“Que ha perdido la razón”, “de poco juicio, disparatado e imprudente”. Son algunas de las definiciones que da la Real Academia Española a la palabra “loco/a”, y todas ellas encajan a la perfección con Juana I de Castilla, “La Loca”. Encajan, por supuesto, con la Juana que la historiografía negrolegendaria ha querido modelar a su antojo. Una reina desquiciada, violenta, que incluso compartía lecho con el cadáver de su marido. Una Juana que no fue así en realidad.
El 6 de noviembre de 1479 nació en Toledo uno de los personajes más injustamente maltratados, junto con Carlos II, por los cronistas e historiadores de España y de Europa. La futura reina nació en el enfervorizado ambiente que giraba en torno al tramo final de la Reconquista. Poco se sabe del ambiente hogareño de la Corte de los Reyes Católicos, pero sí que fue una Corte culta, con inmensas bibliotecas pobladas por Virgilio, Tito Livio o Séneca, y frecuentada por grandes pintores flamencos y humanistas italianos. Juana creció, atenta y despierta a todo tipo de conocimiento, entre Michel Sittow, Juan de Flandes y Lucio Marineo Sículo, y bajo las enseñanzas de su preceptor, Alejandro Geraldino.
El año 1492 fue una explosión de éxito para España. Habían conseguido expulsar al enemigo musulmán y tres pequeñas carabelas se encaminaban a una arriesgada expedición para alcanzar las costas de Asia por el Atlántico. En ese marco de trepidante proyección exterior, los Reyes desplegaron una política internacional de tremenda ambición, buscando aliados mediante alianzas matrimoniales. En esta lotería de “sí quiero”, a la pobre Juana le tocó bailar con el más feo (o mejor dicho, con el más guapo). El 20 de agosto de 1496 salía de Laredo rumbo a los Países Bajos para desposarse con el hijo de Maximiliano I de Habsburgo, Felipe, apodado “El Hermoso”.

Aterrizó el 8 de septiembre en la Corte borgoñona, llena de lujos y un complicado ceremonial palatino, pero falta de lo que Juana había ido a buscar, su futuro marido. Tan cortés como era, Felipe no se molestó siquiera en ir a recibirla, cosa que ocurrió finalmente el 12 de octubre. Desde ese momento se desató entre ambos una pasión descontrolada; lo que no impedía, posibilitado por la laxa moral borgoñona, que Felipe mantuviese relaciones extramaritales. Juana, en apenas dos años, se encontraba desplazada, abandonada y abatida, que sería la tónica del resto de su vida.
En 1498 dio a luz a su primera hija, Leonor, y dos años después trajo al mundo al que sería emperador de medio mundo -aunque eso es otra historia-. En aquellos tiempos, como escribió Manuel Fernández Álvarez “la muerte tuvo que trabajar a destajo”. El fallecimiento del príncipe Juan, su hijo, su hermana y del príncipe Miguel de Portugal (casi nada), posibilitaron que Carlos se convirtiese en el heredero de las tres Coronas Hispanas. La muerte de Miguel encendió la llama de la ambición en Felipe, que ya podía proclamarse Príncipe de Asturias.
Camino de España atravesaron Francia, donde Felipe no dudó en rendir pleitesía a Luis XII. Juana, como buena castellana e hija de sus católicos padres, se negó en rotundo a semejante humillación, un hecho que pone de relieve que estaba completamente en sus cabales. En las Cortes de Toledo de 1502 se juró al matrimonio como Príncipes de Asturias, cargo que ostentaron hasta que, el 26 de noviembre de 1504, dejó la vida en Medina del Campo la reina más grande que ha tenido Castilla.

La recién heredada condición de reyes volvió a acercar a Felipe y Juana, aunque poco le duró al nuevo monarca, que llegó a encerrar a su esposa en su habitación, a lo que ella respondió con huelgas de hambre y otros escándalos.
La opinión pública castellana daba por hecho que Juana no podía gobernar. Felipe y Fernando, aunque enemistados entre sí, se esforzaron por mostrar una imagen de mujer desquiciada y fuera de sus cabales, que no solo no podía gobernar a Castilla, sino que difícilmente podía ni gobernarse a sí misma. Juana, ya para el resto de sus días y los venideros, “La Loca”, vivió en septiembre de 1506 el episodio que más contribuyó a la denostación de su persona. El día 7 del noveno mes, Felipe, al que todo le parecía propiciarle un largo reinado, salió a jugar a la pelota con uno de sus generales. Una vez hubo terminado, bebió “un vaso de agua muy fría”, que le produjo una horrible enfermedad y una rápida degeneración física, que le produjo la muerte el día 25.

Quedaba así viuda Juana con 26 años, a merced de todo tipo de mentiras y leyendas acerca de su locura. En primer lugar y con muy buen juicio, lo primero que hizo a la muerte del rey fue formar un triunvirato con el Condestable de Castilla, el Duque de Nájera y el Cardenal Cisneros para gobernar Castilla. Además, prohibió que se diese sepultura al cuerpo de su marido. No para abrazarlo por las noches y demás sandeces que se han repetido de forma más que habitual, sino para evitar ser desposada con Enrique VII de Inglaterra. Las leyes del momento establecían que una viuda no podía casarse hasta que su marido estuviese enterrado, por lo que la sabia Juana custodió a Felipe sabedora de que era su garantía de no tener que volver a pasar por el altar.
Sin embargo, su suerte, con marido o sin él, ya estaba echada. Nunca más volvió Juana a salir de su encarcelamiento en Tordesillas. Allí la metió su padre, y allí la mantuvo su hijo. Custodiada por los marqueses de Denia, que llegaron incluso a emplear violencia física contra ella, perdió todo contacto con el mundo exterior, con el amor; exceptuando a su hija Catalina, su único apoyo.
En 1520 estalló la revuelta de las Comunidades de Castilla, la última oportunidad de conseguir la libertad para Juana, a la que los comuneros consideraban reina de Castilla. El movimiento insurgente vio en ella al legítimo gobernante que acabaría con la Monarquía de corte flamenco instaurada por Carlos I. Sin embargo Juana, con casi 15 años de encierro a sus espaldas y vacilando ante la inmensa responsabilidad que se habría ante ella, no se animó a apoyar la revuelta, que murió en Villalar, y con ellas sus posibilidades de rescate.

Como colofón a su vida, el destino le tenía reservada un último sufrimiento, quizás el mayor desde la muerte de su marido. En 1525 su hija Catalina abandonó Tordesillas para desposarse con Juan III de Portugal. Se rompía su nexo con cualquier tipo de afectividad. Juana quedaba totalmente sola, a merced de los Denia.
La soledad fue la tónica del resto de sus días. Es verdaderamente complicado tratar de ponerse en su piel. Una mujer que vivió encarcelada 50 años, en la más completa tristeza y aislamiento durante 30 de ellos; tachada de loca, habiendo perdido a su marido, a su Catalina, habiendo sido menospreciada por su padre y olvidada por su hijo.
Cómo no perder la razón, el juicio e incluso el ánimo vital en semejante situación; pasando además los últimos de sus años inmovilizada de cintura para abajo debido a una caída. Este cóctel de injusticias e infortunios, mezclado con la capacidad de comprensión psicológica propia del siglo XVI, fueron un golpe mortal a la estabilidad mental de Juana. Tan solo encontró consuelo en la compañía que le hizo sus últimos días San Francisco de Borja.
El 12 de abril de 1555, enferma y entre terribles dolores, exhaló Juana su último aliento. Era un Viernes Santo, que ponía fin a la vida de aquella desventurada cautiva en Tordesillas, que ponía por fin término a su encierro, que acababa con su Pasión particular. Al fin, era libre.