La expulsión de Isabel II: la «subasta» del trono que cambió el curso de Europa

Desde mediados del siglo XIX un Bonaparte volvía a estar al frente de Francia. Ocupando el cargo de Presidente de la República, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, había impulsado un golpe de Estado y convertido en Emperador de los franceses en 1852. Debía ser cosa de familia poner fin a las repúblicas que hubiera en Francia.

Durante el Segundo Imperio de Napoleón III el país experimentaría un intenso proceso de industrialización y de desarrollo económico, a la par que mantendría una activa política exterior con la que reforzar sus intereses y condición como potencia europea. Al otro lado del Rin, el reino de Prusia había ido aumentando su relevancia y poderío entre los distintos Estados alemanes. La unificación de Alemania en un solo Estado había sido impedida ya en 1848, pero las ideas del romanticismo y el nacionalismo no sucumbieron, permaneciendo encendida la chispa del pangermanismo.

Tras haberse disputado con Austria el liderazgo del mundo germánico, y haber salido victoriosa, Prusia se consolidó como la nación hegemónica entre los Estados alemanes. La unificación alemana estaba cada vez más cerca de hacerse realidad. Dichos logros llevaban la firma de Otto von Bismarck, primer ministro de Prusia, quien será un personaje de importancia fundamental en nuestra historia.

Mapa de Europa en 1867 – Francia es representada en morado y Prusia en azul

¿Y qué pintaba España en todo esto? En 1868 estalló la Gloriosa, un pronunciamiento militar que, tras una breve guerra, forzaría a la reina Isabel II a abandonar el país. Marchada la Isabelona, «afectuoso» apodo dedicado a la reina en las coplas populares, se redactó una nueva Constitución en 1869 y se adoptó la monarquía constitucional como modelo político. Faltaba encontrar un monarca que ocupara el trono huérfano.

Isabel II marchando al exilio
Otto von Bismarck

La misión de encontrar un nuevo rey recayó sobre Juan Prim, general progresista que había sido uno de los principales impulsores de la Gloriosa, y que, tras el derrocamiento de la reina, ocupaba la presidencia del Consejo de Ministros. El atento lector probablemente sepa cómo sigue la historia, con Amadeo de Saboya convirtiéndose en rey de España. Pero antes de la elección del duque de Aosta, también se barajaron otros candidatos.

Entre las propuestas de Prim estaba el príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, emparentado con la casa real de Prusia, y mejor conocido por el pueblo español como Leopoldo “Olé Olé si me eligen”. Su candidatura fue acogida con alarma en Francia, temerosa de que Prusia se hiciera con una ventaja estratégica que dejaría cercado al país galo en sus fronteras al sur y al este por dos potencias afines.

Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen

Consecuentemente, en julio de 1870 el gobierno francés envió a su embajador en Berlín a Bad Ems, una ciudad balneario donde estaba veraneando el rey Guillermo de Prusia, teniendo el propósito de presionarle e impedir el ascenso de Leopoldo al trono español. La maniobra funcionó. El monarca prusiano cedió y el padre de Leopoldo renunció en nombre de su hijo. El equilibrio de poder entre las dos principales potencias continentales había sido salvado. O eso podía parecer.

Los franceses no se contentaron con la mera renuncia, sino que insistieron en que Guillermo garantizara que ningún miembro de la casa Hohenzollern reclamase el trono español en el futuro. Importunado rudamente por segunda vez en sus vacaciones estivales, el rey prusiano rechazó la pretensión e hizo enviar un mensaje a su primer ministro. En el referido como Telegrama de Ems se informaba a Bismarck sobre el encuentro y se le autorizaba a hacer público su contenido. El primer ministro se deleitó al ver cómo había caído en sus manos el pretexto que necesitaba para alimentar un enfrentamiento que uniera a los Estados alemanes frente a un enemigo común.

El telegrama fue publicado en la prensa, pero no sin antes haber sido modificado por Bismarck. El resultado fue un comunicado que irritó a los prusianos por la insolencia con la que había sido tratado su rey, a la par que encendió la cólera de los franceses al expresar de manera firme la negativa de Guillermo a aceptar las pretensiones francesas.

Una ola de fervor nacionalista se apoderó de las dos partes. A la movilización de los ejércitos y las encolerizadas protestas de la población siguió la declaración de guerra por parte de Francia. Prusia fue acusada de intentar romper el equilibrio de poder en Europa, colocando a un rey alemán en el trono de España, y de haber humillado el honor de Francia en el Telegrama de Ems. Simultáneamente, los príncipes y reyes alemanes se adhirieron a la causa de Prusia.

La guerra fue una debacle para Francia y provocó el derrocamiento de Napoleón III. Bismarck completaría su proyecto político con la proclamación del nuevo Imperio alemán en el Palacio de Versalles. Este hito no solo marcaba la culminación del proceso de unificación alemán, sino que consolidaba a Alemania como la gran potencia continental. Para mayor humillación de los franceses, las regiones de Alsacia y Lorena fueron anexionadas por los victoriosos alemanes.

La proclamación del Imperio alemán – Anton von Werner

Francia no olvidaría ésta pérdida, que sumada al creciente desarrollo militar y económico de Alemania, haría que las consecuencias de la guerra franco-prusiana permanecieran latentes durante décadas, hasta la Primera Guerra Mundial.

Mientras en el corazón de Europa ocurría un cambio de poder histórico, en España, donde había surgido el incidente que encendió la guerra, se sucedían un breve reinado de un rey italiano, una todavía más corta república, para terminar produciéndose la restauración borbónica en el hijo de Isabel II. El príncipe Leopoldo no pudo hacer honor a su ingenioso apodo y Napoléon III habría debido pensar que “los españoles se podrían haber ahorrado todo esto”.

Schliemann: un pasado por (re)descubrir

Nuebukow hoy es un municipio en el norte de Alemania que cuenta con apenas cuatro mil habitantes. Este pequeño, casi insignificante, pueblecito vio nacer el 6 de enero de 1822 a todo un gigante de la Historia, Heinrich Schliemann, descubridor de Troya (o Ilión), Micenas y Tirinto, y padre de la arqueología moderna. 

Hijo de una humilde familia prusiana comenzó su andadura trabajando en un almacén de Fürstenberg, donde la fortuna quiso que se le cruzase un molinero ebrio -tal como cuenta en su autobiografía- que accedió a recitarle a Homero en griego a cambio de tres vasos de aguardiente. Este hecho prendió la mecha de la bomba Schliemann, que cambiaría la historia del mundo.

Retrato de Heinrich Schliemann – Escuela alemana

Para la inmensa mayoría en el siglo XIX, Ilión no era más que una leyenda inventada por Homero, tan irreal como los cíclopes, Circe o las sirenas. Tras mucho pensarlo, el joven Heinrich tomó una decisión, demostrar al mundo que se equivocaba y que Troya no era una invención mítica, sino una ciudad que existió realmente. Esta empresa requería algo de lo que el joven carecía: dinero.

Después de varias peripecias, entre ellas una lesión en los pulmones y un naufragio de un barco destino a Venezuela, quiso la vida llevarlo a Ámsterdam. Allí comenzó a aprender idiomas gracias a un método autodidacta -llegó a dominar alrededor de veinte lenguas-, lo que le abrió las puertas de San Petersburgo, donde lo envió su empresa gracias a los conocimientos que tenía de ruso. En 1852, un año antes de la Guerra de Crimea, estableció una filial en Moscú de venta de índigo, cuya producción continental se guardaba en Memel. Esta ciudad fue arrasada y reducida a cenizas durante el conflicto, y toda la producción quedó destruida. Toda menos la de una persona, Schliemann. 

Según cuenta C. W. Ceram en «Dioses, tumbas y sabios», Schliemann no dudó en afirmar que “el cielo había bendecido de modo milagroso mis empresas, de modo que a finales de 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido soñar”. Siendo el único distribuidor de índigo -y habiendo expandido su negocio a materiales de guerra- se enriqueció exponencialmente, y en 1863 comenzó a liquidar sus negocios para dedicarse únicamente a los estudios que más le ilusionaban, Homero y la lengua griega.

Solo un auténtico loco, pensaban entonces, abandonaría unos negocios que le habrían hecho de los hombres más ricos del mundo para buscar una ciudad inventada por un poeta del siglo VIII a.C. Así que, con toda la comunidad científica en contra y el libro de su admirado Homero debajo del brazo, Heinrich Schliemann y su mujer Sofía (cómo no, griega) se pusieron manos a la obra.

Schliemann de joven

El descubrimiento de Troya no fue únicamente fruto del azar y de la diosa fortuna (Tyche). Que se hallase esta ciudad responde al conocimiento perfecto que Schliemann tenía de la Ilíada, a través de la cual reconstruyó los movimientos de los héroes aqueos y teucros y el emplazamiento de la poderosa ciudad de Ilión. 

Popularmente se creía que, en caso de existir, se encontraba en Bunarbashi, pero esto no convencía al prusiano, pues la distancia con el mar era demasiado grande. Leyendo los versos de la Ilíada anduvo y desanduvo los pasos de Héctor y Aquiles. Fue entonces que sus pies lo llevaron a parar a la colina de Hissarlik. Por su distancia al mar y la vista que permitía de la llanura de Troya era el lugar indicado para encontrar la ciudad, idea que compartía Frank Calvert, vicecónsul americano en Dardanelos y propietario de la mitad de la colina.

Tras lograr la autorización desde Constantinopla, el 11 de octubre de 1871 comenzó la primera de las cuatro grandes excavaciones de la colina, y desde Europa se oían burlas y chistes de las grandes autoridades de la época sobre el loco que gastaba su dinero buscando una ciudad ficticia. No sabían hasta qué punto se equivocaban.

Excavaciones en Troya

Schliemann descubrió algo inaudito. No solo encontró una ciudad de Troya, ¡sino nueve! Primero encontró unos muros y construcciones de tiempos de Lisímaco, príncipe que gobernaba parte del Imperio de Alejandro Magno, pero tuvo que destruirlos para seguir excavando. Injustamente criticado en ocasiones por los daños y pérdidas que infligió a parte del patrimonio arqueológico e histórico de la colina, se ha de tener en cuenta el contexto en que se encuentra. Carente de métodos suficientes ni fondos regionales de la Unión Europea… ¡Bastante hizo!

Habiendo excavado 250 mil metros cúbicos, en 1873 Schliemann decidió darse un respiro. Sin embargo, antes de marchar de Hissarlik halló lo que coronaría su trabajo y acallaría todas las voces (si es que quedaba alguna) que en algún momento dudaron de él. Inspeccionando las excavaciones en compañía de su esposa, Heinrich vio algo que llamó poderosamente su atención. 

Sin dudarlo un instante saltó a la fosa con un cuchillo -con el consiguiente peligro de derrumbe que implicaba-, de la que sacó lo que durante mucho tiempo se consideró “el Tesoro de Príamo”, un ajuar de 9000 piezas en el que destaca la que se creía que era la diadema de Helena, con la que Schliemann no dudó en engalanar a su mujer. El tesoro, que posteriormente se demostró de una época distinta a la Guerra de Troya, lo sacó furtivamente hacia Atenas -lo que le valió un conflicto con el Gobierno de Constantinopla- y de ahí lo donó al gobierno prusiano. En 1945, tras la toma de Berlín, el tesoro fue expoliado por las tropas soviéticas, y hoy reside en Moscú.

Sofía con la diadema de Helena

Alcanzado el primer punto culminante de su vida, el tesoro de Príamo, entre 1874 y 1878 se lanzó a por el segundo, Micenas, tierra de Agamenón el Átrida. Allí encontró, entre otras muchas cosas, la que creyó era la máscara funeraria de este y la Puerta de los Leones. Su obra arqueológica culminó con el descubrimiento de Tirinto, cuyas murallas eran portentosa obra de los mismísimos cíclopes.

Heinrich Schliemann, aquel chico humilde de un pueblecito prusiano terminó sus días como uno de los hombres más famosos del mundo. Todo cuanto se pueda decir de él es poco. Sacrificó toda su vida y su dinero para desenterrar del olvido los cimientos de la Antigua Grecia y la ciudad de Asia Menor donde una vez los griegos y los troyanos cayeron haciendo resonar sus broncíneas armas.

Afectado de unos problemas en el oído, Schliemann tuvo que parar su actividad arqueológica durante un tiempo, pero siempre pensando qué sería lo próximo por excavar. Sin embargo, la enfermedad se le complicó más de lo esperado. Murió en Nápoles el 26 de diciembre de 1890, dejando un legado imperecedero casi comparable con las audacias de Héctor y Aquiles relatadas por Homero.

Me gustaría dedicar este artículo (que no llega a hacer justicia al gigante que fue Schliemann) a mi abuelo, el Doctor Pepe Vázquez Cano, al que le encantaba «Dioses, tumbas y sabios»; y a Jorge Castillejo Striano y Carlos Romero Díaz, que me descubrieron la figura del arqueólogo prusiano