La locura del rey Felipe V

Corría el año 1700 cuando Carlos II, último Rey español de la Casa Austria, abandonó el mundo con una frase que bien podría ser un resumen de su vida: “me duele todo”. Aproximadamente a 1000 kilómetros de allí, en Versalles, el Rey Sol comenzó a organizar la marcha de su nieto Felipe de Anjou para ocupar el trono español.

Sin tener ni el más remoto conocimiento de la lengua, costumbres o historia del país, Felipe fue enviado a la Península, en la que posteriormente tendría que librar una Guerra de Sucesión contra Carlos de Habsburgo, y donde fue recibido con auténtico fervor, especialmente por las gentes de la capital. Lo que no sabían los madrileños que lo acogieron con tanta pompa y fiesta, es que se trataba de un tímido muchacho que no quería tomar parte en las decisiones del Consejo Real, al cual se limitaba a llegar tarde y a esconderse tras las cortinas de Palacio.

Felipe V – Jean Ranc (Museo del Prado)

El reinado del primer Borbón español no se comprende sin la intervención de dos mujeres fuertes, inteligentes y decididas: María Luisa Gabriela de Saboya e Isabel de Farnesio, su primera y segunda esposa, respectivamente. Mientras ellas tomaban las riendas del Gobierno del país, Felipe se sumía en un abatimiento melancólico, del que solo le sacaba el sexo, la caza, los toros y la guerra -en la que pasaba de ser Felipe “el melancólico” a Felipe “el animoso”-.

Contrajo nupcias con María Luisa cuando esta no contaba más que 13 primaveras. A la boda siguieron casi dos meses de luna de miel desenfrenada, tras la que aparecieron los primeros episodios de trastorno bipolar o esquizofrénico y de hipomanía, a los que los doctores de la época dieron el nombre de “vapores”. Estos vapores, consecuencia de las taras genéticas procedentes de los continuos matrimonios entre parientes, han dejado anécdotas para la historia de lo más curiosas y divertidas, si bien a los españoles de la época no les debió hacer ninguna gracia tener semejante Rey.

Los primeros vapores le hicieron creer que moría, razón por la que se quedaba largas horas tumbado en sus aposentos sin dar señales de vida. También desarrolló una enemistad con el mismísimo Sol, culpando al astro de golpearlo y herir sus órganos internos; y organizó un grupo de monjas para que vigilaran sus ropas y las cosieran con sus propias manos, pues afirmaba que desprendían una luz mágica, y temía que fuese una manifestación del demonio. 

María Luisa Gabriela de Saboya – Jacinto Meléndez (Museo Cerralbo)

Al fallecer María Luisa, Felipe cayó en una profunda tristeza. No obstante, antes de que fuese a más, se le buscó rápidamente una nueva mujer, Isabel de Farnesio. La italiana se hizo cargo del país con mano firme, contrarrestando la demencia del Monarca, que a partir del conflicto por la toma de Sicilia  y Cerdeña comenzó a descuidar su higiene y tener tendencias suicidas. 

A principios de 1724 se le juntó la locura con la crisis de los cuarenta, por lo que decidió retirarse para preparar su muerte y expiar sus pecados (cosa que hacía, entre otras cosas, flagelándose a diario), y abdicó en su hijo Luis I, “el breve”. Apenas siete meses después, la prematura muerte de Luis hizo que Felipe V tuviese que poner fin a su jubilación, principalmente debido al interés de su esposa en volver a ejercer como gobernante.

Durante esta segunda etapa, marcada por su amor-odio a Francia y su continuo deseo de volver a abdicar, comenzó a negarse a ver a sus ministros y emisarios, y, en caso de hacerlo, no pronunciaba palabra alguna. Cambió de horario, durmiendo de día, cenando a las cinco y organizando los Consejos Reales y recepciones de madrugada. Estos nuevos brotes de locura llevaron a un sinfín de discusiones con su mujer, a la que golpeaba y hería durante las mismas; algo que no hacía solo con ella, pues cualquier persona de la Corte tenía papeletas de llevarse un golpe Real en cualquier momento. Aun así, Isabel se mantuvo firme, y llevó a cabo el papel de Rey y Reina

Isabel de Farnesio – Louis-Michel Van Loo (Museo del Prado)

No contento con su afición por hacerse el muerto y fingir ser un fantasma, decidió pasarse al reino animal y comenzar a sentirse un sapo, actuando como tal. El Rey Rana, lejos de lo que correspondería a un anfibio, decidió alejarse del agua y no ducharse. Dejó de cambiarse de ropa por miedo a que lo envenenaran con toxinas en los tejidos, y en caso de hacerlo, los ropajes tenían que haber sido empleados previamente por su mujer (si tenía que caer alguien, no iba a ser él). 

En 1729, se decidió que sería bueno trasladar al Rey a Sevilla, una ciudad caída en la intrascendencia en los últimos tiempos. Si querían trascendencia, ahí tenían dos tazas. El Rey y su corte arrasaron la Hacienda de la ciudad andaluza a base de recepciones, fiestas y demás pasatiempos. El Monarca mostró una mejoría con el cambio de aires, pero volvió a las andadas de vagar por el palacio con la lengua fuera haciendo que era un fantasma. Y lo de las andadas es un decir, pues dejó de cortarse las uñas de los pies, hasta que le fue difícil y doloroso caminar. Pasaba la mayoría del tiempo pescando, y no en el Guadalquivir, sino en un cubo de agua rebosante de peces.

Este cambio de aires tocó a su fin y la Corte, de un día para otro, volvió a la capital (gran alivio para los sevillanos). Con “el melancólico” sumido en su mundo paralelo -si bien sus locuras habían remitido un poco-, Isabel de Farnesio fue capaz de mantener el país a flote, junto con figuras como José Patiño, y gracias en parte a la estructura heredada del reinado de Carlos II, que en contra de lo que se cree, fue un rey capaz que se supo rodear muy bien.

En 1737 apareció en la vida del Monarca el castrati Farinelli. Junto con sus ya mencionadas aficiones, le sirvió de refugio a sus vapores. Felipe V pedía a Farinelli que cantase durante largas horas en sus aposentos, veladas tras las cuales el Rey gustaba de pegar berridos en pésimos intentos de imitarlo.

La familia de Felipe V – Louis-Michel Van Loo (Museo del Prado)

El reinado de Felipe de Anjou, completamente marcado por la locura, de la que solo escapaba con sexo, caza, melodías de castrati y aún más sexo, tuvo sus luces y sus sombras. La supresión de los fueros de la Corona de Aragón, la guerra con la Gran Alianza Antiborbónica, los Pactos de Familia con Francia o la creación del Consejo de Castilla como Consejo único, son algunas de las reformas más reseñables de este período, y que marcaron un antes y un después en la historia de España.

Tras décadas de locuras, extravagancias y paseos fantasmales, el día 9 de julio de 1746, el Monarca murió con menor estridencia de lo que cabía esperar. Sin previo aviso, Felipe V se desplomó sobre su cama, probablemente debido a un ictus, poniendo fin a una vida y un reinado que, en ciertos aspectos, salió rana.

Lectura recomendada

Los Borbones y sus locuras – César Cervera Moreno

La expulsión de Isabel II: la «subasta» del trono que cambió el curso de Europa

Desde mediados del siglo XIX un Bonaparte volvía a estar al frente de Francia. Ocupando el cargo de Presidente de la República, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, había impulsado un golpe de Estado y convertido en Emperador de los franceses en 1852. Debía ser cosa de familia poner fin a las repúblicas que hubiera en Francia.

Durante el Segundo Imperio de Napoleón III el país experimentaría un intenso proceso de industrialización y de desarrollo económico, a la par que mantendría una activa política exterior con la que reforzar sus intereses y condición como potencia europea. Al otro lado del Rin, el reino de Prusia había ido aumentando su relevancia y poderío entre los distintos Estados alemanes. La unificación de Alemania en un solo Estado había sido impedida ya en 1848, pero las ideas del romanticismo y el nacionalismo no sucumbieron, permaneciendo encendida la chispa del pangermanismo.

Tras haberse disputado con Austria el liderazgo del mundo germánico, y haber salido victoriosa, Prusia se consolidó como la nación hegemónica entre los Estados alemanes. La unificación alemana estaba cada vez más cerca de hacerse realidad. Dichos logros llevaban la firma de Otto von Bismarck, primer ministro de Prusia, quien será un personaje de importancia fundamental en nuestra historia.

Mapa de Europa en 1867 – Francia es representada en morado y Prusia en azul

¿Y qué pintaba España en todo esto? En 1868 estalló la Gloriosa, un pronunciamiento militar que, tras una breve guerra, forzaría a la reina Isabel II a abandonar el país. Marchada la Isabelona, «afectuoso» apodo dedicado a la reina en las coplas populares, se redactó una nueva Constitución en 1869 y se adoptó la monarquía constitucional como modelo político. Faltaba encontrar un monarca que ocupara el trono huérfano.

Isabel II marchando al exilio
Otto von Bismarck

La misión de encontrar un nuevo rey recayó sobre Juan Prim, general progresista que había sido uno de los principales impulsores de la Gloriosa, y que, tras el derrocamiento de la reina, ocupaba la presidencia del Consejo de Ministros. El atento lector probablemente sepa cómo sigue la historia, con Amadeo de Saboya convirtiéndose en rey de España. Pero antes de la elección del duque de Aosta, también se barajaron otros candidatos.

Entre las propuestas de Prim estaba el príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, emparentado con la casa real de Prusia, y mejor conocido por el pueblo español como Leopoldo “Olé Olé si me eligen”. Su candidatura fue acogida con alarma en Francia, temerosa de que Prusia se hiciera con una ventaja estratégica que dejaría cercado al país galo en sus fronteras al sur y al este por dos potencias afines.

Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen

Consecuentemente, en julio de 1870 el gobierno francés envió a su embajador en Berlín a Bad Ems, una ciudad balneario donde estaba veraneando el rey Guillermo de Prusia, teniendo el propósito de presionarle e impedir el ascenso de Leopoldo al trono español. La maniobra funcionó. El monarca prusiano cedió y el padre de Leopoldo renunció en nombre de su hijo. El equilibrio de poder entre las dos principales potencias continentales había sido salvado. O eso podía parecer.

Los franceses no se contentaron con la mera renuncia, sino que insistieron en que Guillermo garantizara que ningún miembro de la casa Hohenzollern reclamase el trono español en el futuro. Importunado rudamente por segunda vez en sus vacaciones estivales, el rey prusiano rechazó la pretensión e hizo enviar un mensaje a su primer ministro. En el referido como Telegrama de Ems se informaba a Bismarck sobre el encuentro y se le autorizaba a hacer público su contenido. El primer ministro se deleitó al ver cómo había caído en sus manos el pretexto que necesitaba para alimentar un enfrentamiento que uniera a los Estados alemanes frente a un enemigo común.

El telegrama fue publicado en la prensa, pero no sin antes haber sido modificado por Bismarck. El resultado fue un comunicado que irritó a los prusianos por la insolencia con la que había sido tratado su rey, a la par que encendió la cólera de los franceses al expresar de manera firme la negativa de Guillermo a aceptar las pretensiones francesas.

Una ola de fervor nacionalista se apoderó de las dos partes. A la movilización de los ejércitos y las encolerizadas protestas de la población siguió la declaración de guerra por parte de Francia. Prusia fue acusada de intentar romper el equilibrio de poder en Europa, colocando a un rey alemán en el trono de España, y de haber humillado el honor de Francia en el Telegrama de Ems. Simultáneamente, los príncipes y reyes alemanes se adhirieron a la causa de Prusia.

La guerra fue una debacle para Francia y provocó el derrocamiento de Napoleón III. Bismarck completaría su proyecto político con la proclamación del nuevo Imperio alemán en el Palacio de Versalles. Este hito no solo marcaba la culminación del proceso de unificación alemán, sino que consolidaba a Alemania como la gran potencia continental. Para mayor humillación de los franceses, las regiones de Alsacia y Lorena fueron anexionadas por los victoriosos alemanes.

La proclamación del Imperio alemán – Anton von Werner

Francia no olvidaría ésta pérdida, que sumada al creciente desarrollo militar y económico de Alemania, haría que las consecuencias de la guerra franco-prusiana permanecieran latentes durante décadas, hasta la Primera Guerra Mundial.

Mientras en el corazón de Europa ocurría un cambio de poder histórico, en España, donde había surgido el incidente que encendió la guerra, se sucedían un breve reinado de un rey italiano, una todavía más corta república, para terminar produciéndose la restauración borbónica en el hijo de Isabel II. El príncipe Leopoldo no pudo hacer honor a su ingenioso apodo y Napoléon III habría debido pensar que “los españoles se podrían haber ahorrado todo esto”.

Van un español, un francés y un escocés…

El siglo XVI fue testigo del auge de la Monarquía Hispánica, que tuvo que hacer frente a Francia como la principal nación europea contendiente por establecer su hegemonía en el continente. Una serie de guerras e intrigas políticas marcarían la relación hispano-francesa, la cual parecería lograr asentar un período de concordia y tranquilidad con la firma del tratado de Paz de Cateau-Cambrésis en 1559, ocurrido en tiempos del reinado de Felipe II en el trono de España. Para el rey de Francia, Enrique II, ciertamente supondría un “descanso eterno”.

Felipe y Enrique, soberanos de España y de Francia respectivamente, poseían una serie de particularidades notablemente en común, más allá de compartir el mismo número regnal. Ambos fueron fervientes defensores del catolicismo y persiguieron las distintas iglesias protestantes presentes en sus territorios. Sus padres, Carlos I y Francisco I, otros que más allá de también haber poseído el mismo número como monarcas, habían combatido entre sí por establecer su dominio en Italia y por ser investidos emperadores del Sacro Imperio, siendo el Habsburgo el que se impusiera en ambas contiendas. Para mayor humillación del francés, sería apresado en la batalla de Pavía de 1525 y encarcelado en la villa de Madrid, viéndose forzado a suscribir un acuerdo de paz que no tardaría en rechazar una vez liberado, esgrimiendo que había sido incitado bajo coacción.

Francisco I, rey de Francia, entrando prisionero en la Torre de los Lujanes – Antonio Pérez Rubio (Museo del Prado)

Cual es el padre, tal es el hijo; sus sucesores en el trono mantendrían una enconada disputa entre ambas potencias en la que las fuerzas españolas vencerían en la batalla de San Quintín de 1557, propiciando que dos años más tarde se celebrara el acuerdo mencionado a comienzos de nuestro relato. Para alcanzar una sincera y duradera relación de amistad entre las dinastías Habsburgo y Valois, a los términos del tratado que dictaban un reajuste territorial de las posesiones francesas y españolas, se adoptaría como garantía la unión en matrimonio de Felipe II con Isabel, hija de Enrique II.

Isabel no era la primera esposa de Felipe, quien ya había estado casado previamente en dos ocasiones, ni tampoco Felipe era el primer candidato para desposar a la hija del rey francés. Inicialmente el príncipe Carlos, hijo y heredero de Felipe II en el trono, había sido la persona designada. Sin embargo, la recientemente acaecida viudedad de Felipe y la delicada salud del Príncipe de Asturias propiciaron que el rey español se convirtiera en el consorte de Isabel de Valois.

Isabel de Valois sosteniendo un retrato de Felipe II – Sofonisba Anguissola (Museo del Prado)

Con motivo de la celebración del tratado y de la unión matrimonial, Enrique concertaría una justa al estilo de los torneos medievales. Aficionado a ellos, como si de un emperador Cómodo moderno se tratara, el propio rey tomaría parte en los combates. Su contendiente sería Gabriel de Lorges, conde de Montgomery y comandante de la Guardia Escocesa, unidad de élite conformada en 1418 por soldados escoceses que accederían al servicio de los monarcas franceses en el contexto de la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453).

Una gala que debería haber sido festiva, terminaría resultando fatídica después de que el conde accidentalmente hiriera en el rostro al rey con un fragmento de su lanza. Alcanzado en un ojo y dañado parcialmente el cerebro, las curas practicadas por el cirujano real no fueron suficientes para salvar la vida de Enrique, quien fallecería a los pocos días fruto de la mortal herida recibida.

Enrique II es herido mortalmente por Montgomery en el torneo de París – Glasshouse Images

Sucedido en el trono por varios de sus hijos varones, que se vieron envueltos en una cruenta guerra (civil) de religión que desgarró internamente al país, y en la que España intervino en favor de los partidarios católicos, la Casa Valois sería reemplazada en el trono francés por la dinastía Borbón en 1589. A la manera inversa, la muerte de un Austria español más de un siglo después, Carlos II, provocaría que la influencia francesa, y particularmente la borbónica, accediesen a dictar las acciones del imperio español.