos, sino a sí mismo, al propio arte de la pintura.

Los retratos de bufones desafían y rompen las expectativas del espectador. El pintor sevillano no reduce su humanidad, sino que hace una caracterización empática, se centra en lo que les hace personas y nos hace más sensibles a su existencia, permitiéndonos encariñarnos de Francisco Lezcano o sentir empatía -casi pena- del melancólico Sebastián de Morra, enano de expresión severa cuyo rostro casi nobilístico no concuerda con su anatomía física. Muestra una personificación singular, no genérica, otorgando a cada bufón sus cualidades personales y una fuerte carga psicológica.

El Bufón el Primo – Diego Velázquez

Velázquez hace gala del humor que caracterizó su vida y pinta unos seres desventurados que se meten en nuestra intimidad, que se burlan del espectador, que casi espera que uno de los borrachos que acompañan el Triunfo de Baco le ofrezca una copa de vino o que el Bufón Calabacillas, ese truhán con una mirada tan sonriente como carente de juicio, le suelte un improperio acompañado de una risita nerviosa.

El Triunfo de Baco – Diego Velázquez
El Bufón Calabacillas – Diego Velázquez

Siguiendo la tesis (bastante interesante) de la Doctora Georgievska-Shine, Velázquez realiza un juego de símiles y contrastes, mostrando a los bufones como contrarios improbables de sus homónimos reales. De esta manera, los bufones llamados Juan de Austria y Barbarroja son la “parodia” de los personajes históricos; Marte, ataviado con el mostacho típico de los Tercios de Flandes, es una figura melancólica y pensativa que nada tiene que ver con el aguerrido dios romano de la guerra; y Demócrito más que un filósofo es un personaje de aire chistoso que nos señala sonriente y picaresco el globo terráqueo como si de un objeto de disparate o locura se tratase.

Más allá de la iconografía y la razón de ser de esta particular tipología de retrato, Velázquez hace lo que mejor sabía hacer, pintar. Probablemente uno de los mejores cuadros de esta serie es “Pablo de Valladolid”. Con una limitadísima gama cromática, el sevillano hace un retrato de cuerpo entero que se vale tan solo de su expresión y el gesto de sus manos. Produce una sensación de espacio sin ningún tipo de referencia u objeto (¡ni tan siquiera la línea del suelo!), creando en el lienzo una atmósfera en la que el espectador casi puede meterse, respirar su aire, y deleitarse con el chiste del bufón que seguro provocaría las risas de todo el Alcázar.

Pablo de Valladolid – Diego Velázquez

Este es tan solo un episodio más de lo que fue el fenómeno Velázquez, uno de esos prodigios que aparecen una vez cada mil años, y que hacen mejor y más llena la vida de quienes tienen el privilegio de conocerlos en vida y de los que tienen la suerte de contemplar su obra siglos después.

El hispalense plasmó al óleo pequeños instantes de la vida de extraños anónimos, que hoy cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y que nos abre la posibilidad de contemplarlos y entrar en diálogo con ellos. Casi como si estuviesen vivos hoy, porque el arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas.

Maquiavelo, Fernando, España

Todo país grande tiene a sus grandes hombres como referentes, pero también en esto nuestra España contemporánea es una excepción. No será porque no los tiene, y muchos. Y entre ellos la figura de Fernando el Católico no es de las menores. Y como muchas veces pasa, es más reconocida en el exterior que en el interior de un país: ya desde el comienzo, con las referencias abundantes que Maquiavelo hace al español en El Príncipe muestran la altura del personaje.

En la obra maquiaveliana Fernando aparece, ni más ni menos, que como ejemplo de grandeza, en un tono que muestra admiración por un lado y cierta envidia por otro. La admiración deriva de que a los ojos de Maquiavelo Fernando de Aragón es el ejemplo de gran gobernante: ha unificado un país, está presente en Italia y se atreve con el norte de África. La envidia deriva de la constatación de la situación de la política italiana, fragmentada entre ciudades y repúblicas enfrentadas y en una permanente situación de inestabilidad y debilidad. Éste es un hecho que al español contemporáneo parece sorprendente: la condición española de gran potencia y de referente en toda Europa.

Fernando el Católico – Bernardino Montañés y Pérez
Nicolás Maquiavelo – Santi di Tito

Ante los problemas políticos que Maquiavelo observaba de cerca, admira de Fernando la capacidad de encontrar solución a cada reto político, a cada laberinto diplomático de su tiempo. Aragón está presente en todos los sitios alrededor de Maquiavelo y el rey aragonés, rey de Sicilia antes que de Castilla, aparece como conquistador imparable. Pero Fernando no es el heredero de un gran imperio o una gran potencia. Lo interesante es que logra llegar a ser el referente maquiaveliano partiendo de una posición inicial muy comprometida en Castilla y Aragón, de equilibrios imposibles en el Mediterráneo. Partiendo de cero, Fernando maximiza la fuerza, utiliza la astucia, se muestra hábil en la diplomacia y en la milicia. Aunque, eso sí, Maquiavelo a veces ve a Fernando más imprudente de lo necesario y demasiado pendiente de la gloria para ser un príncipe ideal. 

Maquiavelo tradicionalmente distingue entre el zorro y el león para diferenciar el estilo de cada príncipe: el que gobierna con la astucia y el que gobierna con la fuerza. Aquí no cabe duda de que Fernando es un buen ejemplo del primero: inteligente, astuto y calculador, aunque no le tiemble el pulso para usar la fuerza cuando es debido.

Detalle de La rendición de Granada – Francisco Pradilla Ortiz

Bien es cierto que para un rey Católico los halagos de Maquiavelo no parecen el mejor aval: poner la moral y la religión al servicio de la política, y no al revés, caracterizan el intento maquiaveliano, tan certero en otros temas. Pero aquí entra en juego la otra parte del dibujo: si Fernando puede pasar ante Maquiavelo como el político hábil y capaz, es porque ese aspecto del carácter del Rey de Aragón está a su vez cubierto por el carácter de Isabel: sobria, religiosa, de profundas convicciones morales. Si no es por ella y su sentido del deber, Fernando jamás hubiese sido el conquistador del que Maquiavelo habla con admiración y cierta envidia.

Me atrevería a afirmar que la relación complementaria entre Isabel y Fernando es única en Europa: como también lo es la relación entre Castilla y Aragón. La convergencia de los dos reinos, la renuncia aragonesa y la generosidad castellana generan una nueva nación, que en lo sucesivo será una aventura española universal. Es a través de todo ello como el carácter de Fernando puede dar lo máximo de sí mismo, despertar envidia y admiración en Europa.  Su grandeza no es la suya, sino la del proyecto en el que participa. 

Óscar Elía Mañu