El Greco, o cómo hacer que se tambaleen los cimientos del Arte

En 1541 nacía en Candía (Creta) un meteoro, que se arraigó en España y provocó una explosión de genialidad precursora, haciendo tambalearse los cimientos del panorama artístico Europeo. 

Bautizado como Doménikos Theotokópoulos, recibió una formación bizantina, recogiendo influencias de los iconos en tablas y mosaicos. En 1567 se trasladó a Venecia, ya consolidado como “sgúrafos” (maestro que trabaja por cuenta propia), donde trabajó en el taller de Tiziano. En la ciudad recibió influencia de los dos grandes artistas del momento, Tiziano y Tintoretto. Trató de aprender sometiendo el espacio a las leyes de la perspectiva -empleando decorados con columnatas, palacios porticados y arcos del triunfo-, trabajando al óleo sobre lienzos muy toscos con una imprimación en ocre, en donde la elección de la luz y los colores tendrá una importancia decisiva.

En 1570 llegó a Roma, donde estudió principalmente a Miguel Ángel. Asimiló las formas del gran maestro Buonarotti y las adaptó a sus lienzos, consiguiendo mezclar lo monumental de las figuras del italiano con el naturalismo tan peculiar de su pincel. Sin embargo, la aventura romana de Doménikos duró poco. Como afirma Lafuente Ferrari, “el ambiente romano no era propicio al arte libre y expresivo de este extraño artista genial”. En la ciudad eterna aún pervivía una admiración casi religiosa por Miguel Ángel, y que el pintor de Creta criticase y se ofreciese a repintar la escena de El Juicio Final de la Capilla Sixtina (lo cual hizo sin maldad ninguna) le valió el enfado de los círculos artísticos romanos. 

Detalle del Juicio Final de la Capilla Sixtina – Miguel Ángel

Fue entonces cuando Theotokópoulos fijó sus ojos en España, atraído por las empresas artísticas de El Escorial, y fue a parar a Toledo en el año 1576. A finales del Siglo XVI Toledo era una ciudad exuberante de riqueza y cultura. Contaba con gremios, una universidad con abundantes cátedras, grandes construcciones… Y esto al pintor griego le vino como anillo al dedo. El desde entonces apodado como “Greco” (pues los toledanos consideraron que era mejor el apodo que tener que pronunciar su impronunciable nombre cretense) pudo desarrollar en Toledo una evolución artística que no podría haberse desarrollado en ningún otro país o ciudad del mundo.

Pintó sus primeras obras españolas entre 1576 y 1579, como El Expolio, donde inaugura una nueva modalidad artística donde concibe el espacio con una peculiar densidad de las figuras y una composición vertical sin paisaje ni espacios vacíos -lo que acrecienta la sensación de angustia-.

Trató de ir a probar suerte con Felipe II, quien le encargó en 1589 el Martirio de San Mauricio y la legión tebana. El Greco realizó un espectacular lienzo con una composición en distintas escenas y unos colores fríos (tan venecianos como el azul o el verde), realmente alejado del academicismo pictórico de entonces. Cuando Felipe vio el resultado no hizo otra cosa que horrorizarse, y decidió no encargar más obras al pintor.

El Martirio de San Mauricio – El Greco (Monasterio de El Escorial)

El Greco, a pesar de no contar con los favores de la Corte, sí que lo hizo con los de la devota ciudad de Toledo. Y para allá que se fue. No volvió a salir más de la ciudad, donde abrió un activo taller y desarrolló la etapa final de su pintura que hoy en día tanto le caracteriza. El de Creta ejemplifica la capacidad integradora de la sociedad española de finales del Siglo XVI, que acogió a lo que por entonces bien podía asociarse con un alienígena que había llegado paleta y pincel en mano. 

Intelectualizó su visión despojándose de todo naturalismo y empleando la luz de forma antinatural y arbitraria, que se derivaba de lo que cada forma y expresión exigían. Sus alargadas figuras no poseían densidad ni gravedad, flotaban entre cúmulos de nubes e inciertos paisajes, y estaban hechas de colores vibrantes y formas desdibujadas (que tan bien queda reflejado en las manos de sus personajes, afiladas como cuchillos). El movimiento parece proceder del interior de los personajes, creados mediante una pincelada suelta y descompuesta.

Fue uno de los mejores retratistas de la Historia. Sus retratos serios y austeros marcaron un antes y un después en la forma de concebir esta disciplina, y establecieron la pauta a seguir por los Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán o Ribera que vendrían en años posteriores.

A pesar de haber abierto un taller, no pudo tener imitadores ni crear escuela, ni siquiera su hijo consiguió emular fielmente su estilo, que fue uno de los más personalísimos de la Historia del Arte. El Greco, como Cervantes, están a caballo entre el Renacimiento y el Barroco. No son ni lo uno ni lo otro. Cervantes desdibuja con su pluma a su extraño Quijote, tan extravagante y casi místico, que bien podría formar parte de uno de los lienzos del Greco.

El entierro del Conde Orgaz – El Greco (Iglesia de Santo Tomé)

El Greco gozó de gran fama en vida, pero cayó en el olvido de la historia en los años posteriores a su muerte. Sin embargo, la Generación del 98 favoreció la recuperación del que fue uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, provocando un gigantesco tsunami de fama que duró todo el Siglo XX -de hecho se le dedicó una exposición en el Museo del Prado por primera vez en 1902-.

El Expolio, El entierro del Conde Orgaz, La fábula, La Trinidad, El caballero de la mano en el pecho… Todos ellos y muchos más son el magnífico legado que la experta mano de El Greco dejó a la Historia del Arte. En ocasiones menos valorado de lo que debería, Doménikos Theotokópoulos destrozó todos los convencionalismos artísticos de su época e innovó en el género de la pintura de una forma que nadie había conseguido ni, probablemente, conseguiría jamás. Un pintor que fue cretense de cuna, pero que las circunstancias de su vida y su largo peregrinaje por el Mediterráneo, hicieron de El Greco el más toledano de todos.

Galdós, Hermes de Trafalgar

Bien es sabido que la historia española del siglo XIX no se entendería de no ser por los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. A lo sumo se entendería de otra manera; pero nunca con tanta riqueza ni con la misma objetividad. La narración del memorable novelista nos cuenta cosas que un manual de Historia nunca podrá.

A través de las cinco series que conforman el grueso de esta colección, que cuenta con un total de 46 novelas, el autor canario narra mediante el formato novelesco los aspectos sociales y políticos que determinaron el rumbo de nuestro país. Algunos de los hechos históricos que se exponen fueron vividos por el propio Galdós, mientras que otros surgen de las historias de juventud de su padre, militar, y toman forma gracias a una admirable labor de investigación por parte del novelista. La primera serie está protagonizada por uno de los personajes más entrañables de la literatura española, Gabriel de Araceli, y en ella se produce un acercamiento a las intrigas palaciegas y a sus consecuentes hechos militares. 

¿Sólo militares? No, pero bien es verdad que la primera serie se enfoca en los actos belicosos que tuvieron lugar entre el 1805 y el 1812, período clave para entender por qué los franceses llegan a la península y cómo se desarrolla la guerra de la Independencia Española. 

Galdós sitúa el inicio de la trama en los propios recuerdos del joven Gabriel, que en ese momento ejerce de sirviente en la casa de un capitán retirado al que todavía le conmueve la nostalgia de la mar. En aquella casa tiene mucha importancia la presencia de Marcial, un amigo del amo de Gabriel, también ex marinero, que conspira exaltado en contra de los ingleses debido al rencor que les guarda desde la derrota española en la batalla del Cabo de San Vicente ocho años atrás (1797). En este combate ambos marineros sufrieron grandes pérdidas, de modo que representan el odio que le guarda el pueblo español al inglés, a su vez motivo último del interés de la ciudadanía media en batallas aparentemente poco ventajosas en todos los aspectos –Doña Francisca, mujer del amo de Gabriel, encarna el sentimiento antibelicista–.

A esto se suma la confianza que el pueblo español parece tener en las tropas de Bonaparte. Cabe interpretar un propósito por parte del autor en dar a entender que gran parte de esa confianza nace de la impopularidad de Godoy, personaje histórico al cual se le culpa de la pusilanimidad española en contraposición de la entereza atribuida al heredero a la corona, Fernando VII. Es posible que aquí el autor estuviese poniendo de manifiesto cómo Napoleón lograba su objetivo de crear una suerte de discordia en los españoles que le facilitase la imposición de su hermano José como rey de España.

Pérez Galdós continúa la narración histórica con la llegada de Gabriel a Cádiz, donde conoce al mítico brigadier Churruca, y realiza una detallada descripción de la flota franco-española, en especial se ensaña con los pormenores del Santísima Trinidad, el mayor barco de por aquel entonces, que tiene fascinado a Araceli. También expone la confusión que hay en el mando franco-español, pues los diferentes comandantes parecen tener planes de batalla muy dispares.

Aunque ya hemos visto personajes que representan un belicismo basado en la venganza, como pueden ser Marcial y el amo de Gabriel (“Doña Francisca tenía razón. Mi amo, desde hace muchos años, no servía más que para rezar”, comenta Gabriel), también los hay que representan la presencia de la artillería en los barcos españoles como señal de ausencia de hombres preparados para la batalla marina. Ejemplo de ello es Rafael Malespina, novio de la amada de Gabriel e hijo de uno de los personajes más divertidos de la novela, que se enrola en la aventura sin tener en cuenta su completa inexperiencia naval. Esto es importante ya que la historiografía suele apuntar a la carencia de hombres experimentados y en forma como uno de los principales factores de la derrota. Se debe tener en cuenta que la flota franco-española era más numerosa que la británica, pero que los materiales eran peores.

A pesar de todo, Gabriel está completamente enfundado por el patriotismo fruto del sentimiento de pertenencia a una gran armada llena de hombres dispuestos a dar la vida por un ideal superior a ellos mismos. La visión de una flota inmensa surcando el mar (32 navíos, 5 fragatas y 2 bergantines) le tiene embelesado. Sin embargo, se comienza a presagiar la debacle cuando una maniobra del Bucentauro –buque insignia de los franceses– permite que dos columnas de barcos ingleses ataquen por el costado de la línea de defensa franco-española. Es ahí cuando comienza una impresionante descripción de la batalla que oscila entre el terror de la muerte y los pensamientos apasionados de un adolescente.

Y es entonces cuando se pone de manifiesto la astucia del aclamado vicealmirante Nelson frente a la falta de comunicación entre franceses y españoles, toda ella caracterizada por la actitud altanera del comandante Villeneuve, máximo mandatario francés, que desoye los consejos de los españoles. No dejan de ser de interés las historias que se forman alrededor de los admirables comandantes españoles Federico Gravina, Alcalá Galiano y Cosme Damián Churruca, hombres que simbolizan la impotencia que hay en el heroísmo, y cuyas historias pueden ser interpretadas como una crítica del propio autor a lo fácilmente maleable que fue España frente a los franceses al luchar sus guerras para que terminasen traicionando los acuerdos establecidos.

A nadie se le escapa que la victoria británica supuso duras consecuencias para España, tanto a nivel material como a nivel moral. Si hasta entonces la flota española podía considerarse como una de las más respetadas, en ese momento la superioridad naval de los ingleses se hizo patente. El autor parece señalar esta batalla como una premisa esencial del desencanto popular que tres años más tarde nos haría caer en la ingenuidad más absoluta frente a las ansias expansionistas de Francia. La debilidad que se dejó entrever en aquella batalla obligó a los gobernantes españoles a resignarse a ser vistos como un mero estado satélite de los franceses.

En definitiva, la primera novela de los Episodios Nacionales aproxima al lector al hecho histórico a través de la ficción. Pero esto no es desventajoso. Si se respeta el rigor histórico, y Galdós lo hace, el acercamiento a través de la novela permite sentir más próximo el parecer de la época, lo que es sumamente útil para dejar de mirar la historia con los ojos de hoy. Además, la labor de Benito Pérez Galdós como fuente histórica de la batalla va mucho más allá de describir los aspectos técnicos de un enfrentamiento; lo que hace Galdós es usar los diferentes personajes (pertenecientes a ámbitos y clases sociales muy dispares) como representaciones del pensamiento del momento, lo que nos revela cómo, poco a poco, el parecer social va bullendo hasta conformar el motor histórico de los acontecimientos.

Clifton James, actor al servicio de Su Majestad

Célebre por su enfrentamiento con el Afrika Korps de Erwin Rommel, el general británico Bernard L. Montgomery lograría vencer al “Zorro del Desierto” y expulsar a las fuerzas del Eje del teatro africano. Su creciente relevancia en el mando y la planificación de las operaciones aliadas llevarían a que los servicios de inteligencia le asignaran un doble, encargado de engañar a los agentes alemanes y así aumentar las probabilidades de éxito del desembarco de Normandía.

Veterano de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en la que resultó herido de gravedad en el pecho por el disparo de un francotirador, en el período de entreguerras Montgomery tomaría parte en varias misiones en Irlanda, el Rin, Palestina e India. Ascendido a general en los años previos a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), participaría en la campaña de Francia de 1940 con la Fuerza Expedicionaria Británica (BEF), debiendo abandonar el país en la evacuación de Dunkerque.

En agosto de 1942 sería designado como comandante del VIII Ejército, formación que se hallaba estacionada en el norte de África. El general británico encontraría al frente de las fuerzas enemigas al mariscal Erwin Rommel, a la par temido como respetado, conocido por el sobrenombre del “Zorro del Desierto”. Rommel era un adversario sobre el que, pese a la inferioridad en hombres y equipo del Afrika Korps, los predecesores de Montgomery no habían logrado infligir una victoria concluyente.

El choque decisivo se produciría en las dunas del desierto egipcio, donde las fuerzas del Eje serían derrotadas en la batalla de El Alamein de finales de 1942. Esta victoria de Montgomery no solo catapultaría su nombre a la fama, sino que obligaría a las exhaustas y diezmadas fuerzas de Rommel a replegarse. Forzadas a una progresiva retirada, las últimas unidades alemanas en África capitularían en mayo de 1943 en Túnez.

Pocos meses más adelante, Monty participaría en la invasión de Sicilia y las posteriores campañas de liberación de Italia, potencia aliada de Alemania. Pese a que las fuerzas soviéticas mantenían a la defensiva a la Wehrmacht en el frente oriental, con cada vez una mayor inclinación de la balanza en favor del Ejército Rojo, además de haber forzado la defección italiana abandonando el Eje, los estrategas alemanes esperaban que todavía debía producirse un gran asalto aliado que abriera un nuevo frente en Europa. Sus sospechas no eran infundadas, en cuanto dicho compromiso inter-aliado fue confirmado en la Conferencia de Teherán de finales de 1943.

La Operación Overlord, nombre en clave de la campaña de desembarco, se produciría en las playas de Normandía, región costera de Francia situada frente al Canal de la Mancha. La fecha fijada sería en mayo de 1944, aunque debido a inclemencias meteorológicas debería posponerse a junio a pocos días de su ejecución .

En el marco de la operación a Montgomery se le encomendaría desempeñar una misión decisiva, de la que no solo dependía el éxito de la invasión, sino el curso de la guerra: dirigir las fuerzas aliadas terrestres participantes en el Día D. Además de ello, desempeñaría un papel crucial para desviar la atención del mando alemán. Para ser más precisos, el engaño sería interpretado por su doble.

Los altos mandos aliados responsables del Día D (puede observarse a Montgomery como el tercero desde la derecha)

La película Cinco tumbas al Cairo, estrenada en mayo de 1943 y ambientada en la reciente campaña del norte de África, pondría a funcionar la mente de un despabilado oficial de inteligencia británico. Lo que llamaría su atención sería Miles Mander, quien interpretaba en el filme a un coronel del ejército y que, casualmente, guardaba un notable parecido con Monty. Presumiendo los alemanes que Montgomery jugaría una parte fundamental en la invasión, si se pudiera conseguir que un actor interpretando al general fuera visto en algún lugar alejado del Canal de la Mancha, les haría suponer que un ataque sobre dicha zona no sería inminente.

Imagen de Miles Mander en la película Cinco tumbas al Cairo, donde interpretó al coronel Fitzhume

Esto brindaría a los aliados un tiempo muy valioso y debilitaría temporalmente las defensas enemigas. Con este fin nacería la Operación Copperhead. Simultáneamente, la información “contaminada” suministrada por los agentes dobles controlados por la inteligencia británica haría creer a los alemanes que las verdaderas cabezas de desembarco podrían producirse en otros puntos de Europa; como el sur de Francia, Dinamarca o Noruega.

El casting para encontrar un doble de Monty no fue sencillo. Mander, el actor de Cinco tumbas al Cairo, resultó ser más alto que el verdadero general, un rasgo difícil de ocultar. El segundo candidato quedaría descartado tras fracturarse la pierna en un accidente automovilístico. Estando a punto de darse por vencidos, dieron a parar en una oficina de pagos a la soldadesca con un teniente australiano llamado Meyrick Clifton James, con quien se quedaron para interpretar a Monty.

Fotografía de James ataviado como Monty

Emplear a James como doble de Monty plantearía una serie de problemas: no era un gran actor; le faltaba un dedo, que tuvo que ser corregido con una prótesis de plástico; y además bebía y fumaba, lo que contrastaba con el carácter abstemio y no fumador del general. Mientras adecuaba sus costumbres, James fue destinado al estado mayor de Montgomery bajo credenciales falsas de ser periodista, con el objetivo de que observara y adoptara sus rasgos característicos.

El “escenario” escogido para realizar el engaño sería Gibraltar, difundiéndose el rumor de que el general se encontraba de camino al norte de África, donde se discutirían los planes de una invasión en el sur de Francia. El Peñón había estado bajo vigilancia alemana a lo largo de la guerra y los servicios de inteligencia eran conocedores de que un oficial español, el comandante Ignacio Molina Pérez, suministraba información a los alemanes. Si este les comunicaba que Montgomery había sido visto en la colonia, la artimaña habría funcionado, a la par que daría a las autoridades británicas una prueba concluyente del espionaje de Molina y permitiría expulsarle de Gibraltar.

El 25 de mayo de 1944 “Montgomery” fue visto acudiendo a la sede del gobierno local y desayunando con el gobernador, para a continuación tomar un vuelo que le llevaría a su conferencia en Argel sobre la invasión. Molina fue testigo de la visita del general, y no tardó en informar a los alemanes, quienes sopesaron que en el sur de Francia pudieran producirse operaciones adicionales al desembarco principal. También creyeron que mientras Montgomery se encontrase en el norte de África, sería improbable que una operación de gran escala ocurriera en el Canal de la Mancha.

En la madrugada del día 6 de junio se producían los asaltos aerotransportados y desembarcos navales que darían inicio a la batalla de Normandía. El primer paso hacia la liberación de Europa occidental marcaría el comienzo del fin del Tercer Reich. Para desgracia de los alemanes, el Día D llegaría antes de lo esperado, y en la zona que los aliados habían ocultado como su verdadero objetivo. Molina tampoco fue mucho más afortunado, siendo declarado persona non grata y vetándosele de manera permanente el acceso a Gibraltar.

Por su desempeño en la campaña de Normandía, el “auténtico” general Montgomery fue ascendido a mariscal de campo, el rango más elevado en el ejército británico. Durante el tiempo que James estuvo en su piel, el intérprete percibió como sueldo el equivalente al que el general tenía. En 1954 publicaría su experiencia en la obra I was Monty´s double, la cual tendría una adaptación cinematográfica en la que el propio James actuaría encarnando a Montgomery y a sí mismo.

Van un español, un francés y un escocés…

El siglo XVI fue testigo del auge de la Monarquía Hispánica, que tuvo que hacer frente a Francia como la principal nación europea contendiente por establecer su hegemonía en el continente. Una serie de guerras e intrigas políticas marcarían la relación hispano-francesa, la cual parecería lograr asentar un período de concordia y tranquilidad con la firma del tratado de Paz de Cateau-Cambrésis en 1559, ocurrido en tiempos del reinado de Felipe II en el trono de España. Para el rey de Francia, Enrique II, ciertamente supondría un “descanso eterno”.

Felipe y Enrique, soberanos de España y de Francia respectivamente, poseían una serie de particularidades notablemente en común, más allá de compartir el mismo número regnal. Ambos fueron fervientes defensores del catolicismo y persiguieron las distintas iglesias protestantes presentes en sus territorios. Sus padres, Carlos I y Francisco I, otros que más allá de también haber poseído el mismo número como monarcas, habían combatido entre sí por establecer su dominio en Italia y por ser investidos emperadores del Sacro Imperio, siendo el Habsburgo el que se impusiera en ambas contiendas. Para mayor humillación del francés, sería apresado en la batalla de Pavía de 1525 y encarcelado en la villa de Madrid, viéndose forzado a suscribir un acuerdo de paz que no tardaría en rechazar una vez liberado, esgrimiendo que había sido incitado bajo coacción.

Francisco I, rey de Francia, entrando prisionero en la Torre de los Lujanes – Antonio Pérez Rubio (Museo del Prado)

Cual es el padre, tal es el hijo; sus sucesores en el trono mantendrían una enconada disputa entre ambas potencias en la que las fuerzas españolas vencerían en la batalla de San Quintín de 1557, propiciando que dos años más tarde se celebrara el acuerdo mencionado a comienzos de nuestro relato. Para alcanzar una sincera y duradera relación de amistad entre las dinastías Habsburgo y Valois, a los términos del tratado que dictaban un reajuste territorial de las posesiones francesas y españolas, se adoptaría como garantía la unión en matrimonio de Felipe II con Isabel, hija de Enrique II.

Isabel no era la primera esposa de Felipe, quien ya había estado casado previamente en dos ocasiones, ni tampoco Felipe era el primer candidato para desposar a la hija del rey francés. Inicialmente el príncipe Carlos, hijo y heredero de Felipe II en el trono, había sido la persona designada. Sin embargo, la recientemente acaecida viudedad de Felipe y la delicada salud del Príncipe de Asturias propiciaron que el rey español se convirtiera en el consorte de Isabel de Valois.

Isabel de Valois sosteniendo un retrato de Felipe II – Sofonisba Anguissola (Museo del Prado)

Con motivo de la celebración del tratado y de la unión matrimonial, Enrique concertaría una justa al estilo de los torneos medievales. Aficionado a ellos, como si de un emperador Cómodo moderno se tratara, el propio rey tomaría parte en los combates. Su contendiente sería Gabriel de Lorges, conde de Montgomery y comandante de la Guardia Escocesa, unidad de élite conformada en 1418 por soldados escoceses que accederían al servicio de los monarcas franceses en el contexto de la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453).

Una gala que debería haber sido festiva, terminaría resultando fatídica después de que el conde accidentalmente hiriera en el rostro al rey con un fragmento de su lanza. Alcanzado en un ojo y dañado parcialmente el cerebro, las curas practicadas por el cirujano real no fueron suficientes para salvar la vida de Enrique, quien fallecería a los pocos días fruto de la mortal herida recibida.

Enrique II es herido mortalmente por Montgomery en el torneo de París – Glasshouse Images

Sucedido en el trono por varios de sus hijos varones, que se vieron envueltos en una cruenta guerra (civil) de religión que desgarró internamente al país, y en la que España intervino en favor de los partidarios católicos, la Casa Valois sería reemplazada en el trono francés por la dinastía Borbón en 1589. A la manera inversa, la muerte de un Austria español más de un siglo después, Carlos II, provocaría que la influencia francesa, y particularmente la borbónica, accediesen a dictar las acciones del imperio español.

La defensa de Cartagena de Indias

Cojo, manco y tuerto, el almirante Blas de Lezo, junto con un puñado de apenas 3000 hombres y mujeres consiguió derrotar al contingente naval británico más grande de su historia.

La costa caribeña de la actual Colombia fue testigo en 1533 de la fundación de Cartagena de Indias, una de los principales puertos para el tráfico y el comercio oceánico, de la mano del madrileño Pedro de Heredia. Su importancia geoestratégica de la ciudad era algo que no pasaba desapercibido para nadie, y mucho menos para los ingleses, que posaron rápidamente sus ojos sobre ella y planearon un ataque contra las plazas hispanoamericanas más importantes.

Retrato de Blas de Lezo (Museo Naval de Madrid)

El casus belli del ataque se remonta a 1738, cuando el Capitán Robert Jenkins compareció delante de la Casa de los Comunes (el Parlamento británico) para denunciar un suceso supuestamente ocurrido siete años antes en el Caribe. Según la versión del capitán, un guardacostas español abordó su barco y requisó sus mercancías acusándolo de contrabando. Además, para añadir dramatismo al relato, afirmó que los españoles le habían cortado una oreja, que exhibió delante de los Comunes. Esta parafernalia sirvió, no solo como excusa para poder atacar las posesiones españolas, sino para dar nombre a la guerra que originó, “War of Jenkins’ Ear” (1739-1748).

La oreja del pobre Jenkins, que no se sabe si la conservó en su casa como recuerdo o decidió deshacerse de ella, generó una ola de indignación en la opinión pública británica, que llevó a que el rey Jorge II le declarase la guerra a la Monarquía Hispánica el 23 de octubre de 1739, una guerra en la que sería actor principal el almirante Edward Vernon. El almirante británico, impaciente por entablar batalla con los españoles, partió hacia el Caribe con el objetivo de conquistar algunas de las plazas más importantes, como Porto-Bello o Cartagena de Indias, en un ataque relámpago y marchar posteriormente a Perú. Para ello, el británico reunió más de 27 mil hombres y alrededor de 200 barcos, el  mayor despliegue naval inglés hasta el Desembarco de Normandía.

El 13 de marzo de 1741, Vernon y su flota aparecieron en el horizonte de Cartagena con el plan de penetrar en la bahía y sitiar la ciudad. Para la defensa, Cartagena disponía de tan solo 3000 hombres, incluidos 500 civiles y otros tantos indios chocoés, al mando del virrey Sebastián de Eslava y el comandante Blas de Lezo. La resistencia hispánica se concentró en el fuerte de San Luis de Bocachica, mas, tras 16 días de bombardeo sobre el fuerte, los españoles se vieron obligados a replegarse la fortaleza principal de Cartagena de Indias, el castillo de San Felipe de Barajas, una defensa sobre el cerro de San Lázaro que abarcaba 11 kilómetros de murallas. Todo hacía indicar que la fortuna no acompañaba a los defensores. Tanto es así que Vernon, frotándose las manos ante la inminente victoria, mandó una misiva a Londres diciendo que para cuando recibiesen el mensaje, él ya habría conquistado Cartagena. Este triunfo aplastante desató la locura en la capital inglesa, tanto que el rey Jorge II ordenó acuñar monedas para conmemorar la toma de la ciudad caribeña, en la que se veía a un arrodillado Blas de Lezo ante Vernon, acompañado de la frase “el orgullo de España humillado por el almirante Vernon”. Sin embargo, los españoles no estaban dispuestos a rendirse.

Moneda conmemorativa de la pretendida toma de Cartagena de Indias (Museo Naval de Madrid)

El 20 de abril Vernon ordenó un asalto nocturno con tres columnas de hombres (entre 3500 y 4000 asaltantes), en un intento de pillar desprevenidos a los defensores. Lejos de dejarse sorprender, los españoles abrieron fuego y cargaron con sus bayonetas. En vista de la escabechina, Vernon envió otras dos columnas para rendir definitivamente el fuerte. Con lo que no contaban estos últimos refuerzos es que se iban a encontrar a sus compatriotas huyendo cerro abajo perseguidos por la tropa defensora. Los británicos sufrieron numerosas bajas, pero Vernon se negaba a dar la victoria a Blas de Lezo. Seguramente le rondaba la cabeza el ridículo que haría al haber anunciado la victoria a bombo y platillo y tener que volver con el rabo entre las piernas. No obstante las tropas estaban moralmente hundidas y cuando Vernon ordenó un nuevo ataque, los soldados británicos, totalmente devorados por la fiebre amarilla, se sublevaron contra la orden del almirante.

Finalmente Edward Vernon tuvo que dar su brazo a torcer y el 8 de mayo comenzaron los británicos a abandonar la bahía, dejando cerca de diez mil muertos y siete mil heridos por tan solo 600 de los defensores, siendo uno de ellos Blas de Lezo, que murió meses después consecuencia de una herida infectada que sufrió en la batalla. Por su parte, Vernon regresó a Londres absolutamente desacreditado, relevado de su cargo y posteriormente expulsado de la marina.

La defensa de Cartagena de Indias supone a partes iguales uno de los episodios más magníficos de la historia militar española y uno de los más infaustos desastres de la Royal Navy inglesa. Muchas veces eclipsado por episodios como La Gran Armada de Felipe II o la Batalla de Trafalgar de 1805 (sucesos que los historiadores ingleses han destacado hasta la saciedad), la Defensa de Cartagena de Indias supone un hecho único en la Historia. Un pequeño grupo de personas consiguió vencer a un gran contingente armado que superaba sus fuerzas nueve a uno y preservaron la ciudad en una colaboración entre soldados, civiles e indios que se negaron a rendir las armas y la plaza de Cartagena de Indias.