Cuba: La primera Comunidad Autónoma española

Al echar la vista atrás a los precedentes del régimen autonómico en el que se organiza territorialmente la España moderna, nuestro primer pensamiento suele remontarse a los estatutos de autonomía que fueron otorgados en tiempos de la Segunda República (1931-1939) a Cataluña, País Vasco y Galicia, que si bien fueron malogrados por el estallido de la Guerra Civil (1936-1939) y derogados con el triunfo del bando sublevado. No obstante, los primeros regímenes autonómicos son más de treinta años anteriores a éstos y fueron concedidos concretamente a dos provincias de ultramar: Cuba y Puerto Rico.

Desde mediados del siglo XIX, las desigualdades económicas y sociales entre los cubanos y con respecto a la España peninsular -altos impuestos, rígido control comercial o división de clases, entre otros- sumadas a la influencia de Estados Unidos para expulsar la presencia española y favorecer sus intereses en la isla, habían alimentado un creciente movimiento de independencia. La insatisfacción de los insurrectos -y ser respaldados financiera y diplomáticamente por Estados Unidos- provocó el estallido de dos cruentas guerras entre 1868 y 1880.

La paz apenas duró y en 1895 se volvió a derramar sangre en una tercera guerra que marcaría el destino de la isla antillana. La guerra de guerrillas y los ataques relámpago ejecutados por los insurrectos cubanos fueron respondidos por el ejército español con una estrategia de concentración de la población civil en los pueblos y ciudades bajo su control, con el propósito de impedir que dieran apoyo a los rebeldes. La principal víctima de esta estrategia de recolocación aplicada por el mando español fue la misma población civil, estimándose que llegó a costar la vida de 170.000 personas. Los métodos empleados para ganar la guerra no gustaron en Madrid por considerarse que imposibilitaban las negociaciones con los rebeldes y, por tanto, la obtención de la paz.

Los esfuerzos del gobierno central giraron hacia una postura de apaciguamiento que, sin conceder la independencia, contentase a los insurrectos ofreciéndoles mayor autogobierno, para lo que se aprobaron tres medidas para Cuba y Puerto Rico (a esta segunda por miedo a que se extendiesen los movimientos independentistas): el reconocimiento de los derechos fundamentales amparados en la Constitución de 1876, sufragio universal masculino para los mayores de 25 años, y el otorgamiento de un régimen autonómico.

Las Cartas Autonómicas concedidas a ambas provincias preveían el establecimiento de parlamentos bicamerales en cada una de ellas, componiéndose de una Cámara de Representantes y un Consejo de Administración – equivalentes a lo que eran el Congreso de los Diputados y el Senado en España – complementados por un Ejecutivo de gobierno local. Bajo dichos estatutos recaía en manos de cubanos y puertorriqueños prácticamente toda la administración, controlando la dirección de la Hacienda, Economía, Justicia, Obras Públicas, Industria y Comercio. El Gobierno de Madrid, representado por el Gobernador General, únicamente se reservaría el control del Ejército y las Relaciones Internacionales.

El 1 de enero de 1898 se designó un Gobierno interino y unas semanas más tarde se celebraron las elecciones legislativas a los parlamentos insulares. Sin embargo, el rechazo de los rebeldes a cualquier proposición que no contemplase la independencia y el estallido de la guerra hispano-estadounidense impidieron que el nuevo régimen autonómico se desarrollase plenamente. La invasión norteamericana obligó a la suspensión y posterior disolución de las cámaras legislativas. Por el Tratado de París, la derrotada España renunció a su soberanía sobre Cuba, que logró la independencia, y Puerto Rico, que fue incorporado como territorio estadounidense.