La vocación de San Mateo

A finales del siglo XVI se agotaba el Renacimiento, el movimiento artístico que había sido el faro mayor de Occidente. La luz de este faro se apagaba, y surgió un genio que maravilló al mundo con lo que quedaba, las sombras.

Michelangelo Merisi, el obstinado lombardo que pasó a la Historia con el topónimo de su ciudad natal, Caravaggio, rondaba la veintena cuando se estableció en Roma por primera vez. Habiendo llegado con una mano delante y otra detrás, su pintura rápido lo encumbró en el podio de los pintores más reconocidos de la Ciudad Eterna, en gran medida gracias al mecenazgo y protección de personalidades de gran renombre, como los cardenales Pandolfo Pucci o Francesco Maria del Monte. Fue este último quien, en el verano de 1599, concedió a Caravaggio la posibilidad de realizar su primer encargo público, tres imágenes para la Capella Contarelli en la Iglesia de San Luigi dei Francesi.

La decoración de la Capilla había sido encomendada años antes al pintor Girolamo Muziano, que rechazó el encargo, y al pintor Cavaliere D’Arpino. Sin embargo, la lentitud de Arpino colmó la paciencia del Papa Clemente VIII, que traspasó la jurisdicción del encargo al Cardenal del Monte. El prelado vio la ocasión idónea para explotar el talento de su protegido, y no dudó en despedir a Arpino y reemplazarlo por Caravaggio.

Las instrucciones que recibió el pintor fueron las de realizar un retablo central en el que se representase a San Mateo redactando el Evangelio inspirado por un ángel, y dos laterales con la Vocación y el Martirio del Santo.

Análisis formal

Lo habitual en este tipo de encargos era realizar pinturas al fresco, pero el maestro lombardo no se había prodigado apenas en ese tipo de pinturas, por lo que optó por plasmarlas en lienzo.

Comenzó con el Martirio, pero posiblemente la dejó inacabada para seguir con la Vocación. Los primeros años del siglo XVII son con toda probabilidad el punto culminante de su carrera artística. Consiguió prestigio y un status al alcance de muy pocos, haciéndose con un hueco en el salvaje mercado de arte romano (hasta que su disputa con Ranuccio Tomassoni en 1606 dio al traste con esta privilegiada posición).

Caravaggio protagonizó un hecho único en la Historia, supuso una renovación realista de la pintura, una suerte de naturalismo extremo (tanto que en ocasiones provocó airadas protestas, especialmente procedentes del ámbito religioso) que llegó incluso a humanizar personajes sacros. Inauguró su propia vertiente pictórica, el tenebrismo, que atacó la problemática de la luz empleando fuertes y violentos contrastes de claroscuro, obteniendo así unos volúmenes llenos de vida, una materia casi palpable.

El maestro ubicó la escena en una cochambrosa y oscura trattoria romana, y dividió la composición en dos mitades. A la izquierda del espectador queda el grupo de publicanos de Leví -ataviados todos con ropa de época- y a la derecha Pedro acompaña a Cristo, que se dispone a elegir a uno de los apóstoles que lo seguirán en su predicar. El tercio superior del lienzo permanece en casi completo vacío, tan solo relleno con una ventana ciega, por la que no entra luz alguna. 

De derecha a izquierda, Cristo señala con su dedo al futuro evangelista, una trayectoria acompañada por una fuerte luz focal que desemboca en el publicano, que deriva la llamada en sí mismo, imposibilitando cualquier tipo de equivocación sobre su protagonismo. 

Caravaggio decidió añadir posteriormente la figura de Pedro, otorgando así un mayor peso compositivo al lado derecho y simbolizando el papel de la Iglesia como mediadora del mensaje divino.

Análisis iconográfico

El motivo del lienzo responde al pasaje evangélico de Mateo (Mt 9,9), en el que el Hijo de Dios señala, en un gesto muy “miguelangelesco”, a Leví: “Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió”. 

Las obras religiosas debían someterse al decorum y exigencias de los comitentes y autoridades eclesiásticas, enmarcadas en los preceptos del Concilio de Trento y la Contrarreforma -aunque esto no significa la existencia de una práctica unificada en la imaginería religiosa de la época-. Si bien en el caso de la Vocación no transgredió las normas iconográficas y de decencia como hizo en el retablo principal de la Capilla o como haría posteriormente en La Muerte de la Virgen, podríamos decir que se queda al límite. El pintor abandona la concepción sagrada y la sustituye por una representación, no sólo contemporánea, sino incluso vulgar.

No obstante, el episodio, que concentra la narración en el momento de la llamada, tiene un mensaje verdaderamente potente. Se trata del paradigma de conversión y salvación: hasta el más miserable y avaricioso de los publicanos puede salvarse con la ayuda de Dios, siempre y cuando esté dispuesto a abrirse a ella. Mientras que Mateo y los muchachos abren sus ojos de par en par al mensaje de redención, las figuras en sombra siguen dedicados a los negocios y el dinero, ajenos al mensaje de Salvación y a la llamada de Cristo.

Un minuto de Mercurio y Argos

“De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía, de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, los demás vigilaban y en posta se mantenían. Como quiera que se apostara, miraba hacia Io: ante sus ojos a Io, aun vuelto de espaldas tenía”.

Esta es parte de la descripción que Ovidio hace en el libro primero de «Las Metamorfosis” de Argos, uno de los dos personajes protagonistas de la obra. Argos, según cuenta Ovidio, era un pastor al que Juno encargó la vigilancia de la ninfa Io, amante de su esposo, Júpiter. Este, como forma de liberar a su amante convertida en vaca, envía a su hijo Mercurio con la misión de matar al pastor y traer a la ninfa de vuelta.

Velázquez recibió el encargo de realizar esta obra datada del año 1659 para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. El pintor dispuso en un lienzo de clara tendencia horizontal (1,27 m de alto por 2,50 de ancho) tres figuras, que es capaz de representar de tal forma que sus posiciones no parezcan forzadas, sino en perfecta sintonía con el espacio que ocupan. La luz se encuentra fundamentalmente entre el pastor y la deidad, y durante su estancia en el Salón de los Espejos se vería reforzada por la luz que ascendía hacia el lienzo, pues fue colocado sobre una ventana.

Velázquez realiza esta obra en su etapa de madurez absoluta. La minuciosidad y el realismo detallado de sus primeros años se había transformado en una pincelada suelta y menos concreta, primando el color y la luz sobre la definición de las formas.

Tal como demuestra en otros muchos de sus cuadros, tenía un conocimiento erudito y perfecto de los temas mitológicos que realizaba. Tanto en esta como en otras de sus obras, como la Fábula de Aracne (o Las Hilanderas), la Fragua de Vulcano o Marte, Velázquez presenta unos personajes corrientes, que conforman una escena más costumbrista que mitológica. Su constante búsqueda del naturalismo, su afán por representar la realidad tal como es, le lleva a mostrarnos unos personajes sencillos, y no las deidades idealizadas que cabría imaginar cuando leemos a Ovidio.

A diferencia de otras escenas de Mercurio y Argos, como la de Rubens del Museo del Prado, el pintor sevillano no representa a Mercurio tocando la flauta o a punto de asestar el golpe mortal en el cuello del pastor, sino que escoge un momento de la historia peculiar, con Argos ya dormido y Mercurio cogiendo la espada para completar su misión. Una ausencia casi total de movimiento hace patente una violencia contenida, una quietud que anticipa el caos que seguirá al momento en que Mercurio alce la espada.

La obra se salvó del incendio del Alcázar de la Nochebuena de 1734, una suerte que no corrieron otras obras como Psique y Cupido o Apolo y Marsias. Este pequeño milagro nos permite hoy contemplar y disfrutar una de las obras más increíbles de Diego Velázquez, actualmente en la sala 015A del Museo.

Introducción a Murillo

En una España económicamente arruinada, políticamente inestable y asolada por problemas sociales, emergió como un ave fénix el arte de un maestro cuya misión fue la de moldear la realidad hacia formas más suaves, más amables, más infantiles. En definitiva, esperanzadoras.

Bartolomé Esteban Murillo nació en Sevilla en 1617 en el seno de una familia acomodada, siendo el menor de 14 hermanos. Su vida se vio truncada desde joven al asistir al fallecimiento consecutivo de sus padres, en 1627 y 1628, dejándolo en la orfandad y a merced de su hermana Ana y el marido de ésta, quienes le proporcionaron una buena vida.

Su vida se vio marcada por la situación que le tocó vivir y así, España estaba sufriendo un momento de decaimiento a todos los niveles que dejó a la mayoría de su población en una situación de desamparo. Además, Sevilla se vio asolada por una peste, que mermó la población a la mitad.

Es por esto que la Iglesia y otros sectores pudientes (como mercaderes o artesanos) decidieron profesar la Caridad y ayudar a sus conciudadanos a salir adelante. Esta Caridad adoptó muchas formas, y una de ellas fue erigirse como catalizador de un proceso de creación artística muy centrado en lo religioso.

San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres

En este momento se va formando la maestría de Murillo, en cuyas figuras celestiales, compasivas y acogedoras, la gente encontraba un refugio reservado en exclusiva a la religiosidad, donde personajes divinos eran portadores de esperanza y calma. Su formación artística comenzó de la mano de Juan del Castillo, artista de poco renombre pero familiar cercano, que lo formó en el arte de transmitir afabilidad y expresividad en sus personajes.

Fue de los pocos artistas a lo largo de la historia que pudo vivir de su obra, pues gozó de prestigio y reconocimiento a lo largo de su vida y no tan solo a posteriori. Y es que el hispalense, gracias a este reconocimiento promovió la creación, en 1660 de una academia de pintura donde instruir a jóvenes artistas.

La Inmaculada del Escorial

En cuanto a su formación, si bien no abandonó por mucho tiempo su amada ciudad, realizó pequeños viajes, entre ellos a la Corte madrileña, donde se puso en contacto con artistas de la talla de Velázquez y Zurbarán, de quienes aprendió diversos elementos como la fuerza y solemnidad de sus figuras.

Su evolución pictórica se califica en tres periodos; «frío», «cálido» y «vaporoso», si bien todos ellos reflejan el patrón misericordioso y amable de sus personajes. Capaz de humanizar a sus pinturas debido a su cariz de perfecto observador de la vida cotidiana, tomó como modelo a sus conciudadanos. En ellos veía misericordia y caridad, lo que reflejó en figuras afables y comprensivas en lugar de una religiosidad ortodoxa preponderante hasta el cambio artístico de ese momento materializado en el Barroco.

Destaca su innovación a la hora de transformar escenas costumbristas en escenas religiosas, y es que casi todas sus obras estaban inspiradas por escenas cotidianas. Encontramos a los niños como protagonistas de muchas de ellas, pues despertaban un sentido de protección y familiaridad entre los espectadores.

La Sagrada Familia del Pajarito

Lo más destacable del autor es, que pese a la miseria imperante en su tiempo, fue capaz de proponer una religiosidad vitalista, donde sus cuadros irradiaban esperanza y bondad, además de un optimismo contagioso.

Casi toda su obra tuvo lugar en su ciudad, llevando a cabo proyectos para la iglesia de Santa María la Blanca o la decoración de la Sala Capitular de la Catedral de Sevilla, aunque su culminación se produjo al decorar enteramente la Iglesia de los Capuchinos, también en Sevilla.

Desgraciadamente, sufrimos varios expolios de sus obras; el primero producto de la situación económica debilitada, que llegó a su fin gracias al Ministro Floridablanca y, sobre todo, a la monarca consorte Isabel de Farnesio, y otro posterior con el Mariscal Soult en la invasión napoleónica, que quiso crear un museo napoleónico con muestras de todo el mundo. Algunos de sus cuadros se recuperaron, pero casi todos fueron posteriormente vendidos por los herederos del Mariscal, y hoy se encuentran en la sala de Pinturas Españolas del Louvre.

En 1882 podemos decir que la fama del pintor llega a su punto álgido, declarándosele el más popular de los pintores españoles. Pese a que hoy le han ganado terreno otros maestros de talla mundial (El Greco, Ribera, Velázquez) Murillo sigue siendo ese lienzo amable al que agarrarnos cuando todo va mal, ese modesto óleo con el que conmovernos y esa cara de niño con la que sonreírnos.

Un minuto de Eduardo Rosales

Nació en Madrid en 1836, entrando a formar parte de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1851, recibiendo formación de grandes maestros como Federico de Madrazo, Luis Ferrant o Carlos de Haes. A los 19 años quedó huérfano, logrando sobrevivir mediante pequeños encargos. En 1856 enfermó de tuberculosis, enfermedad de la que nunca llegó a recuperarse.

Al año siguiente viajó a Roma, donde vivió durante 12 años. De nuevo sin recursos, logró salir adelante mediante encargos menores, hasta que recibió una beca en 1859. Desde que llegó a la capital italiana, estuvo buscando un tema histórico que presentar a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864. La temática que eligió, y que se transformó en la que podríamos considerar su obra maestra, fue “Doña Isabel la Católica dictando su testamento”. Con una reducida y sobria gama cromática, así como un dibujo preciso realizó un óleo que tuvo su raíz y recordó (como afirmaron algunos de sus críticos contemporáneos) a Velázquez. El lienzo le logró la primera medalla en la Exposición. 

Doña Isabel la Católica dictando su testamento – Eduardo Rosales (Museo del Prado)

Su siguiente participación en la Nacional, en 1871 con su cuadro “La muerte de Lucrecia”, también le otorgó la primera medalla, aunque la crítica fue feroz con él, tachando al lienzo de “boceto”. A partir de 1872 comenzó a pintar al aire libre, aunque también atendió otro gran número de encargos.

A partir del verano de 1873 su enfermedad empeoró. El 8 de agosto fue nombrado director de la Escuela de Bellas Artes en Roma, recibiendo su credencial el 11 de septiembre. Por desgracia, murió a los dos días, por lo que no pudo desempeñar tan importante cargo. Sus restos descansan hoy en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.

Velázquez: el arte de pintar un bufón

El arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas. Todos y cada uno de sus lienzos nos entregan un mensaje vital y una capacidad de expresión única en el mundo, y dejan ver la increíble capacidad de evolución continua que tenía el sevillano. Desarrolló a lo largo de su carrera un talento compositivo que lo encumbró en el Olimpo de los pintores, destacándose como un retratista único que nos legó obras magníficas, ensalzadoras de los gentilhombres de la Corte. Estos retratos majestuosos dejaban patente una elegancia y una posición social superior a la del propio espectador, convencionalismo al que Velázquez hubo de adaptar sus creaciones.

No obstante, Velázquez fue un hombre inquieto, activo, siempre deseoso de ir plus ultra en sus posibilidades creativas y su aprendizaje; y fue en Palacio donde encontró a los compañeros de viaje perfectos para su propósito . Los bufones.

El Bufón llamado Don Juan de Austria – Diego Velázquez
El Bufón Barbarroja – Diego Velázquez

Durante los siglos XVI y XVII fue común que estos “locos” -que comprendían desde enanos y bufones a simplones inocentes- formasen parte de las Cortes europeas, y la del Rey Planeta no iba a ser menos. Estos personajillos, fuente inagotable de risa y entretenimiento, subvertían los códigos de conducta e incluso llegaban a faltar al respeto a la autoridad, una cercanía que les logró un estatus privilegiado dentro del complejo engranaje que era la vida palacial.

Antes de Velázquez otros ya retrataron a estos personajes, como Antonio Moro o Sánchez Coello, todos con una iconografía similar. Representados individualmente imitaban los retratos convencionales nobiliarios de forma irónica, mientras que si eran retratados junto a sus señores era una muestra de benevolencia y de superioridad física, moral e intelectual de los mismos.

Lo normal habría sido que Velázquez siguiese esta línea de representación y mostrase a los bufones como un “objeto”, un complemento a la magnanimidad del noble de turno, carente de alma. Eso habría hecho cualquiera, pero Velázquez no era cualquiera.

La infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz – Alonso Sánchez Coello
Doña Juana de Mendoza con un enano – Alonso Sánchez Coello

Campo de experimentación y superación, la serie de retratos de los bufones es uno de los ejemplos más claros de la relación entre modelo y retratista, y la acción plástica que realiza frente a ellos. Dota de nobleza y dignidad, no ya a los modelos, sino a sí mismo, al propio arte de la pintura.

Los retratos de bufones desafían y rompen las expectativas del espectador. El pintor sevillano no reduce su humanidad, sino que hace una caracterización empática, se centra en lo que les hace personas y nos hace más sensibles a su existencia, permitiéndonos encariñarnos de Francisco Lezcano o sentir empatía -casi pena- del melancólico Sebastián de Morra, enano de expresión severa cuyo rostro casi nobilístico no concuerda con su anatomía física. Muestra una personificación singular, no genérica, otorgando a cada bufón sus cualidades personales y una fuerte carga psicológica.

El Bufón el Primo – Diego Velázquez

Velázquez hace gala del humor que caracterizó su vida y pinta unos seres desventurados que se meten en nuestra intimidad, que se burlan del espectador, que casi espera que uno de los borrachos que acompañan el Triunfo de Baco le ofrezca una copa de vino o que el Bufón Calabacillas, ese truhán con una mirada tan sonriente como carente de juicio, le suelte un improperio acompañado de una risita nerviosa.

El Triunfo de Baco – Diego Velázquez
El Bufón Calabacillas – Diego Velázquez

Siguiendo la tesis (bastante interesante) de la Doctora Georgievska-Shine, Velázquez realiza un juego de símiles y contrastes, mostrando a los bufones como contrarios improbables de sus homónimos reales. De esta manera, los bufones llamados Juan de Austria y Barbarroja son la “parodia” de los personajes históricos; Marte, ataviado con el mostacho típico de los Tercios de Flandes, es una figura melancólica y pensativa que nada tiene que ver con el aguerrido dios romano de la guerra; y Demócrito más que un filósofo es un personaje de aire chistoso que nos señala sonriente y picaresco el globo terráqueo como si de un objeto de disparate o locura se tratase.

Más allá de la iconografía y la razón de ser de esta particular tipología de retrato, Velázquez hace lo que mejor sabía hacer, pintar. Probablemente uno de los mejores cuadros de esta serie es “Pablo de Valladolid”. Con una limitadísima gama cromática, el sevillano hace un retrato de cuerpo entero que se vale tan solo de su expresión y el gesto de sus manos. Produce una sensación de espacio sin ningún tipo de referencia u objeto (¡ni tan siquiera la línea del suelo!), creando en el lienzo una atmósfera en la que el espectador casi puede meterse, respirar su aire, y deleitarse con el chiste del bufón que seguro provocaría las risas de todo el Alcázar.

Pablo de Valladolid – Diego Velázquez

Este es tan solo un episodio más de lo que fue el fenómeno Velázquez, uno de esos prodigios que aparecen una vez cada mil años, y que hacen mejor y más llena la vida de quienes tienen el privilegio de conocerlos en vida y de los que tienen la suerte de contemplar su obra siglos después.

El hispalense plasmó al óleo pequeños instantes de la vida de extraños anónimos, que hoy cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y que nos abre la posibilidad de contemplarlos y entrar en diálogo con ellos. Casi como si estuviesen vivos hoy, porque el arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas.