Más de 500 años después, hubo que esperar a Augusto Ferrer-Dalmau para poder contemplar escenas relativas a la Conquista de México. En ninguna de las salas del Museo del Prado cuelga la decisiva batalla de Otumba en un lienzo de tres por tres, ni acompaña el retrato del conocidísimo Hernán Cortés a los de los más importantes gentilhombres de cualquiera de los museos de arte de España. Resulta prácticamente imposible nombrar una sola imagen relativa a la Conquista. Ha sido necesario esperar a la obra del pintor historicista catalán para ver a Cortés entrando en Tenochtitlán. Pero, ¿a qué se debe?
Los pintores de los siglos XVI y XVII pusieron sus pinceles al servicio de la maquinaria propagandística de los catoliquísimos monarcas de la Casa Austria, pues no solo el arte radicaba en el mero placer estético de contemplar una obra. Tiziano retrató al magno César Carlos a caballo en Mühlberg como vencedor sobre la rebelión protestante de Esmalcalda; testigo que recogió Velázquez en el retrato de grupo en el que Spínola recibe las llaves de la ciudad de Breda. El arte supuso un auténtico arma, a veces incluso más efectiva que el arcabuz o la pica. Se trataba de reclamar el dominio sobre ciertos territorios en disputa, que en el caso de España se centraron principalmente contra el protestante flamenco, el francés o el turco.


No obstante, ninguno de los reyes españoles legitimó óleo sobre lienzo su dominio sobre México u otros territorios hispanoamericanos. Por mucho que a día de hoy los acérrimos defensores del indigenismo, siempre dispuestos a sacar a la luz un nuevo y trágico episodio del genocidio de indios americanos, cuestionen la licitud de la conquista del continente americano, en el siglo XVI no había ninguna duda respecto de la misma -ni a un lado del Atlántico ni al otro-.
La Conquista de México no entró en el programa iconográfico de ninguno de los monarcas españoles ni, más allá de algún caso aislado, de las grandes fortunas privadas como la Casa Alba o los Duques del Infantado. En las colecciones reales no hay nada de Cortés, Tenochtitlán ni Otumba, debido a que América suponía una posesión legítima otorgada por bula papal sobre la que no era necesaria ningún tipo de propaganda. Cempoala y Tlaxcala eran tan España como Burgos o Valladolid, y nadie lo ponía en duda.
Este patrón de completo vacío artístico en lo referente a la Conquista de México perdurará hasta el siglo XIX. Sin embargo, en México sí se encontrarán ciertas representaciones relativas a la conquista de mano de la población indígena. ¿Para denunciar los terribles tratos de los malvados conquistadores, pensará el ávido lector negrolegendario? Ni mucho menos. Ciertos pueblos como Texcoco o Tlaxcala acudieron a la pintura reivindicando su papel protagonista y determinante en la conquista y evangelización del virreinato. El ejemplo más notable es el Lienzo de Tlaxcala, 86 cuadros que muestran los pasajes de la conquista en los que intervinieron los tlaxcaltecas, con un objetivo de autocelebración y reconocimiento como vencedores del Imperio Mexicas y aliados castellanos de primer orden.
De igual forma, durante la administración virreinal borbónica, Texcoco acudió a la representación pictórica del bautismo del rey de Texcoco por Fray Bartolomé de Olmedo como forma de reivindicar su autonomía. Se trataba de una forma de luchar contra el gusto tan borbónico de convertir los virreinatos en colonias, mediante la exaltación del papel de los tlatoanis (reyes-guerreros) texcocanos durante la conquista de México y su apoyo a los castellanos -incluyendo la figura de Bartolomé de Olmedo, una de las figuras más apreciadas por los indios durante la conquista-.

Conforme avanzó el siglo XVI, Nueva España deja a un lado el binomio español-indio para dar paso a una realidad única en la historia hasta entonces, la de la urbanización, emigración y mestizaje. Nueva España es, por tanto, partícipe y protagonista principal de los éxitos y fracasos de la Monarquía Hispánica.
Con el surgimiento de los Estados-nación decimonónicos se dio un nuevo impulso al empleo del arte como elemento propagandístico y como herramienta para construir la historia oficial de un país, financiada y promovida por los Estados. Cobró importancia central, no ya solo lo que se contaba (los episodios escogidos no eran ni mucho menos aleatorios), sino la forma en que las imágenes eran dotadas de sentido.
A partir de la Independencia de México (1821), el relato de la Conquista estará sobrerrepresentado en la historia oficial mexicana, mientras que en España se continuó sin dar importancia alguna -muy en la línea de la incapacidad para dar una respuesta a la Leyenda Negra que ha acusado a lo largo de la historia-. Se produjo verdadero arte nacional mexicano, en el que la sangre, la muerte y la destrucción eran un denominador común y, el villano, el monstruoso conquistador enfermo por la fiebre del oro. Así, Leandro Izaguirre retrató a un indefenso Cuauhtémoc torturado por los impasibles españoles, mostrando la tónica de lo que había sido la conquista, una cacería y aniquilación sistemática de mexicas.

El mayor éxito del proceso nacionalizador mexicano fue hacer creer que todo el México prehispánico fue azteca-mexica. Así, lograron asimilar la caída del Imperio Mexica (suceso ocurrido gracias a innumerables pueblos autóctonos que vieron en los españoles un medio para librarse del yugo azteca) con la conquista de un país entero al modo de los siglos XIX y XX. Este anacronismo y delirio histórico ayudó a construir una identidad nacional en su sentido más negativo, en base a la creencia en un genocidio mexicano y un reaccionarismo anti-español, que ha calado tan notablemente en la opinión pública actual -valgan como ejemplo las palabras del actual Presidente López Obrador-.
De esta forma, se instrumentalizó la figura del indio para los fines partidistas del liberalismo mexicano que abogó por la distinción y ruptura radical entre México y España, convirtiendo al indígena en un mero utensilio. De forma más acusada, los muralistas del siglo XX, como Diego Rivera, hicieron irrumpir en la historia a la masa como protagonista de la historia. Ya no se trataba, como en el caso de Izaguirre, de una gloriosa figura que aguanta estoicamente su destino, sino la concurrencia de personajes indeterminados cuyo sufrimiento se pone al servicio del verdadero sujeto central, la nación.
Por otro lado, se condenó al más atronador silencio y ostracismo a las representaciones pictóricas discordantes, como es el caso del Tzompantli de Adrián Unzueta, en el que se representa el icónico espacio donde los aztecas clavaban las cabezas de los cautivos sacrificados. Cualquier relato de la nación mexicana como heredera de la española, y no como enemiga, fue combatido, suponiendo así la llegada hasta nuestros días de una opinión pública distorsionada y fanatizada.

En conclusión, la Conquista de México se convirtió en un episodio clave para construir su identidad, mientras que para España fue tan solo una más de sus provincias, en la que vivían súbditos jurídicamente iguales a los de la Península. La forma en que se optó por tratar la Conquista en el siglo XIX se tradujo en un verdadero drama tanto para México como para España. Lo que debía haber sido motivo de orgullo por los éxitos cosechados y de aprendizaje por los errores cometidos se convirtió en la ruptura y desunión de la hispanidad y en un complejo de inferioridad o vergüenza sobre el pasado, que obliga a pedir perdón (aunque no se sabe muy bien a quién) y que vierte en el triunfo de terceros interesados.
Más de 200 años después, ni España ni los distintos territorios de Hispanoamérica son conscientes de la importancia del elemento que supone la Hispanidad. Una identidad y una forma de ser, fruto de un proceso único en la Historia, en la que reside la esperanza de resurgimiento cultural y social en medio de la tormenta posmoderna.
Bibliografía recomendada:
Pérez Vejo, T., Salafranca Vázquez, A. (2021). La Conquista de la Identidad. Madrid: Turner Publicaciones S.L.