Un minuto de Mercurio y Argos

“De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía, de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, los demás vigilaban y en posta se mantenían. Como quiera que se apostara, miraba hacia Io: ante sus ojos a Io, aun vuelto de espaldas tenía”.

Esta es parte de la descripción que Ovidio hace en el libro primero de «Las Metamorfosis” de Argos, uno de los dos personajes protagonistas de la obra. Argos, según cuenta Ovidio, era un pastor al que Juno encargó la vigilancia de la ninfa Io, amante de su esposo, Júpiter. Este, como forma de liberar a su amante convertida en vaca, envía a su hijo Mercurio con la misión de matar al pastor y traer a la ninfa de vuelta.

Velázquez recibió el encargo de realizar esta obra datada del año 1659 para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. El pintor dispuso en un lienzo de clara tendencia horizontal (1,27 m de alto por 2,50 de ancho) tres figuras, que es capaz de representar de tal forma que sus posiciones no parezcan forzadas, sino en perfecta sintonía con el espacio que ocupan. La luz se encuentra fundamentalmente entre el pastor y la deidad, y durante su estancia en el Salón de los Espejos se vería reforzada por la luz que ascendía hacia el lienzo, pues fue colocado sobre una ventana.

Velázquez realiza esta obra en su etapa de madurez absoluta. La minuciosidad y el realismo detallado de sus primeros años se había transformado en una pincelada suelta y menos concreta, primando el color y la luz sobre la definición de las formas.

Tal como demuestra en otros muchos de sus cuadros, tenía un conocimiento erudito y perfecto de los temas mitológicos que realizaba. Tanto en esta como en otras de sus obras, como la Fábula de Aracne (o Las Hilanderas), la Fragua de Vulcano o Marte, Velázquez presenta unos personajes corrientes, que conforman una escena más costumbrista que mitológica. Su constante búsqueda del naturalismo, su afán por representar la realidad tal como es, le lleva a mostrarnos unos personajes sencillos, y no las deidades idealizadas que cabría imaginar cuando leemos a Ovidio.

A diferencia de otras escenas de Mercurio y Argos, como la de Rubens del Museo del Prado, el pintor sevillano no representa a Mercurio tocando la flauta o a punto de asestar el golpe mortal en el cuello del pastor, sino que escoge un momento de la historia peculiar, con Argos ya dormido y Mercurio cogiendo la espada para completar su misión. Una ausencia casi total de movimiento hace patente una violencia contenida, una quietud que anticipa el caos que seguirá al momento en que Mercurio alce la espada.

La obra se salvó del incendio del Alcázar de la Nochebuena de 1734, una suerte que no corrieron otras obras como Psique y Cupido o Apolo y Marsias. Este pequeño milagro nos permite hoy contemplar y disfrutar una de las obras más increíbles de Diego Velázquez, actualmente en la sala 015A del Museo.

Juana I de Castilla, reina comunera

“Que ha perdido la razón”, “de poco juicio, disparatado e imprudente”. Son algunas de las definiciones que da la Real Academia Española a la palabra “loco/a”, y todas ellas encajan a la perfección con Juana I de Castilla, “La Loca”. Encajan, por supuesto, con la Juana que la historiografía negrolegendaria ha querido modelar a su antojo. Una reina desquiciada, violenta, que incluso compartía lecho con el cadáver de su marido. Una Juana que no fue así en realidad.

El 6 de noviembre de 1479 nació en Toledo uno de los personajes más injustamente maltratados, junto con Carlos II, por los cronistas e historiadores de España y de Europa. La futura reina nació en el enfervorizado ambiente que giraba en torno al tramo final de la Reconquista. Poco se sabe del ambiente hogareño de la Corte de los Reyes Católicos, pero sí que fue una Corte culta, con inmensas bibliotecas pobladas por Virgilio, Tito Livio o Séneca, y frecuentada por grandes pintores flamencos y humanistas italianos. Juana creció, atenta y despierta a todo tipo de conocimiento, entre Michel Sittow, Juan de Flandes y Lucio Marineo Sículo, y bajo las enseñanzas de su preceptor, Alejandro Geraldino.

El año 1492 fue una explosión de éxito para España. Habían conseguido expulsar al enemigo musulmán y tres pequeñas carabelas se encaminaban a una arriesgada expedición para alcanzar las costas de Asia por el Atlántico. En ese marco de trepidante proyección exterior, los Reyes desplegaron una política internacional de tremenda ambición, buscando aliados mediante alianzas matrimoniales. En esta lotería de “sí quiero”, a la pobre Juana le tocó bailar con el más feo (o mejor dicho, con el más guapo). El 20 de agosto de 1496 salía de Laredo rumbo a los Países Bajos para desposarse con el hijo de Maximiliano I de Habsburgo, Felipe, apodado “El Hermoso”.

Felipe I y Juana I

Aterrizó el 8 de septiembre en la Corte borgoñona, llena de lujos y un complicado ceremonial palatino, pero falta de lo que Juana había ido a buscar, su futuro marido. Tan cortés como era, Felipe no se molestó siquiera en ir a recibirla, cosa que ocurrió finalmente el 12 de octubre. Desde ese momento se desató entre ambos una pasión descontrolada; lo que no impedía, posibilitado por la laxa moral borgoñona, que Felipe mantuviese relaciones extramaritales. Juana, en apenas dos años, se encontraba desplazada, abandonada y abatida, que sería la tónica del resto de su vida.

En 1498 dio a luz a su primera hija, Leonor, y dos años después trajo al mundo al que sería emperador de medio mundo -aunque eso es otra historia-. En aquellos tiempos, como escribió Manuel Fernández Álvarez “la muerte tuvo que trabajar a destajo”. El fallecimiento del príncipe Juan, su hijo, su hermana y del príncipe Miguel de Portugal (casi nada), posibilitaron que Carlos se convirtiese en el heredero de las tres Coronas Hispanas. La muerte de Miguel encendió la llama de la ambición en Felipe, que ya podía proclamarse Príncipe de Asturias.

Camino de España atravesaron Francia, donde Felipe no dudó en rendir pleitesía a Luis XII. Juana, como buena castellana e hija de sus católicos padres, se negó en rotundo a semejante humillación, un hecho que pone de relieve que estaba completamente en sus cabales. En las Cortes de Toledo de 1502 se juró al matrimonio como Príncipes de Asturias, cargo que ostentaron hasta que, el 26 de noviembre de 1504, dejó la vida en Medina del Campo la reina más grande que ha tenido Castilla. 

Juana y Felipe en la Corte

La recién heredada condición de reyes volvió a acercar a Felipe y Juana, aunque poco le duró al nuevo monarca, que llegó a encerrar a su esposa en su habitación, a lo que ella respondió con huelgas de hambre y otros escándalos.

La opinión pública castellana daba por hecho que Juana no podía gobernar. Felipe y Fernando, aunque enemistados entre sí, se esforzaron por mostrar una imagen de mujer desquiciada y fuera de sus cabales, que no solo no podía gobernar a Castilla, sino que difícilmente podía ni gobernarse a sí misma. Juana, ya para el resto de sus días y los venideros, “La Loca”, vivió en septiembre de 1506 el episodio que más contribuyó a la denostación de su persona. El día 7 del noveno mes, Felipe, al que todo le parecía propiciarle un largo reinado, salió a jugar a la pelota con uno de sus generales. Una vez hubo terminado, bebió “un vaso de agua muy fría”, que le produjo una horrible enfermedad y una rápida degeneración física, que le produjo la muerte el día 25.

Doña Juana la Loca – Francisco Pradilla (Museo del Prado)

Quedaba así viuda Juana con 26 años, a merced de todo tipo de mentiras y leyendas acerca de su locura. En primer lugar y con muy buen juicio, lo primero que hizo a la muerte del rey fue formar un triunvirato con el Condestable de Castilla, el Duque de Nájera y el Cardenal Cisneros para gobernar Castilla. Además, prohibió que se diese sepultura al cuerpo de su marido. No para abrazarlo por las noches y demás sandeces que se han repetido de forma más que habitual, sino para evitar ser desposada con Enrique VII de Inglaterra. Las leyes del momento establecían que una viuda no podía casarse hasta que su marido estuviese enterrado, por lo que la sabia Juana custodió a Felipe sabedora de que era su garantía de no tener que volver a pasar por el altar.

Sin embargo, su suerte, con marido o sin él, ya estaba echada. Nunca más volvió Juana a salir de su encarcelamiento en Tordesillas. Allí la metió su padre, y allí la mantuvo su hijo. Custodiada por los marqueses de Denia, que llegaron incluso a emplear violencia física contra ella, perdió todo contacto con el mundo exterior, con el amor; exceptuando a su hija Catalina, su único apoyo.

En 1520 estalló la revuelta de las Comunidades de Castilla, la última oportunidad de conseguir la libertad para Juana, a la que los comuneros consideraban reina de Castilla. El movimiento insurgente vio en ella al legítimo gobernante que acabaría con la Monarquía de corte flamenco instaurada por Carlos I. Sin embargo Juana, con casi 15 años de encierro a sus espaldas y vacilando ante la inmensa responsabilidad que se habría ante ella, no se animó a apoyar la revuelta, que murió en Villalar, y con ellas sus posibilidades de rescate.

Ejecución de los comuneros de Castilla – Antonio Gisbert (Palacio de las Cortes)

Como colofón a su vida, el destino le tenía reservada un último sufrimiento, quizás el mayor desde la muerte de su marido. En 1525 su hija Catalina abandonó Tordesillas para desposarse con Juan III de Portugal. Se rompía su nexo con cualquier tipo de afectividad. Juana quedaba totalmente sola, a merced de los Denia.

La soledad fue la tónica del resto de sus días. Es verdaderamente complicado tratar de ponerse en su piel. Una mujer que vivió encarcelada 50 años, en la más completa tristeza y aislamiento durante 30 de ellos; tachada de loca, habiendo perdido a su marido, a su Catalina, habiendo sido menospreciada por su padre y olvidada por su hijo.

Cómo no perder la razón, el juicio e incluso el ánimo vital en semejante situación; pasando además los últimos de sus años inmovilizada de cintura para abajo debido a una caída. Este cóctel de injusticias e infortunios, mezclado con la capacidad de comprensión psicológica propia del siglo XVI, fueron un golpe mortal a la estabilidad mental de Juana. Tan solo encontró consuelo en la compañía que le hizo sus últimos días San Francisco de Borja.

El 12 de abril de 1555, enferma y entre terribles dolores, exhaló Juana su último aliento. Era un Viernes Santo, que ponía fin a la vida de aquella desventurada cautiva en Tordesillas, que ponía por fin término a su encierro, que acababa con su Pasión particular. Al fin, era libre.

Introducción a Murillo

En una España económicamente arruinada, políticamente inestable y asolada por problemas sociales, emergió como un ave fénix el arte de un maestro cuya misión fue la de moldear la realidad hacia formas más suaves, más amables, más infantiles. En definitiva, esperanzadoras.

Bartolomé Esteban Murillo nació en Sevilla en 1617 en el seno de una familia acomodada, siendo el menor de 14 hermanos. Su vida se vio truncada desde joven al asistir al fallecimiento consecutivo de sus padres, en 1627 y 1628, dejándolo en la orfandad y a merced de su hermana Ana y el marido de ésta, quienes le proporcionaron una buena vida.

Su vida se vio marcada por la situación que le tocó vivir y así, España estaba sufriendo un momento de decaimiento a todos los niveles que dejó a la mayoría de su población en una situación de desamparo. Además, Sevilla se vio asolada por una peste, que mermó la población a la mitad.

Es por esto que la Iglesia y otros sectores pudientes (como mercaderes o artesanos) decidieron profesar la Caridad y ayudar a sus conciudadanos a salir adelante. Esta Caridad adoptó muchas formas, y una de ellas fue erigirse como catalizador de un proceso de creación artística muy centrado en lo religioso.

San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres

En este momento se va formando la maestría de Murillo, en cuyas figuras celestiales, compasivas y acogedoras, la gente encontraba un refugio reservado en exclusiva a la religiosidad, donde personajes divinos eran portadores de esperanza y calma. Su formación artística comenzó de la mano de Juan del Castillo, artista de poco renombre pero familiar cercano, que lo formó en el arte de transmitir afabilidad y expresividad en sus personajes.

Fue de los pocos artistas a lo largo de la historia que pudo vivir de su obra, pues gozó de prestigio y reconocimiento a lo largo de su vida y no tan solo a posteriori. Y es que el hispalense, gracias a este reconocimiento promovió la creación, en 1660 de una academia de pintura donde instruir a jóvenes artistas.

La Inmaculada del Escorial

En cuanto a su formación, si bien no abandonó por mucho tiempo su amada ciudad, realizó pequeños viajes, entre ellos a la Corte madrileña, donde se puso en contacto con artistas de la talla de Velázquez y Zurbarán, de quienes aprendió diversos elementos como la fuerza y solemnidad de sus figuras.

Su evolución pictórica se califica en tres periodos; «frío», «cálido» y «vaporoso», si bien todos ellos reflejan el patrón misericordioso y amable de sus personajes. Capaz de humanizar a sus pinturas debido a su cariz de perfecto observador de la vida cotidiana, tomó como modelo a sus conciudadanos. En ellos veía misericordia y caridad, lo que reflejó en figuras afables y comprensivas en lugar de una religiosidad ortodoxa preponderante hasta el cambio artístico de ese momento materializado en el Barroco.

Destaca su innovación a la hora de transformar escenas costumbristas en escenas religiosas, y es que casi todas sus obras estaban inspiradas por escenas cotidianas. Encontramos a los niños como protagonistas de muchas de ellas, pues despertaban un sentido de protección y familiaridad entre los espectadores.

La Sagrada Familia del Pajarito

Lo más destacable del autor es, que pese a la miseria imperante en su tiempo, fue capaz de proponer una religiosidad vitalista, donde sus cuadros irradiaban esperanza y bondad, además de un optimismo contagioso.

Casi toda su obra tuvo lugar en su ciudad, llevando a cabo proyectos para la iglesia de Santa María la Blanca o la decoración de la Sala Capitular de la Catedral de Sevilla, aunque su culminación se produjo al decorar enteramente la Iglesia de los Capuchinos, también en Sevilla.

Desgraciadamente, sufrimos varios expolios de sus obras; el primero producto de la situación económica debilitada, que llegó a su fin gracias al Ministro Floridablanca y, sobre todo, a la monarca consorte Isabel de Farnesio, y otro posterior con el Mariscal Soult en la invasión napoleónica, que quiso crear un museo napoleónico con muestras de todo el mundo. Algunos de sus cuadros se recuperaron, pero casi todos fueron posteriormente vendidos por los herederos del Mariscal, y hoy se encuentran en la sala de Pinturas Españolas del Louvre.

En 1882 podemos decir que la fama del pintor llega a su punto álgido, declarándosele el más popular de los pintores españoles. Pese a que hoy le han ganado terreno otros maestros de talla mundial (El Greco, Ribera, Velázquez) Murillo sigue siendo ese lienzo amable al que agarrarnos cuando todo va mal, ese modesto óleo con el que conmovernos y esa cara de niño con la que sonreírnos.

Un minuto de Isabel II

La primogénita de Fernando VII y de María Cristina de Borbón Dos Sicilias nació el 10 de octubre de 1830. Cuando la reina contaba solo 3 años, tras la muerte del “Rey Felón”, estalló en España una guerra civil entre los partidarios de Carlos María de Isidro, hermano de Fernando, y los isabelinos.

La causa fue que los conocidos como carlistas no reconocieron a la reina como legítima ni la derogación que hizo el rey Fernando de la Ley Sálica (según la cual las mujeres no podían reinar). Durante su minoría de edad actuaron como regentes del Reino, primero su madre y después el general Espartero -que acabó con la Primera Guerra Carlista con victoria para el bando isabelino-.

Durante los años de regencia se sucedieron un Estatuto Real, un motín, una Constitución, dos Desamortizaciones, un exilio -el de María Cristina- y un Pronunciamiento (¡todo en menos de 10 años!). Tras la formación de un gobierno provisional, las Cortes declararon la mayoría de edad de Isabel en 1843, que por aquel entonces contaba tan solo con 13 años.

Isabel II con su hija Isabel – Franz Xaver Winterhalter (Palacio Real de Madrid).

La primera parte de su reinado, conocida como “Década Moderada” estuvo marcada por una nueva Constitución en 1845. En 1854, un pronunciamiento militar conocido como la “Vicalvarada” puso fin a la moderación y dio paso al “Bienio Progresista”, en el que se produjo la Desamortización de Madoz (1855) y se redactó una nueva Constitución (1865), que no llegó a entrar en vigor.

Durante la última parte de su reinado la política exterior cobró gran importancia, con una expedición a Indochina y una intervención en México (ambos acompañando a Francia) y una nueva intervención en Marruecos, tras la que España anexionó el Sidi Ifni.

Los problemas sociales, económicos y políticos, tales como el patrón en la inversión extranjera y las construcciones ferroviarias y la pérdida de capacidad adquisitiva llevó a un descontento político generalizado, como la revuelta de la Noche de San Daniel o la sublevación del cuartel de San Gil.

En este contexto de descontento, en 1866 se firmó el Pacto de Ostende, un compromiso de derrocamiento de la reina Isabel que culminó en la Revolución de 1868, conocida como “La Gloriosa”. Tras el golpe de Serrano, Prim y Topete, que obtuvo su victoria definitiva en la Batalla del puente de Alcolea, la reina se exilió a Francia, de donde nunca regresaría.

Un minuto de Carlos V

El 24 de febrero de 1500 durante una fiesta en el castillo de Gante, Juana, la hija de los Reyes Católicos, dio a luz a su primer hijo varón, Carlos. Se llamó así en honor a su bisabuelo Carlos “el Temerario”,  y se crió toda su infancia en Malinas junto con sus hermanas Leonor, Isabel y María. El 14 de marzo de 1516 Carlos se proclamó en Bruselas Rey de Castilla y Aragón, y el 19 de septiembre de 1517 llegó a España, desembarcando en Tazones (Asturias). 

Recién comenzado su reinado marchó al Sacro Imperio a reclamar el título de emperador, lo que, sumado a la crisis económica y política que vivía Castilla desde la muerte de Isabel, desató la Guerra de las Comunidades, que acabó en 1521 con la derrota comunera en Villalar. De igual forma se levantó Aragón en un movimiento social conocido como las Germanías que se enfrentó a nobles y señores.

En materia exterior, su política se centró principalmente a combatir a Francia y los otomanos en los distintos escenarios europeos. Además, se erigió como Faro de la cristiandad europea -muy por encima de los Papas de la época-. Frente a la amenaza rupturista que supuso Lutero, Carlos creó un Imperio Católico cuya unidad residía en su propia persona. 

Carlos V en la Batalla de Mühlberg – Diego Velázquez (Museo del Prado)

Llegó incluso a retar la autoridad papal en el asalto de Roma del 6 de mayo de 1527. Una tropa de alrededor de 40 mil hombres arrasó la ciudad en respuesta a la alianza del Papa con Francia y varios estados italianos contra España. El conocido como “Saco de Roma” contribuyó a la formación de la primera Leyenda Negra, que veía a los españoles como bárbaros medio judíos.

Durante su reinado se descubrieron y conquistaron numerosos territorios en las Indias, siendo especialmente conocidas las hazañas de Cortés en México y Pizarro en Perú.

El 16 de enero de 1556 renunció a las Coronas de Castilla y Aragón y se retiró al monasterio de Yuste, donde la muerte se lo llevó el 21 de septiembre de 1558. El que fue el César más grande de la historia de España murió sin lograr evitar la división religiosa de Europa y renunciando a la cruzada contra el turco, pero dejó una herencia política e histórico-cultural sin parangón en la historia del Imperio.

Un minuto de la Controversia de Valladolid

Se llama Controversia de Valladolid al debate sobre las conquistas españolas en América, organizado entre 1550 y 1551 por orden del Emperador Carlos V. El 16 de abril de 1550, el propio Carlos había ordenado la suspensión de las conquistas en el Nuevo Mundo hasta que se resolvieran todos los interrogantes morales acerca de la conquista de las tierras americanas y el status jurídico de los indios.

Desde un primer momento los reyes de España abogaron por la protección del indio, como es el ejemplo de Isabel la Católica, que anuló y prohibió todas las intentonas de Cristobal Colón de comerciar con esclavos indios en Europa, puesto que los consideraba vasallos en plano de exacta igualdad a los habitantes de la Península Ibérica. En 1513 Fernando promulgó las Leyes de Burgos y las de Valladolid, en las que se reforzaba la protección de los trabajadores indios en las minas, las mujeres y los niños.

Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda

Los dos protagonistas de la Controversia fueron Fray Bartolomé de las Casas y Fray Juan Ginés de Sepúlveda. Se sometieron a debate cuestiones acerca de la legitimidad que daban las bulas papales a los reyes de España para la conquista, la posibilidad o no de esclavizar a los indios, la licitud de prohibir su religión y los sacrificios humanos y, por último, si la evangelización justificaba el sometimiento de los indios.

La Controversia, en la que podría decirse que venció Sepúlveda (mucho mejor preparado académicamente que su adversario), supuso un momento cumbre e irrepetible en la Historia. Por primera y única vez, un Emperador, dueño por aquel entonces de casi medio mundo, paralizaba toda conquista para estudiar y cuestionarse si era legítima la acción que se estaba llevando a cabo.

Un minuto del Camino de Santiago

Corría un año indeterminado de principios del siglo IX cuando un humilde eremita, de nombre Pelayo, fue sorprendido por una lluvia de estelas que le deslumbraron. Ante tal descubrimiento, hizo llamar al prelado de Iria Flavia (actual Padrón), quien descubrió que escondido tras una estrella brillante y fija (Campus Stellae, es decir, Compostela) se hallaba sepultado el cuerpo del mártir Santiago el Mayor. Este fue el comienzo de una de las mayores peregrinaciones de la Cristiandad junto con Jerusalén y Roma. 

Muerto Cristo, encomendó a sus discípulos predicar sus palabras por los confines del mundo, haciendo llegar el mensaje de su Padre Salvador a toda la Humanidad. Sus doce apóstoles partieron a lo largo y ancho del mundo, y nuestro protagonista, Santiago el Mayor, hizo de Hispania, y más concretamente de Gallaecia, su lugar de evangelización. 

Sin embargo, fue en el año 44 cuando tras regresar a Jerusalén, según los textos apócrifos para acompañar a la Virgen en su lecho de muerte, fue ordenado decapitar por Herodes Agripa I rey de Judea, convirtiéndose en uno de los primeros mártires en morir por Jesús. Una figura tan importante no podía ser olvidada y abandonada para el ultraje, así pues, los discípulos del apóstol decidieron custodiar su cadáver y devolverlo a la tierra de sus prédicas: Hispania. 

Existen  un sinfìn de mitos acerca del hallazgo del cuerpo terrenal del apóstol, pero todos ellos concuerdan en que el primer peregrino fue el Rey Alfonso II el Casto, quien tras ser avisado del hallazgo, partió con una comitiva para dilucidar la veracidad del mismo. Éste, al ser testigo de la estrella a los pies de un roble que guardaba un cadáver decapitado con la cabeza en el regazo, erigió una Iglesia en su nombre, e hizo de Santiago el Mayor, patrón de España y símbolo de la Reconquista.   

Un minuto de Gonzalo Fernández de Córdoba «El Gran Capitán»

Nacido en Córdoba en 1453, era hijo de una familia de la alta aristocracia castellana. Destacó por ser un excelso militar, estadista, diplomático, alcalde, caballero renacentista, almirante, capitán general, virrey de Nápoles y, sobre todo, por ser el precursor de los futuros Tercios.

Entró en la Corte a formar parte del séquito de Isabel I tras la prematura muerte de su hermano. Comenzó su formación militar observando de cerca las escaramuzas en la frontera con el Reino Nazarí de Granada mientras era alcalde de Santaella. Fue este hecho lo que despertó en él una voluntad de emprender su carrera al servicio del Estado.

En 1476 entró a formar parte de la Corte los Reyes Católicos, pensando que su parentesco con Fernando le sería de ayuda. Así fue, pues aprendió las obligaciones del nuevo cortesano y se le instruyó en administración y servicio público.

A su paso por Italia, bajo el mandato de defender las fronteras del Reino de Nápoles, llevó a cabo tres reformas: Ideó las «coronelias» que propiciaron la profesionalización del ejército para poder hacer frente a los ejércitos europeos; entendió la guerra como un trabajo en equipo con roles diferenciados e importantes; e ideó una nueva forma de organizar la caballería.

A la par que crecía su leyenda militar, así lo hacían también sus reclamos. De esta forma, el Papa Alejandro VI lo llamó para hacer frente a sus enemigos. Tras esta hazaña, sus tropas comenzaron a llamarle por el sobrenombre por el cual hoy es conocido. Por ello, el Rey de Nápoles le concedió los títulos de duque de Monte Santangelo y Terranova, con todos sus beneficios, y fue nombrado Virrey de Nápoles, para evitar enfrentamientos.

Su carrera le granjeó enemigos, entre ellos los Reyes Católicos (relatado en la obra de Lope de Vega «Las cuentas del Gran Capitán») que lo alejó de Nápoles. Su mala relación con Fernando el Católico no paró de crecer, hasta que una nueva coalición instada por el Papado, Venecia y España, lo requirieron al frente de la ofensiva frente al Rey francés (debido a la muerte del último nunca llegó a existir tal contienda). 

Su vida destaca por su genio militar, su gran capacidad analítica y diplomática, y su contribución al ejército español (a día de hoy, el Tercio de la Legión Española afincado en Melilla, lleva su nombre). 

Murió en 1515 en Granada, y se le permitió adquirir definitivamente el Título de Gran Capitán, así como la posibilidad de ser sepultado en el Monasterio de los Jerónimos (Granada). 

La Conquista de México a través del Arte

Más de 500 años después, hubo que esperar a Augusto Ferrer-Dalmau para poder contemplar escenas relativas a la Conquista de México. En ninguna de las salas del Museo del Prado cuelga la decisiva batalla de Otumba en un lienzo de tres por tres, ni acompaña el retrato del conocidísimo Hernán Cortés a los de los más importantes gentilhombres de cualquiera de los museos de arte de España. Resulta prácticamente imposible nombrar una sola imagen relativa a la Conquista. Ha sido necesario esperar a la obra del pintor historicista catalán para ver a Cortés entrando en Tenochtitlán. Pero, ¿a qué se debe?

Los pintores de los siglos XVI y XVII pusieron sus pinceles al servicio de la maquinaria propagandística de los catoliquísimos monarcas de la Casa Austria, pues no solo el arte radicaba en el mero placer estético de contemplar una obra. Tiziano retrató al magno César Carlos a caballo en Mühlberg como vencedor sobre la rebelión protestante de Esmalcalda; testigo que recogió Velázquez en el retrato de grupo en el que Spínola recibe las llaves de la ciudad de Breda. El arte supuso un auténtico arma, a veces incluso más efectiva que el arcabuz o la pica. Se trataba de reclamar el dominio sobre ciertos territorios en disputa, que en el caso de España se centraron principalmente contra el protestante flamenco, el francés o el turco. 

Carlos V en la batalla de Mühlberg – Tiziano (Museo del Prado)
La rendición de Breda – Velázquez (Museo del Prado)

No obstante, ninguno de los reyes españoles legitimó óleo sobre lienzo su dominio sobre México u otros territorios hispanoamericanos. Por mucho que a día de hoy los acérrimos defensores del indigenismo, siempre dispuestos a sacar a la luz un nuevo y trágico episodio del genocidio de indios americanos, cuestionen la licitud de la conquista del continente americano, en el siglo XVI no había ninguna duda respecto de la misma -ni a un lado del Atlántico ni al otro-.

La Conquista de México no entró en el programa iconográfico de ninguno de los monarcas españoles ni, más allá de algún caso aislado, de las grandes fortunas privadas como la Casa Alba o los Duques del Infantado. En las colecciones reales no hay nada de Cortés, Tenochtitlán ni Otumba, debido a que América suponía una posesión legítima otorgada por bula papal sobre la que no era necesaria ningún tipo de propaganda. Cempoala y Tlaxcala eran tan España como Burgos o Valladolid, y nadie lo ponía en duda.

Este patrón de completo vacío artístico en lo referente a la Conquista de México perdurará hasta el siglo XIX. Sin embargo, en México sí se encontrarán ciertas representaciones relativas a la conquista de mano de la población indígena. ¿Para denunciar los terribles tratos de los malvados conquistadores, pensará el ávido lector negrolegendario? Ni mucho menos. Ciertos pueblos como Texcoco o Tlaxcala acudieron a la pintura reivindicando su papel protagonista y determinante en la conquista y evangelización del virreinato. El ejemplo más notable es el Lienzo de Tlaxcala, 86 cuadros que muestran los pasajes de la conquista en los que intervinieron los tlaxcaltecas, con un objetivo de autocelebración y reconocimiento como vencedores del Imperio Mexicas y aliados castellanos de primer orden.

De igual forma, durante la administración virreinal borbónica, Texcoco acudió a la representación pictórica del bautismo del rey de Texcoco por Fray Bartolomé de Olmedo como forma de reivindicar su autonomía. Se trataba de una forma de luchar contra el gusto tan borbónico de convertir los virreinatos en colonias, mediante la exaltación del papel de los tlatoanis (reyes-guerreros) texcocanos durante la conquista de México y su apoyo a los castellanos -incluyendo la figura de Bartolomé de Olmedo, una de las figuras más apreciadas por los indios durante la conquista-.

Reproducción de una escena del lienzo de Tlaxcala

Conforme avanzó el siglo XVI, Nueva España deja a un lado el binomio español-indio para dar paso a una realidad única en la historia hasta entonces, la de la urbanización, emigración y mestizaje. Nueva España es, por tanto, partícipe y protagonista principal de los éxitos y fracasos de la Monarquía Hispánica. 

Con el surgimiento de los Estados-nación decimonónicos se dio un nuevo impulso al empleo del arte como elemento propagandístico y como herramienta para construir la historia oficial de un país, financiada y promovida por los Estados. Cobró importancia central, no ya solo lo que se contaba (los episodios escogidos no eran ni mucho menos aleatorios), sino la forma en que las imágenes eran dotadas de sentido.

A partir de la Independencia de México (1821), el relato de la Conquista estará sobrerrepresentado en la historia oficial mexicana, mientras que en España se continuó sin dar importancia alguna -muy en la línea de la incapacidad para dar una respuesta a la Leyenda Negra que ha acusado a lo largo de la historia-. Se produjo verdadero arte nacional mexicano, en el que la sangre, la muerte y la destrucción eran un denominador común y, el villano, el monstruoso conquistador enfermo por la fiebre del oro. Así, Leandro Izaguirre retrató a un indefenso Cuauhtémoc torturado por los impasibles españoles, mostrando la tónica de lo que había sido la conquista, una cacería y aniquilación sistemática de mexicas.

El suplicio de Cuauhtémoc – Leandro Izaguirre (Museo Nacional de Arte de México)

El mayor éxito del proceso nacionalizador mexicano fue hacer creer que todo el México prehispánico fue azteca-mexica. Así, lograron asimilar la caída del Imperio Mexica (suceso ocurrido gracias a innumerables pueblos autóctonos que vieron en los españoles un medio para librarse del yugo azteca) con la conquista de un país entero al modo de los siglos XIX y XX. Este anacronismo y delirio histórico ayudó a construir una identidad nacional en su sentido más negativo, en base a la creencia en un genocidio mexicano y un reaccionarismo anti-español, que ha calado tan notablemente en la opinión pública actual -valgan como ejemplo las palabras del actual Presidente López Obrador-.

De esta forma, se instrumentalizó la figura del indio para los fines partidistas del liberalismo mexicano que abogó por la distinción y ruptura radical entre México y España, convirtiendo al indígena en un mero utensilio. De forma más acusada, los muralistas del siglo XX, como Diego Rivera, hicieron irrumpir en la historia a la masa como protagonista de la historia. Ya no se trataba, como en el caso de Izaguirre, de una gloriosa figura que aguanta estoicamente su destino, sino la concurrencia de personajes indeterminados cuyo sufrimiento se pone al servicio del verdadero sujeto central, la nación.

Por otro lado, se condenó al más atronador silencio y ostracismo a las representaciones pictóricas discordantes, como es el caso del Tzompantli de Adrián Unzueta, en el que se representa el icónico espacio donde los aztecas clavaban las cabezas de los cautivos sacrificados. Cualquier relato de la nación mexicana como heredera de la española, y no como enemiga, fue combatido, suponiendo así la llegada hasta nuestros días de una opinión pública distorsionada y fanatizada.

El Tzompantli – Adrián Unzueta (Museo Nacional de Historia de México)

En conclusión, la Conquista de México se convirtió en un episodio clave para construir su identidad, mientras que para España fue tan solo una más de sus provincias, en la que vivían súbditos jurídicamente iguales a los de la Península. La forma en que se optó por tratar la Conquista en el siglo XIX se tradujo en un verdadero drama tanto para México como para España. Lo que debía haber sido motivo de orgullo por los éxitos cosechados y de aprendizaje por los errores cometidos se convirtió en la ruptura y desunión de la hispanidad y en un complejo de inferioridad o vergüenza sobre el pasado, que obliga a pedir perdón (aunque no se sabe muy bien a quién) y que vierte en el triunfo de terceros interesados. 

Más de 200 años después, ni España ni los distintos territorios de Hispanoamérica son conscientes de la importancia del elemento que supone la Hispanidad. Una identidad y una forma de ser, fruto de un proceso único en la Historia, en la que reside la esperanza de resurgimiento cultural y social en medio de la tormenta posmoderna.

Bibliografía recomendada:

Pérez Vejo, T., Salafranca Vázquez, A. (2021). La Conquista de la Identidad. Madrid: Turner Publicaciones S.L.

La expulsión de Isabel II: la «subasta» del trono que cambió el curso de Europa

Desde mediados del siglo XIX un Bonaparte volvía a estar al frente de Francia. Ocupando el cargo de Presidente de la República, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, había impulsado un golpe de Estado y convertido en Emperador de los franceses en 1852. Debía ser cosa de familia poner fin a las repúblicas que hubiera en Francia.

Durante el Segundo Imperio de Napoleón III el país experimentaría un intenso proceso de industrialización y de desarrollo económico, a la par que mantendría una activa política exterior con la que reforzar sus intereses y condición como potencia europea. Al otro lado del Rin, el reino de Prusia había ido aumentando su relevancia y poderío entre los distintos Estados alemanes. La unificación de Alemania en un solo Estado había sido impedida ya en 1848, pero las ideas del romanticismo y el nacionalismo no sucumbieron, permaneciendo encendida la chispa del pangermanismo.

Tras haberse disputado con Austria el liderazgo del mundo germánico, y haber salido victoriosa, Prusia se consolidó como la nación hegemónica entre los Estados alemanes. La unificación alemana estaba cada vez más cerca de hacerse realidad. Dichos logros llevaban la firma de Otto von Bismarck, primer ministro de Prusia, quien será un personaje de importancia fundamental en nuestra historia.

Mapa de Europa en 1867 – Francia es representada en morado y Prusia en azul

¿Y qué pintaba España en todo esto? En 1868 estalló la Gloriosa, un pronunciamiento militar que, tras una breve guerra, forzaría a la reina Isabel II a abandonar el país. Marchada la Isabelona, «afectuoso» apodo dedicado a la reina en las coplas populares, se redactó una nueva Constitución en 1869 y se adoptó la monarquía constitucional como modelo político. Faltaba encontrar un monarca que ocupara el trono huérfano.

Isabel II marchando al exilio
Otto von Bismarck

La misión de encontrar un nuevo rey recayó sobre Juan Prim, general progresista que había sido uno de los principales impulsores de la Gloriosa, y que, tras el derrocamiento de la reina, ocupaba la presidencia del Consejo de Ministros. El atento lector probablemente sepa cómo sigue la historia, con Amadeo de Saboya convirtiéndose en rey de España. Pero antes de la elección del duque de Aosta, también se barajaron otros candidatos.

Entre las propuestas de Prim estaba el príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, emparentado con la casa real de Prusia, y mejor conocido por el pueblo español como Leopoldo “Olé Olé si me eligen”. Su candidatura fue acogida con alarma en Francia, temerosa de que Prusia se hiciera con una ventaja estratégica que dejaría cercado al país galo en sus fronteras al sur y al este por dos potencias afines.

Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen

Consecuentemente, en julio de 1870 el gobierno francés envió a su embajador en Berlín a Bad Ems, una ciudad balneario donde estaba veraneando el rey Guillermo de Prusia, teniendo el propósito de presionarle e impedir el ascenso de Leopoldo al trono español. La maniobra funcionó. El monarca prusiano cedió y el padre de Leopoldo renunció en nombre de su hijo. El equilibrio de poder entre las dos principales potencias continentales había sido salvado. O eso podía parecer.

Los franceses no se contentaron con la mera renuncia, sino que insistieron en que Guillermo garantizara que ningún miembro de la casa Hohenzollern reclamase el trono español en el futuro. Importunado rudamente por segunda vez en sus vacaciones estivales, el rey prusiano rechazó la pretensión e hizo enviar un mensaje a su primer ministro. En el referido como Telegrama de Ems se informaba a Bismarck sobre el encuentro y se le autorizaba a hacer público su contenido. El primer ministro se deleitó al ver cómo había caído en sus manos el pretexto que necesitaba para alimentar un enfrentamiento que uniera a los Estados alemanes frente a un enemigo común.

El telegrama fue publicado en la prensa, pero no sin antes haber sido modificado por Bismarck. El resultado fue un comunicado que irritó a los prusianos por la insolencia con la que había sido tratado su rey, a la par que encendió la cólera de los franceses al expresar de manera firme la negativa de Guillermo a aceptar las pretensiones francesas.

Una ola de fervor nacionalista se apoderó de las dos partes. A la movilización de los ejércitos y las encolerizadas protestas de la población siguió la declaración de guerra por parte de Francia. Prusia fue acusada de intentar romper el equilibrio de poder en Europa, colocando a un rey alemán en el trono de España, y de haber humillado el honor de Francia en el Telegrama de Ems. Simultáneamente, los príncipes y reyes alemanes se adhirieron a la causa de Prusia.

La guerra fue una debacle para Francia y provocó el derrocamiento de Napoleón III. Bismarck completaría su proyecto político con la proclamación del nuevo Imperio alemán en el Palacio de Versalles. Este hito no solo marcaba la culminación del proceso de unificación alemán, sino que consolidaba a Alemania como la gran potencia continental. Para mayor humillación de los franceses, las regiones de Alsacia y Lorena fueron anexionadas por los victoriosos alemanes.

La proclamación del Imperio alemán – Anton von Werner

Francia no olvidaría ésta pérdida, que sumada al creciente desarrollo militar y económico de Alemania, haría que las consecuencias de la guerra franco-prusiana permanecieran latentes durante décadas, hasta la Primera Guerra Mundial.

Mientras en el corazón de Europa ocurría un cambio de poder histórico, en España, donde había surgido el incidente que encendió la guerra, se sucedían un breve reinado de un rey italiano, una todavía más corta república, para terminar produciéndose la restauración borbónica en el hijo de Isabel II. El príncipe Leopoldo no pudo hacer honor a su ingenioso apodo y Napoléon III habría debido pensar que “los españoles se podrían haber ahorrado todo esto”.