La noche del 14 de marzo de 44 a.C., el dictador Cayo Julio César cenó con dos de sus más cercanos aliados: Marco Emilio Lépido y Décimo Junio Bruto Albino (no confundir con Marco Junio Bruto, el hijo de Servilia, amante de César). Sin saberlo el dictador, Décimo era parte de una conspiración contra su vida, y planeaba asesinarle al día siguiente. Durante la cena, la conversación llegó a la cuestión de qué tipo de muerte era la mejor y, sin darle muchas vueltas, César propuso que la mejor muerte era la inesperada. Podemos imaginar las gotas de sudor frío rodando por la espalda de Décimo.
La mañana siguiente, César fue despertado por su esposa, Calpurnia, quien había tenido un sueño terrible, en el que sujetaba en sus brazos el cadáver de su esposo. Calpurnia trató de convencer a César de que pospusiese la reunión que había programada para aquel día, y César, viendo el miedo en los ojos de su esposa, decidió mandar a Marco Antonio para que cancelase la reunión de la cámara. No obstante, su querido amigo Décimo pronto se enteró de esta noticia, y se apresuró a la casa del dictador. Cuando se encontró con él, ridiculizó las supuestas visiones de su esposa, animando a César a no hacer caso a una mujer y marchar al senado. Décimo tomó al dictador de la mano, y le condujo fuera de la vivienda.

En el camino al senado, César iba rodeado, como de costumbre, de sus aliados y seguidores, cuando se acercó a él el filósofo Artemidoro. Este se había enterado de la conspiración gracias a su buena relación con algunos de los conspiradores, y entregó a César un rollo de papel en el que se detallaba la conspiración contra su vida, con los nombres de aquellos hombres que planeaban atentar contra el dictador, y le urgió a que lo leyese cuanto antes. Pero cuando César se dispuso a hacer eso mismo, fue distraído por la multitud que se congregaba a su alrededor, y entregó el papel a uno de sus secretarios. Ya lo leería después.

La comitiva continuó su camino hacia la cámara, y cuando ya se encontraban cerca de la entrada, César pudo ver en el foro al adivino Espurina, quien unos días antes le había advertido que su vida correría peligro antes de que acabasen las Idus de marzo (15 marzo). César se acercó a este y de forma burlesca le dijo “Las Idus ya han llegado”, a lo que Espurina simplemente contestó “Han llegado, sí, pero no han pasado”. Tras lo cual, el dictador entró en la cámara del senado.
La mano derecha de César era, por aquel entonces, Marco Antonio (sí, el de Cleopatra). Un año antes, Antonio fue tanteado por uno de los conspiradores para ver si deseaba unirse a los tiranicidas pero, ante la negativa de este, la conspiración fue atrasada. No obstante, Marco Antonio, que sepamos, nunca avisó a César de que algunos de sus enemigos e incluso aliados planeaban su muerte, por lo que hay quien sospecha que este podía simpatizar hasta cierto punto con los asesinos. Y el día 15 de marzo, cuando César entró en la cámara, Antonio se quedó fuera, al parecer distraído por uno de los conspiradores, que le pidió hablar con él antes de entrar a la reunión.

Finalmente, el dictador se encontraba dentro de la cámara. Cuando se hubo sentado en su silla, los conspiradores se congregaron a su alrededor, y uno de ellos, Lucio Cimbro, se acercó a él con la excusa de pedirle la vuelta de su hermano, que se encontraba en el exilio. César se negó, y Cimbro respondió agarrándole de los hombros y tirando de su toga. César se revolvió y gritó “¡Esto es violencia!” (Ista quidem vis est). César contaba con sacrosantidad por su tribunicia potestas, y eso significaba que era intocable.
Otro de los conspiradores, Casca, sacó una daga que llevaba escondida bajo la toga, e hirió a César cerca de la garganta, pero el militar en César logró agarrar a su atacante y le clavó su stylus (bolígrafo romano) en el brazo, a la vez que exclamó “¿Qué haces, Casca, villano?” (en griego: μιαρώτατε Κάσκα, τί ποιεῖς;). Este se dirigió a sus co-conspiradores y les dijo en griego “¡Ayuda, hermanos!” (en griego: ἀδελφέ, βοήθει), momento en el que el resto de los conjurados se arrojaron sobre César, hiriéndole 23 veces.

Viéndose rodeado, César se cubrió la cabeza y la entrepierna con la toga, cuidando su dignidad ante la muerte y, finalmente, cayó al suelo abatido. Es probable que no fuese capaz de decir palabra mientras era apuñalado, pero hay quien dice que formuló aquella frase, más tarde dramatizada e inmortalizada por Shakespeare, (o alguna variación de esta) al ver a Marco Bruto entre sus asesinos: “¿Tú también, hijo?” (en griego: καὶ σύ, τέκνον). Aunque este apelativo sería algo más cariñoso que una reclamación de paternidad, si es que César pronunció estas palabras.

El dictador había muerto, y su cuerpo yacía a la sombra de la estatua del que había sido, primero su amigo y aliado, y luego su encarnizado enemigo: Pompeyo. Los conspiradores, tras el shock por lo que habían hecho, salieron de la cámara del senado, que había quedado completamente vacía al empezar el ataque, y recorrieron las calles de Roma clamando que habían liberado al pueblo de su tirano. No obstante, fueron recibidos con silencio.
El cuerpo de César permaneció donde había caído durante unas horas, hasta que tres esclavos lo recogieron, cubriéndolo con una manta y colocándolo en una litera. Y, mientras su brazo ensangrentado colgaba por un lado de la litera, el que una vez había sido amo y señor de Roma fue llevado de vuelta a su casa. Tan solo dos años después, todos los conspiradores habrían muerto en la guerra civil que los enfrentó a los sucesores de César. Y, apenas 15 años después del asesinato del dictador, el hijo adoptivo de César, Augusto, se convertía en el primer emperador de Roma, la república había caído.
