Polibio fue un historiador griego del siglo II a.C. Nació en Megalópolis alrededor del año 200 a.C., en el seno de una familia noble, y su padre había sido uno de los más distinguidos políticos en la Liga Aquea, aliada de Roma. Durante su juventud sirvió en puestos de relativa importancia en esta liga, como jefe de caballería, con el objetivo de algún día convertirse en general (así como su padre). No obstante, la Liga Aquea y Roma tuvieron sus diferencias, y los romanos exigieron 1000 nobles griegos como rehenes para llevarlos a Roma en caso de que la Liga decidiese traicionarles. Polibio fue uno de estos rehenes.
Mapa de la expansión romana hasta el 100 a.C. (naranja).
Los rehenes en la antigüedad, cuando no eran prisioneros de guerra, solían ser tratados respetuosamente, en especial si eran nobles. Este era el caso de Polibio. Gracias a esto, el futuro historiador vio las puertas de grandes familias romanas abiertas a él, lo que le permitió conocer de primera mano la política romana y su historia más reciente, temas sobre los cuales escribiría más tarde. En particular, Polibio entabló buena relación con la familia de los Cornelios Escipiones, llegando incluso a convertirse en el tutor de Escipión Emiliano, futuro conquistador de Cartago y Numancia, con quién mantendría una relación de amistad durante años.
A Polibio lo que le interesaba era entender las razones por las que Roma había llegado a dominar el Mediterráneo y, en especial, el mundo griego. Los griegos eran muy recelosos de su libertad, y el hecho de estar sometidos por Roma (a los que veían como unos bárbaros) era algo que les causaba gran dolor (y confusión). Por esto, Polibio se propuso escribir una historia de cómo Roma había llegado a obtener el poder del que disfrutaba, con disertaciones sobre el funcionamiento de sus instituciones, para un público griego.
La obra de Polibio: las Historias.
Así, Polibio, gracias a la información a la que podía acceder a través de sus contactos en la política romana, escribió sobre la época caracterizada por las guerras púnicas (264 a.C. – 146 a.C.), que él veía como la causa del dominio romano del Mediterráneo. Muy al estilo griego, y siguiendo a Aristóteles, Polibio puso su foco en la constitución romana como la causante del poderío de Roma. Calificó a esta como una constitución mixta, en la que los cónsules representaban el poder monárquico, el senado el oligárquico, y el pueblo la parte democrática. Estos se mantenían en equilibrio los unos a los otros, y aseguraban que ninguno abusase de su poder.
Representación del senado romano.
Esta interpretación ha tenido una influencia enorme en la historiografía romana, a pesar de que ha sido ampliamente criticada. Tenemos que admitir que, a pesar de lo que afirmaba Polibio, el senado y los cónsules tenían un poder fáctico mayor que el poder nominal del pueblo romano. Aun así, Polibio sigue siendo uno de los historiadores de mayor interés para la modernidad. Esto se debe a que nos ofrece una visión de Roma desde fuera y para un público no romano, algo que es de valor incalculable para los estudiosos, dado que nosotros, como Polibio, somos espectadores externos.
¡Qué daño ha hecho la película de ‘300’! Los conflictos que enfrentaron a griegos y persas tuvieron (y tienen) una grandísima importancia histórica. No obstante, películas como ‘300’ dan una imagen completamente distorsionada de la realidad. Claro está que la película nunca pretendía ser fiel a lo que sucedió realmente, puesto que es una adaptación de una novela gráfica que tiene más de fantasía que de otra cosa. Y no entramos ya en el clarísimo componente xenófobo de la misma. Pero entonces, ¿qué pasó realmente en las Termópilas? ¿Quién fue el rey Leónidas? En definitiva, ¿cómo fueron las Guerras Médicas? Para responder a estas preguntas, hace falta que nos remontemos unas cuantas décadas antes de las Termópilas.
En 547 a.C., el rey persa Ciro conquistó, de manos del rey Creso, los territorios de Lidia, en la península Anatolia. Este reino de Lidia había tenido bajo su poder a las ciudades griegas de Jonia, en la costa occidental de la actual Turquía y, con la conquista de Ciro, estas habían pasado al control persa. Algunas de estas ciudades trataron de resistir, pero fueron sometidas por los persas, hasta que, hacia el año 518 a.C., el imperio persa controlaba toda la costa y muchas de las islas cercanas (como Quíos o Lesbos). En estas ciudades los persas se dedicaban a colocar a aristócratas locales como tiranos, con el apoyo del imperio, y que respondían ante el sátrapa (“gobernador”) de la región. Esta organización territorial del imperio era muy eficiente, pero, como suele suceder, no podía evitar el descontento de algunas zonas del territorio controlado por los persas.
Mapa del Imperio Persa en el año 500 a.C.
Los griegos eran muy recelosos de su libertad y, además, eran famosos por sus luchas intestinas por el poder entre los aristócratas locales. Así, los tiranos que eran colocados en las distintas ciudades debían mantener un complicado equilibrio entre el control sobre su ciudad, y el favor de los persas. Uno de estos tiranos, Aristágoras de Mileto, ha sido considerado el origen del conflicto greco-persa. En 500 a.C., bajo el reinado de Darío I, Aristágoras recibió una embajada de exiliados de Naxos que le pedían ayuda para volver a su hogar, y le conminaban a conquistar la isla. El tirano podía ver las ventajas de dicha conquista: dinero, fama y poder. Así que aceptó dicha oferta.
Pero, y aquí la clave de la cuestión, Aristágoras no tenía un ejército con el que conquistar Naxos, así que acudió al sátrapa de la zona, y le pidió su ayuda a cambio de compartir con él el botín. El persa consultó con su rey, Darío, y aceptó la proposición, con lo que Aristágoras marchó a Naxos con un ejército patrocinado por los persas. No obstante, Naxos estaba mucho mejor protegida de lo esperado, y tras un asedio de 4 meses sin éxito, la expedición volvió a Jonia con las manos vacías.
Mapa del Mar Egeo (véase Mileto/Miletus y Naxos)
Aristágoras se encontraba en un grave aprieto. No solamente había fallado en su objetivo, sino que ahora le debía dinero a los persas por el ejército, y como no había logrado obtener botín, no tenía cómo pagarlo. Así que decidió ir con todo y organizar una rebelión en Jonia. La zona ya estaba lo suficientemente caldeada como para que esta surtiera efecto, así que, aprovechando que aun tenía bajo su mando gran parte del ejército que había ido contra Naxos, y que otras ciudades de Jonia estaban dispuestas, Aristágoras declaró una rebelión abierta contra Darío en 499 a.C.
Las ciudades de Jonia, no obstante, se dieron cuenta de que iban a necesitar apoyos del resto del mundo griego si pretendían obtener una verdadera victoria duradera contra los persas y mantener su independencia. Por lo tanto, Aristágoras partió a Esparta, la ciudad más poderosa militarmente en el mundo griego, y pidió su ayuda contra Darío. Pero los espartanos nunca fueron muy dados a hacer la guerra tan lejos de casa, y se negaron a ayudar en la ofensiva. Así que Aristágoras se dirigió a la otra ciudad que podía suponer una ayuda significativa: Atenas.
Mapa de los acontencimientos en la revuelta jonia
Atenas se había librado de su propio tirano tan solo una década antes. Hipias el tirano había sido expulsado de la ciudad y los atenienses habían establecido una democracia. Pero el derrotado Hipias no se había quedado de brazos cruzados y se marchó a Persia para solicitar su ayuda y restitución como tirano de Atenas. Los persas se habían limitado a mandar un mensaje a Atenas instruyéndoles a restaurar a Hipias, lo que los atenienses habían tomado como una gran afrenta. Además, las ciudades de Jonia ahora se presentaban como democracias, lo que establecía un vínculo aun mayor con los atenienses. Así que, cuando Aristágoras les pidió su ayuda en la rebelión, Atenas estaba dispuesta a ayudar.
La rebelión Jónica duró varios años, durante los cuales los griegos parecían tener cierta ventaja al principio, pero la magnitud de los recursos y ejércitos persas eran demasiado para los helenos. Poco a poco las tornas cambiaron y los persas tomaron la iniciativa, enviando grandes contingentes en Asia menor contra las fuerzas griegas, y las derrotas de estos últimos se iban sumando poco a poco. Y, en el año 494 a.C. los persas administraron una derrota definitiva a los griegos de Jonia en Lade, tras la cual Mileto fue tomada por los vencedores.
Ruinas en la actualidad de la antigua ciudad de Mileto
Tras esta victoria poco quedaba de la rebelión, y los persas tardaron poco más de un año en retomar todas sus antiguas posesiones en Asia menor. Ciudad tras ciudad fue reconquistada y el control persa reafirmado sobre Jonia. Así, en 493 a.C. las operaciones contra la rebelión en el territorio de Darío habían terminado, pero el rey no se iba a contentar con eso, y ahora pretendía tomarse su venganza contra los atenienses que habían apoyado a los rebeldes.
En un comienzo, Darío envió al general Mardonio a través de Jonia y el Helesponto, con un ejército y flota de gran tamaño, para tomar Tracia y desde allí atacar la Hélade y Atenas. Esta fue, realmente, la primera invasión persa de Grecia. No obstante, esta invasión fue frenada en seco debido a una tormenta cerca del Monte Atos. El viento empujó a los barcos contra la costa y (según Heródoto) los persas perdieron 300 barcos y 20,000 hombres. Mardonio regresó a Persia para rehacerse, y Darío comenzó un nuevo reclutamiento con el que planeaba, de una vez por todas, hacerse con el control de Grecia.
Mapa de la primera expedición de Darío en 492 a.C.
Hijo de Zeus y Leto y hermano gemelo de Artemisa, nació en Delos. Pronto abandonó la cuna para buscar su oráculo, en Delfos. En origen fue una divinidad solar, que evolucionó a patrón de la poesía, la música, la medicina y la profecía.
Fue el dios de la belleza, pero también tuvo un carácter terrible y vengativo. Mató a flechazos a Ticio, que abusó de su madre; y también desolló al sileno Marsias. Marsias encontró el aulós (flauta doble) que había inventado Atenea, y se convirtió en un virtuoso del instrumento. Enfermo de hybris (soberbia, creerse superior a los dioses) retó a Apolo a un concurso musical, acordando que el vencedor impondría el castigo que quisiera al perdedor. El tribunal, integrado por nueve Musas y el rey Midas, falló a favor del dios Apolo, que colgó a Marsias de un árbol y lo desolló vivo.
Apolo desollando a Marsias – José de Ribera
Quizás su mito más conocido sea su enfrentamiento con Pitón. Apolo, buscando un lugar para su oráculo, llegó a la región griega de Beocia. Allí, la ninfa Telfusa lo engañó y aconsejó que fundase su oráculo en el Parnaso, donde estaba la terrible serpiente Pitón. Cuando llegó al lugar, mató al monstruo con sus flechas, e instauró los Juegos Píticos en su honor.
Sus aventuras amorosas fueron en cierta medida desafortunadas. Pretendiendo a la hija del dios-río Peleo, Dafne, trató de forzarla y la persiguió sin descanso. Dafne pidió ayuda a su padre, que la convirtió en un laurel para protegerla del dios. En honor a su pretendida, Apolo decidió coronar en adelante a héroes y atletas con una corona de laurel.
Tampoco tuvo excesiva suerte en su relación con Jacinto, príncipe de Esparta. Apolo ganó su amor, pero un día que practicaban juntos lanzamiento de disco, el dios-viento Bóreas, que también estaba enamorado del príncipe, desvió la trayectoria del viento y lo golpeó, matando en el acto a Jacinto. De la sangre que brotó de la cabeza del joven, Apolo hizo brotar una flor de color púrpura en su honor, el jacinto.
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El imaginario colectivo tiene una percepción más bien distorsionada de lo que fue la batalla de las Termópilas. Al parecer, los famosos 300 espartanos se enfrentaron a cuatrocientos trillones de persas, vestidos con un taparrabos y una capa, tableta aceitada y al aire, y donde estuvieron a punto de vencer al malvado y salvaje invasor oriental. Pues bien, para sorpresa de algunos, esto no fue así exactamente.
Cuando en 480 a.C. el rey persa Jerjes I (que no era un señor de 2.5 metros, calvo y que viajaba semidesnudo) avanzaba sobre las ciudades estado griegas, Esparta se encontraba en medio de un festival religioso, por lo que no podían mandar al grueso de su ejército a luchar. El rey Leónidas (que tenía unos 60 años, no 35), llevó a su guardia personal, a enfrentarse a los persas para intentar frenar su avance. Pero, a pesar de lo que podamos creer, el total de las fuerzas griegas era alrededor de unos 7.000 soldados (espartanos + aliados).
Jerjes I
Los griegos sabían que los persas les superaban en número. Pero no. Los persas no eran 2,6 millones de soldados como dice Heródoto. Su número era enormemente grande, alrededor de los 150.000, pero no nos flipemos. Como los persas eran tantísimos, y los griegos tan pocos, los espartanos y sus aliados decidieron utilizar las Termópilas como campo de batalla, pues su estrechez eliminaba la ventaja numérica de los persas.
Los espartanos no iban en pelotas a la guerra, que hay cosas que pinchan.
Además, los griegos también luchaban en el mar, liderados por los atenienses, en el estrecho de Artemisio. El objetivo era frenar a los persas y esperar a que la imposibilidad de la logística hiciese que los invasores se tuviesen que retirar. Todo lo que tenían que hacer era aguantar.
Y si lo pensamos bien, los espartanos fracasaron estrepitosamente. Sabían de la existencia de un paso que rodeaba su posición, y pusieron a un contingente ahí para defenderlo. Pero solo aguantaron tres días antes de que los persas les rodeasen y masacrasen a todos. Aun así, la leyenda sobrevive, y la placa conmemorativa que existe en el lugar ha logrado poner los pelos de punta a generaciones enteras:
“Cuenta a los Lacedemonios, viajero, que, cumpliendo sus órdenes, aquí yacemos”
Heinrich Schliemann nació el 6 de enero de 1822 en Nuebukow, Alemania, en el seno de una humilde familia prusiana. Trabajando en un almacén en Fürstenberg descubrió a uno de los personajes más increíbles de la historia, Homero. Tras quedar fascinado con la Ilíada, se convenció de que Troya existía (cosa que se creía imposible en la época) y decidió ir en su busca.
En primer lugar necesitaba dinero, cosa de la que carecía desde que nació. Tras varias peripecias y habiendo aprendido más de 20 idiomas, el destino lo llevó a comerciar con índigo. Tras un incendio provocado por la Guerra de Crimea, toda la producción de índigo quedo destruida, a excepción de la de Schliemann. Gracias a ello, a finales de 1863 Schliemann poseía una fortuna que jamás habría imaginado.
Tan solo interpretando la Ilíada y en compañía de su mujer, Sofía, llegó hasta Turquía. En la colina de Hissarlik comenzó a excavar, descubriendo algo totalmente impensable. Encontró nueve ciudades de Troya, una encima de otra. Reunió un tesoro inmenso que donó al gobierno prusiano (que en 1945 fue expoliado por las tropas soviéticas, razón por la que hoy está en Moscú).
Tras Troya, excavó Micenas, tierra de Agamenón, y Tirinto. Fue así como un joven humilde y soñador se convirtió en el millonario que descubrió la tierra donde murieron héroes de la talla de Héctor y Aquiles.
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“¡Matarás a tu padre y te casarás con tu madre!”; probablemente una de las profecías míticas más conocidas del Oráculo de Delfos, que queda claro que no se andaba con tonterías. Esta profecía que recibió Edipo es tan solo una de las muchas que se escucharon de la Pitia en Delfos, el lugar sagrado más importante del mundo heleno.
La adivinación era el canal de comunicación entre hombres y dioses, que permitía indagar en lo desconocido o negociar con el dios un destino mejor. El primer testimonio oracular conocido se remonta al siglo XV a.C., cuando Hatshepsut consultó al dios egipcio Amón acerca de sus derechos al trono egipcio. En la vida religiosa de los antiguos gran parte de los rituales estaban dirigidos a recabar información sobre el porvenir, considerándose las consultas desde una vertiente pública -consultas oficiales de la ciudad- o privadas -en la intimidad del creyente-.
Situado al pie del Monte Parnaso, centro del universo griego, el Santuario de Delfos perteneció al culto cretense de la Madre Tierra, hasta que alrededor del siglo VIII a.C. se estableció el culto del dios Apolo. Según el mito, Apolo viajó por el mundo griego en un carro tirado por cisnes y fue fundando oráculos. En Delfos se enfrentó y mató a una enorme serpiente adivinadora, Pitón. En su honor instauró unos juegos fúnebres, los Juegos Píticos, y denominó a la sacerdotisa del templo Pitia.
Apolo y la serpiente Pitón – Cornelis de Vos (Museo del Prado)
La adivinación de la sacerdotisa de Apolo, que se ubicaba dentro del Gran Templo de Apolo, consistía en una posesión divina del dios en el interior de la mortal (enthousiasmós). Según cuentan Diodoro y Plutarco, la inspiración de la pitia provenía de una grieta en el suelo bajo el trípode, de la que manaba un vapor conocido como pneuma -que causaba en la mujer las alucinaciones que propiciaban sus vaticinios-.
A pesar de jugar un papel fundamental dentro del entramado religioso helénico, el Oráculo de Delfos iba mucho más allá de su función religiosa. Delfos era un enclave de información política y un órgano de coordinación de las alianzas y consideraciones de los distintos pueblos griegos. En época arcaica y clásica, la política y sociedad griega se vieron fuertemente influenciadas por los decretos de los grandes oráculos, siendo el délfico la más alta autoridad de todos ellos.
Gran Templo de Apolo – Delfos
El reconocimiento del poder era, por tanto, una función primaria de los oráculos. En ciertas materias la consulta a la Pitia era obligada, concerniendo tanto a legisladores como gobernantes. Incluso el Derecho penal quedaba en manos de Delfos, como era el caso de los arbitrajes oraculares en casos de homicidio. Desde época arcaica en todas las poleis (plural de polis, ciudad-estado griega) se tenía muy presente la consulta previa a una guerra, ya fuese como preámbulo a su declaración o para averiguar su curso o su final.
Uno de los más notables ejemplos de consulta bélica se enmarca en el transcurso de la Segunda Guerra Médica entre griegos y persas. Atenas envió a su embajada sagrada (theoríai) a preguntar al Oráculo cómo podría la ciudad hacer frente al ejército persa de Jerjes, a lo que este contestó: “Zeus dará a la Tritogenia (epíteto de Atenea) un muro de madera”. Tras una extensa polémica acerca de cómo interpretar el oráculo, se optó por emplear un verdadero muro de madera, la flota ateniense, que venció en la batalla naval de Salamina y detuvo el avance aqueménida.
Sacerdotisa de Delfos – John Cllier (Art Gallery of South Australia)
La inviolabilidad del Santuario hacía que las poleis enviasen allí sus tesoros, además de diversas ofrendas en agradecimiento al dios tanto dinerarias como en especies. Al entrar al Oráculo, el consultante debía satisfacer una ofrenda obligada al altar exterior del templo de Apolo, además de un sacrificio de un animal costeado por el consultante.. Convertido en uno de los lugares más ricos de Grecia, fue uno de los centros de comercio panhelénico a distintas escalas.
Delfos se consagró como vínculo identitario panhelénico, celebrándose en otoño cada cuatro años los Juegos Píticos, que reunían durante tres meses a los mejores poetas, músicos y deportistas del mundo helénico (a diferencia de los Olímpicos, donde no había competiciones artísticas). Los oráculos supusieron un elemento de cohesión y utilidad para la creación de una caracterización helénica.
Llegando a la cúspide de su poder y fama en los siglos VI y V, el Santuario fue perdiendo autonomía en favor de ciudades como Atenas o Esparta, hasta que Roma se hizo con el santuario en el 191 a.C. Tras su clausura definitiva en tiempos de Teodosio el lugar fue abandonado, y fue redescubierto en el siglo XVII por George Wheeler y Jacques Spon. En 1860 comenzaron las excavaciones modernas del Santuario.
Hoy día el Santuario de Delfos es un lugar privilegiado dentro de Grecia, una suerte de emplazamiento en la región de Fócida que merece la pena visitar, pues la totalidad de las palabras que pueda escribir este modesto escritor no harán jamás justicia al lugar mágico donde viven las Musas, el lugar mágico que es Delfos.
Un poeta ciego del siglo VIII a.C. narró un episodio, trágico y apasionante, ocurrido durante la Época Oscura de Grecia, la Guerra de Troya. Un conflicto en el que hasta los mismísimos dioses intervinieron. Un conflicto que acabó con la destrucción total de una ciudad. Un conflicto producido por la imprudencia de un joven príncipe troyano y una reina espartana, la más bella mujer del mundo antiguo.
Dicha mujer nació de Leda y fue hija adoptiva del Rey de Esparta, Tindáreo. Todos los príncipes de Grecia la pretendieron, pero solo Menelao tuvo la suerte de casarse con ella. Así era como Helena de Esparta convertía a Menelao a heredero del trono de Esparta, al que accedió a la muerte de Tindáreo. Sin embargo, la suerte con la que fue agraciado Menelao tenia un final con nombre propio, Paris, hijo del Rey de Troya.
Paris, que nació como príncipe heredero de los reyes de Troya, Príamo y Hécuba, fue mandado sacrificar tras su alumbramiento, pues los adivinos vaticinaron que su nacimiento supondría la destrucción de la ciudad. No obstante, el hombre al que le encargaron la tarea, Agelao, jefe de los pastores, fue incapaz de concluir la tarea y lo acogió como hijo adoptivo. Paris pronto destacó por su belleza, fuerza e inteligencia, y creció totalmente ajeno a cuanto el futuro y los dioses le deparaban.
Paris y Hermes – Aníbal Caracci (Museo del Louvre)
Todos los dioses olímpicos, que tanto gustaban de fiestas, fueron por aquel entonces invitados a la boda de Peleo y la ninfa Tetis (los padres de Aquiles). Todos excepto una diosa, Éride, la diosa de la discordia. Semejante ninguneo provocó la cólera más terrible de la diosa, que trazó un plan para arruinar el evento.
Fue a la boda y arrojó una manzana de oro en la que ponía “para la más bella”, y tanto Hera, como Atenea y Afrodita, se dieron por aludidas. Zeus, que prefirió no intervenir en tan peligrosa disputa, delegó como tantas otras veces el problema en el siempre diligente Hermes. El mensajero de los dioses llevó a las diosas al Monte Ida y escogió como desafortunado árbitro a Paris.
Cada diosa prometió a Paris una cosa en caso de que fuese la elegida. Hera le prometió hacerle Señor de toda Asia y el hombre más rico del mundo, y Atenea le prometió ser el hombre más bello y sabio del mundo, vencedor en todas las batallas. Tentadoras promesas, pero que sin embargo, nada tenían que hacer contra la de Afrodita. La diosa de la belleza le ofreció aquello que todos los hombres de la tierra ansiaban, el amor de la mujer más hermosa del mundo. Incapaz de rechazar el ofrecimiento, Paris nombró a Afrodita como merecedora de la dorada manzana, ante la ira de Hera y Atenea.
El Juicio de Paris – Pedro Pablo Rubens (Museo del Prado)
Paris, todavía con el resonar del juramento divino de Afrodita, decidió acudir a los juegos fúnebres que Príamo organizaba todos los años en honor de su hijo, a quien creía muerto. Lejos de estarlo, el joven venció en todas las disciplinas, para humillación pública de los que eran sus hermanos, que decidieron asesinarlo.
Antes de que cumpliesen su cometido, Agelao confesó la identidad de Paris, para sorpresa de la ciudad de Troya. Fue llevado al palacio y recibido con todos los honores que un príncipe troyano merecía, ante el horror de los sacerdotes de Apolo, conscientes del destino que se cernía sobre ellos.
El rapto de Helena – Tintoretto (Museo del Prado)
Tiempo después, Paris fue enviado a la Esparta gobernada por Menelao. Fue en esta desdichada visita a Lacedemonia cuando conoció a Helena, de la que se enamoró irremediablemente. Hay fuentes que optan por un amor correspondido por parte de la reina de Esparta, a la que la diosa Afrodita abrió el corazón para amar a Paris; otras por que fue llevada a la fuerza; sea como fuere el hecho es que se fue con Paris a Troya y se casó con él.
El ultraje a Menelao era absoluto. Suponía una violación gravísima a la “xenia”, la hospitalidad ofrecida a los extranjeros, cuyos lazos duraban eternamente e incluso entre enemigos. El Rey de Esparta, que era hermano del Rey de Micenas, Agamenón, logró el apoyo de los gobernantes griegos. Los aqueos reunieron una inmensa armada que se hizo a la mar y alcanzó las costas de Troya.
Fue así como una boda, un juicio y una misión diplomática produjeron el estallido de la guerra antigua más conocida de la Historia, y que Homero relató con maestría.
Nuebukow hoy es un municipio en el norte de Alemania que cuenta con apenas cuatro mil habitantes. Este pequeño, casi insignificante, pueblecito vio nacer el 6 de enero de 1822 a todo un gigante de la Historia, Heinrich Schliemann, descubridor de Troya (o Ilión), Micenas y Tirinto, y padre de la arqueología moderna.
Hijo de una humilde familia prusiana comenzó su andadura trabajando en un almacén de Fürstenberg, donde la fortuna quiso que se le cruzase un molinero ebrio -tal como cuenta en su autobiografía- que accedió a recitarle a Homero en griego a cambio de tres vasos de aguardiente. Este hecho prendió la mecha de la bomba Schliemann, que cambiaría la historia del mundo.
Retrato de Heinrich Schliemann – Escuela alemana
Para la inmensa mayoría en el siglo XIX, Ilión no era más que una leyenda inventada por Homero, tan irreal como los cíclopes, Circe o las sirenas. Tras mucho pensarlo, el joven Heinrich tomó una decisión, demostrar al mundo que se equivocaba y que Troya no era una invención mítica, sino una ciudad que existió realmente. Esta empresa requería algo de lo que el joven carecía: dinero.
Después de varias peripecias, entre ellas una lesión en los pulmones y un naufragio de un barco destino a Venezuela, quiso la vida llevarlo a Ámsterdam. Allí comenzó a aprender idiomas gracias a un método autodidacta -llegó a dominar alrededor de veinte lenguas-, lo que le abrió las puertas de San Petersburgo, donde lo envió su empresa gracias a los conocimientos que tenía de ruso. En 1852, un año antes de la Guerra de Crimea, estableció una filial en Moscú de venta de índigo, cuya producción continental se guardaba en Memel. Esta ciudad fue arrasada y reducida a cenizas durante el conflicto, y toda la producción quedó destruida. Toda menos la de una persona, Schliemann.
Según cuenta C. W. Ceram en «Dioses, tumbas y sabios», Schliemann no dudó en afirmar que “el cielo había bendecido de modo milagroso mis empresas, de modo que a finales de 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido soñar”. Siendo el único distribuidor de índigo -y habiendo expandido su negocio a materiales de guerra- se enriqueció exponencialmente, y en 1863 comenzó a liquidar sus negocios para dedicarse únicamente a los estudios que más le ilusionaban, Homero y la lengua griega.
Solo un auténtico loco, pensaban entonces, abandonaría unos negocios que le habrían hecho de los hombres más ricos del mundo para buscar una ciudad inventada por un poeta del siglo VIII a.C. Así que, con toda la comunidad científica en contra y el libro de su admirado Homero debajo del brazo, Heinrich Schliemann y su mujer Sofía (cómo no, griega) se pusieron manos a la obra.
Schliemann de joven
El descubrimiento de Troya no fue únicamente fruto del azar y de la diosa fortuna (Tyche). Que se hallase esta ciudad responde al conocimiento perfecto que Schliemann tenía de la Ilíada, a través de la cual reconstruyó los movimientos de los héroes aqueos y teucros y el emplazamiento de la poderosa ciudad de Ilión.
Popularmente se creía que, en caso de existir, se encontraba en Bunarbashi, pero esto no convencía al prusiano, pues la distancia con el mar era demasiado grande. Leyendo los versos de la Ilíada anduvo y desanduvo los pasos de Héctor y Aquiles. Fue entonces que sus pies lo llevaron a parar a la colina de Hissarlik. Por su distancia al mar y la vista que permitía de la llanura de Troya era el lugar indicado para encontrar la ciudad, idea que compartía Frank Calvert, vicecónsul americano en Dardanelos y propietario de la mitad de la colina.
Tras lograr la autorización desde Constantinopla, el 11 de octubre de 1871 comenzó la primera de las cuatro grandes excavaciones de la colina, y desde Europa se oían burlas y chistes de las grandes autoridades de la época sobre el loco que gastaba su dinero buscando una ciudad ficticia. No sabían hasta qué punto se equivocaban.
Excavaciones en Troya
Schliemann descubrió algo inaudito. No solo encontró una ciudad de Troya, ¡sino nueve! Primero encontró unos muros y construcciones de tiempos de Lisímaco, príncipe que gobernaba parte del Imperio de Alejandro Magno, pero tuvo que destruirlos para seguir excavando. Injustamente criticado en ocasiones por los daños y pérdidas que infligió a parte del patrimonio arqueológico e histórico de la colina, se ha de tener en cuenta el contexto en que se encuentra. Carente de métodos suficientes ni fondos regionales de la Unión Europea… ¡Bastante hizo!
Habiendo excavado 250 mil metros cúbicos, en 1873 Schliemann decidió darse un respiro. Sin embargo, antes de marchar de Hissarlik halló lo que coronaría su trabajo y acallaría todas las voces (si es que quedaba alguna) que en algún momento dudaron de él. Inspeccionando las excavaciones en compañía de su esposa, Heinrich vio algo que llamó poderosamente su atención.
Sin dudarlo un instante saltó a la fosa con un cuchillo -con el consiguiente peligro de derrumbe que implicaba-, de la que sacó lo que durante mucho tiempo se consideró “el Tesoro de Príamo”, un ajuar de 9000 piezas en el que destaca la que se creía que era la diadema de Helena, con la que Schliemann no dudó en engalanar a su mujer. El tesoro, que posteriormente se demostró de una época distinta a la Guerra de Troya, lo sacó furtivamente hacia Atenas -lo que le valió un conflicto con el Gobierno de Constantinopla- y de ahí lo donó al gobierno prusiano. En 1945, tras la toma de Berlín, el tesoro fue expoliado por las tropas soviéticas, y hoy reside en Moscú.
Sofía con la diadema de Helena
Alcanzado el primer punto culminante de su vida, el tesoro de Príamo, entre 1874 y 1878 se lanzó a por el segundo, Micenas, tierra de Agamenón el Átrida. Allí encontró, entre otras muchas cosas, la que creyó era la máscara funeraria de este y la Puerta de los Leones. Su obra arqueológica culminó con el descubrimiento de Tirinto, cuyas murallas eran portentosa obra de los mismísimos cíclopes.
Heinrich Schliemann, aquel chico humilde de un pueblecito prusiano terminó sus días como uno de los hombres más famosos del mundo. Todo cuanto se pueda decir de él es poco. Sacrificó toda su vida y su dinero para desenterrar del olvido los cimientos de la Antigua Grecia y la ciudad de Asia Menor donde una vez los griegos y los troyanos cayeron haciendo resonar sus broncíneas armas.
Afectado de unos problemas en el oído, Schliemann tuvo que parar su actividad arqueológica durante un tiempo, pero siempre pensando qué sería lo próximo por excavar. Sin embargo, la enfermedad se le complicó más de lo esperado. Murió en Nápoles el 26 de diciembre de 1890, dejando un legado imperecedero casi comparable con las audacias de Héctor y Aquiles relatadas por Homero.
Me gustaría dedicar este artículo (que no llega a hacer justicia al gigante que fue Schliemann) a mi abuelo, el Doctor Pepe Vázquez Cano, al que le encantaba «Dioses, tumbas y sabios»; y a Jorge Castillejo Striano y Carlos Romero Díaz, que me descubrieron la figura del arqueólogo prusiano
En 1541 nacía en Candía (Creta) un meteoro, que se arraigó en España y provocó una explosión de genialidad precursora, haciendo tambalearse los cimientos del panorama artístico Europeo.
Bautizado como Doménikos Theotokópoulos, recibió una formación bizantina, recogiendo influencias de los iconos en tablas y mosaicos. En 1567 se trasladó a Venecia, ya consolidado como “sgúrafos” (maestro que trabaja por cuenta propia), donde trabajó en el taller de Tiziano. En la ciudad recibió influencia de los dos grandes artistas del momento, Tiziano y Tintoretto. Trató de aprender sometiendo el espacio a las leyes de la perspectiva -empleando decorados con columnatas, palacios porticados y arcos del triunfo-, trabajando al óleo sobre lienzos muy toscos con una imprimación en ocre, en donde la elección de la luz y los colores tendrá una importancia decisiva.
En 1570 llegó a Roma, donde estudió principalmente a Miguel Ángel. Asimiló las formas del gran maestro Buonarotti y las adaptó a sus lienzos, consiguiendo mezclar lo monumental de las figuras del italiano con el naturalismo tan peculiar de su pincel. Sin embargo, la aventura romana de Doménikos duró poco. Como afirma Lafuente Ferrari, “el ambiente romano no era propicio al arte libre y expresivo de este extraño artista genial”. En la ciudad eterna aún pervivía una admiración casi religiosa por Miguel Ángel, y que el pintor de Creta criticase y se ofreciese a repintar la escena de El Juicio Final de la Capilla Sixtina (lo cual hizo sin maldad ninguna) le valió el enfado de los círculos artísticos romanos.
Detalle del Juicio Final de la Capilla Sixtina – Miguel Ángel
Fue entonces cuando Theotokópoulos fijó sus ojos en España, atraído por las empresas artísticas de El Escorial, y fue a parar a Toledo en el año 1576. A finales del Siglo XVI Toledo era una ciudad exuberante de riqueza y cultura. Contaba con gremios, una universidad con abundantes cátedras, grandes construcciones… Y esto al pintor griego le vino como anillo al dedo. El desde entonces apodado como “Greco” (pues los toledanos consideraron que era mejor el apodo que tener que pronunciar su impronunciable nombre cretense) pudo desarrollar en Toledo una evolución artística que no podría haberse desarrollado en ningún otro país o ciudad del mundo.
Pintó sus primeras obras españolas entre 1576 y 1579, como El Expolio, donde inaugura una nueva modalidad artística donde concibe el espacio con una peculiar densidad de las figuras y una composición vertical sin paisaje ni espacios vacíos -lo que acrecienta la sensación de angustia-.
Trató de ir a probar suerte con Felipe II, quien le encargó en 1589 el Martirio de San Mauricio y la legión tebana. El Greco realizó un espectacular lienzo con una composición en distintas escenas y unos colores fríos (tan venecianos como el azul o el verde), realmente alejado del academicismo pictórico de entonces. Cuando Felipe vio el resultado no hizo otra cosa que horrorizarse, y decidió no encargar más obras al pintor.
El Martirio de San Mauricio – El Greco (Monasterio de El Escorial)
El Greco, a pesar de no contar con los favores de la Corte, sí que lo hizo con los de la devota ciudad de Toledo. Y para allá que se fue. No volvió a salir más de la ciudad, donde abrió un activo taller y desarrolló la etapa final de su pintura que hoy en día tanto le caracteriza. El de Creta ejemplifica la capacidad integradora de la sociedad española de finales del Siglo XVI, que acogió a lo que por entonces bien podía asociarse con un alienígena que había llegado paleta y pincel en mano.
Intelectualizó su visión despojándose de todo naturalismo y empleando la luz de forma antinatural y arbitraria, que se derivaba de lo que cada forma y expresión exigían. Sus alargadas figuras no poseían densidad ni gravedad, flotaban entre cúmulos de nubes e inciertos paisajes, y estaban hechas de colores vibrantes y formas desdibujadas (que tan bien queda reflejado en las manos de sus personajes, afiladas como cuchillos). El movimiento parece proceder del interior de los personajes, creados mediante una pincelada suelta y descompuesta.
Fue uno de los mejores retratistas de la Historia. Sus retratos serios y austeros marcaron un antes y un después en la forma de concebir esta disciplina, y establecieron la pauta a seguir por los Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán o Ribera que vendrían en años posteriores.
A pesar de haber abierto un taller, no pudo tener imitadores ni crear escuela, ni siquiera su hijo consiguió emular fielmente su estilo, que fue uno de los más personalísimos de la Historia del Arte. El Greco, como Cervantes, están a caballo entre el Renacimiento y el Barroco. No son ni lo uno ni lo otro. Cervantes desdibuja con su pluma a su extraño Quijote, tan extravagante y casi místico, que bien podría formar parte de uno de los lienzos del Greco.
El entierro del Conde Orgaz – El Greco (Iglesia de Santo Tomé)
El Greco gozó de gran fama en vida, pero cayó en el olvido de la historia en los años posteriores a su muerte. Sin embargo, la Generación del 98 favoreció la recuperación del que fue uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, provocando un gigantesco tsunami de fama que duró todo el Siglo XX -de hecho se le dedicó una exposición en el Museo del Prado por primera vez en 1902-.
El Expolio, El entierro del Conde Orgaz, La fábula, La Trinidad, El caballero de la mano en el pecho… Todos ellos y muchos más son el magnífico legado que la experta mano de El Greco dejó a la Historia del Arte. En ocasiones menos valorado de lo que debería, Doménikos Theotokópoulos destrozó todos los convencionalismos artísticos de su época e innovó en el género de la pintura de una forma que nadie había conseguido ni, probablemente, conseguiría jamás. Un pintor que fue cretense de cuna, pero que las circunstancias de su vida y su largo peregrinaje por el Mediterráneo, hicieron de El Greco el más toledano de todos.
A lo largo del día de hoy, 31 de octubre, se celebrará una fiesta catapultada a la fama desde Estados Unidos, pero que tiene su origen en la cultura céltica de Irlanda; nos referimos a Halloween. Queriendo contaros un relato aterrador y abundante en monstruos, la acción transcurrirá en un escenario aparentemente idílico, aunque, como todas las grandes historias de terror, esconderá sobrecogedores peligros. Acompáñanos en este «crucero» por el Mediterráneo, en el que el héroe mitológico Odiseo debe regresar a su hogar en la isla de Ítaca tras haber concluido la guerra contra Troya.
El Escenario de la Odisea – Ilustración de la obra «Las aventuras de Ulises» (editorial Vicens Vives)
Polifemo
Los cíclopes eran monstruos gigantes de un solo ojo, hijos del dios Poseidón, que vivían en una isla que se identifica hoy en día con Sicilia. Una de las muchas historias que se contaban de ellos es que construyeron las murallas de la ciudad de Troya. A los siete días de su viaje, Odiseo llegó a la ya mencionada isla, donde él y un puñado de sus compañeros encontraron una enorme gruta llena de cabras, ovejas, queso y leche. Movidos por la curiosidad de conocer la identidad del pastor del rebaño, decidieron esperar a su llegada, que se produjo por la noche. El morador de aquella cueva resulto ser Polifemo, un cíclope que nació de Poseidón y de la nereida Toos. El gigante selló la entrada de la cueva con una piedra, y tras encender un fuego descubrió a los extranjeros que habían entrado en su territorio.
Los griegos llevaban la hospitalidad hasta extremos insospechados; era una tradición que pasaba de generación en generación, y pensaron que el cíclope los acogería y les proveería de víveres tras narrarle su historia vivida en Ilión. Nada más lejos, Polifemo contestó que le importaba bien poco, y acto seguido, se comió a dos de los compañeros de Odiseo y se echó a dormir. El héroe, viéndose encerrado y a escasas horas de ser devorado por el monstruo, trazó un plan.
Con un enorme madero de olivo tallaron una estaca del tamaño de un hombre. A la noche siguiente, Odiseo ofreció al cíclope vino para emborracharle. Polifemo le preguntó su nombre, a lo que el de Ítaca contestó que se llamaba Nadie. El cíclope, ebrio, le dijo que a cambio del vino él tendría la gentileza de comerle el último, tras lo que cayó dormido. Fue entonces que Odiseo calentó la punta de la estaca en las brasas y se la clavaron a Polifemo en su propio ojo.
Odiseo ciega a Polifemo – Pellegrino Tibaldi
El monstruo comenzó a gritar y a pedir auxilio al resto de cíclopes, y cuando le preguntaron qué le ocurría respondió “¡Nadie me hiere! ¡Nadie me mata con astucia!”, por lo que ignoraron su petición de socorro. Para evitar que escapasen, el ahora ciego cíclope se puso a taponar la salida de la cueva para matar a los griegos en caso de que saliesen. Odiseo y sus compañeros se agarraron de los carneros para camuflarse y lograr salir, gracias a lo cual pudieron escapar.
Circe
Circe era temida por ser una peligrosa hechicera que vivía en la Isla de Ea (hoy identificada como la Península de Circeo, en la bahía de Nápoles). Los supervivientes de la flota griega llegaron hasta la isla, donde algunos de ellos, comandados por Euríloco, fueron enviados a explorar un fuego proveniente del bosque. Allí encontraron un gran palacio de piedra guardado por una mujer que cantaba y tejía, que no era otra que Circe. La hechicera les invitó a su palacio, donde les dio de beber. Cuando todos hubieron terminado sus copas, la bruja cogió una varita y convirtió a todos en cerdos, excepto a Euríloco, que receloso se negó a beber y salió huyendo.
Circe transforma sus enemigos en bestias salvajes – Wright Barker
Euríloco regresó a todo correr a contarle a Odiseo lo ocurrido. Este se adentró en el bosque para ir a rescatar a sus compañeros, cuando se le apareció Hermes. El dios le regaló una planta del suelo que solo los dioses podían arrancar, la hierba de la vida, que anulaba el brebaje que Circe dio a sus compañeros.
Cuando llegó al palacio de la hechicera esta le ofreció vino, que bebió. La maga le golpeó con su varita, pero sin efecto; Odiseo desenvainó su espada y la amenazó de muerte si no devolvía a sus compañeros a la forma humana. Una asustada Circe accedió, y los griegos pudieron huir de aquella isla y continuar su Odisea.
Las sirenas
El tornaviaje hacia Ítaca aún debería enfrentar sendos peligros. La travesía en dirección al sur les llevaría a atravesar la isla de Sorrento, desde la cual se podía oír el rumor de bellas voces que cantaban. Estas procedían de las sirenas, que lejos de asemejarse a la inocente estatua de Copenhague, eran divinidades con cabeza y torso de mujer, y el resto del cuerpo de ave. Con su dulce canto atraían a los marineros incautos, quienes naufragaban y eran devorados por estas criaturas encantadoras.
Para prevenir semejante destino, Odiseo repartió fragmentos de cera entre sus hombres para que los emplearan como tapones que cubrieran los oídos. No obstante, el héroe quiso no perderse el «concierto», ordenando que lo ataran al mástil de la embarcación, y que no le dejaran soltarse de sus ataduras bajo ningún concepto. Mientras sus hombres remaban para alejarse del peligro, inmunes al encantamiento, Odiseo fue seducido por la cautivadora voz de los cantos de las sirenas, llevándole a intentar liberarse de las cuerdas y suplicar que lo desatasen.
Ulises y las sirenas – John William Waterhouse
Cuando hubieron dejado atrás la isla, los tripulantes se quitaron los tapones y soltaron a un Odiseo que lloraba lastimosamente, desconsolado como si le hubieran arrebatado la mayor maravilla que hubiera presenciado en su vida. Pero no había tiempo para lamentaciones, Escila y Caribdis se vislumbraban a proa.
Escila y Caribdis
Ya desde la Antigüedad el estrecho de Mesina, que separa la Italia continental de la isla de Sicilia, era considerado como una zona de peligroso tránsito debido a las barreras de arrecife y las violentas corrientes que amenazaban con echar a pique los barcos incautos. Este temor se asociaría con la presencia de dos monstruos marinos que guardaban el paso, Escila y Caribdis.
Escila poseía figura de mujer, cola de pez, y de su parte inferior brotaban seis aterradores perros, mientras que Caribdis se tragaba tres veces al día el agua del mar, para después escupirla con gran violencia y así crear un remolino al que ningún navío podía escapar. Estando entre Escila y Caribdis, Odiseo dio la orden de navegar pasando al lado de la primera. Seis de los compañeros del héroe fueron apresados y devorados por el monstruo, siendo el precio a pagar a costa de evitar sucumbir toda la tripulación de haber sido arrastrados por la corriente de Caribdis. Odiseo estaba un paso más cerca de retornar a su hogar en Ítaca.
Odiseo ante Escila y Caribdis – Johann Heinrich Füssli
Halloween era considerado por los celtas una celebración en la que las barreras entre el mundo de los vivos y el de los muertos se desvanecían por una noche. La mitología griega ofrece una excelente interrelación entre lo real y lo ficticio, donde los dioses interceden en la vida de los hombres y los temores a los fenómenos naturales son representados con monstruos y seres sobrehumanos que conviven con nosotros. Y si no, que se lo digan a Odiseo.