La vocación de San Mateo

A finales del siglo XVI se agotaba el Renacimiento, el movimiento artístico que había sido el faro mayor de Occidente. La luz de este faro se apagaba, y surgió un genio que maravilló al mundo con lo que quedaba, las sombras.

Michelangelo Merisi, el obstinado lombardo que pasó a la Historia con el topónimo de su ciudad natal, Caravaggio, rondaba la veintena cuando se estableció en Roma por primera vez. Habiendo llegado con una mano delante y otra detrás, su pintura rápido lo encumbró en el podio de los pintores más reconocidos de la Ciudad Eterna, en gran medida gracias al mecenazgo y protección de personalidades de gran renombre, como los cardenales Pandolfo Pucci o Francesco Maria del Monte. Fue este último quien, en el verano de 1599, concedió a Caravaggio la posibilidad de realizar su primer encargo público, tres imágenes para la Capella Contarelli en la Iglesia de San Luigi dei Francesi.

La decoración de la Capilla había sido encomendada años antes al pintor Girolamo Muziano, que rechazó el encargo, y al pintor Cavaliere D’Arpino. Sin embargo, la lentitud de Arpino colmó la paciencia del Papa Clemente VIII, que traspasó la jurisdicción del encargo al Cardenal del Monte. El prelado vio la ocasión idónea para explotar el talento de su protegido, y no dudó en despedir a Arpino y reemplazarlo por Caravaggio.

Las instrucciones que recibió el pintor fueron las de realizar un retablo central en el que se representase a San Mateo redactando el Evangelio inspirado por un ángel, y dos laterales con la Vocación y el Martirio del Santo.

Análisis formal

Lo habitual en este tipo de encargos era realizar pinturas al fresco, pero el maestro lombardo no se había prodigado apenas en ese tipo de pinturas, por lo que optó por plasmarlas en lienzo.

Comenzó con el Martirio, pero posiblemente la dejó inacabada para seguir con la Vocación. Los primeros años del siglo XVII son con toda probabilidad el punto culminante de su carrera artística. Consiguió prestigio y un status al alcance de muy pocos, haciéndose con un hueco en el salvaje mercado de arte romano (hasta que su disputa con Ranuccio Tomassoni en 1606 dio al traste con esta privilegiada posición).

Caravaggio protagonizó un hecho único en la Historia, supuso una renovación realista de la pintura, una suerte de naturalismo extremo (tanto que en ocasiones provocó airadas protestas, especialmente procedentes del ámbito religioso) que llegó incluso a humanizar personajes sacros. Inauguró su propia vertiente pictórica, el tenebrismo, que atacó la problemática de la luz empleando fuertes y violentos contrastes de claroscuro, obteniendo así unos volúmenes llenos de vida, una materia casi palpable.

El maestro ubicó la escena en una cochambrosa y oscura trattoria romana, y dividió la composición en dos mitades. A la izquierda del espectador queda el grupo de publicanos de Leví -ataviados todos con ropa de época- y a la derecha Pedro acompaña a Cristo, que se dispone a elegir a uno de los apóstoles que lo seguirán en su predicar. El tercio superior del lienzo permanece en casi completo vacío, tan solo relleno con una ventana ciega, por la que no entra luz alguna. 

De derecha a izquierda, Cristo señala con su dedo al futuro evangelista, una trayectoria acompañada por una fuerte luz focal que desemboca en el publicano, que deriva la llamada en sí mismo, imposibilitando cualquier tipo de equivocación sobre su protagonismo. 

Caravaggio decidió añadir posteriormente la figura de Pedro, otorgando así un mayor peso compositivo al lado derecho y simbolizando el papel de la Iglesia como mediadora del mensaje divino.

Análisis iconográfico

El motivo del lienzo responde al pasaje evangélico de Mateo (Mt 9,9), en el que el Hijo de Dios señala, en un gesto muy “miguelangelesco”, a Leví: “Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió”. 

Las obras religiosas debían someterse al decorum y exigencias de los comitentes y autoridades eclesiásticas, enmarcadas en los preceptos del Concilio de Trento y la Contrarreforma -aunque esto no significa la existencia de una práctica unificada en la imaginería religiosa de la época-. Si bien en el caso de la Vocación no transgredió las normas iconográficas y de decencia como hizo en el retablo principal de la Capilla o como haría posteriormente en La Muerte de la Virgen, podríamos decir que se queda al límite. El pintor abandona la concepción sagrada y la sustituye por una representación, no sólo contemporánea, sino incluso vulgar.

No obstante, el episodio, que concentra la narración en el momento de la llamada, tiene un mensaje verdaderamente potente. Se trata del paradigma de conversión y salvación: hasta el más miserable y avaricioso de los publicanos puede salvarse con la ayuda de Dios, siempre y cuando esté dispuesto a abrirse a ella. Mientras que Mateo y los muchachos abren sus ojos de par en par al mensaje de redención, las figuras en sombra siguen dedicados a los negocios y el dinero, ajenos al mensaje de Salvación y a la llamada de Cristo.

Un minuto de Mercurio y Argos

“De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía, de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, los demás vigilaban y en posta se mantenían. Como quiera que se apostara, miraba hacia Io: ante sus ojos a Io, aun vuelto de espaldas tenía”.

Esta es parte de la descripción que Ovidio hace en el libro primero de «Las Metamorfosis” de Argos, uno de los dos personajes protagonistas de la obra. Argos, según cuenta Ovidio, era un pastor al que Juno encargó la vigilancia de la ninfa Io, amante de su esposo, Júpiter. Este, como forma de liberar a su amante convertida en vaca, envía a su hijo Mercurio con la misión de matar al pastor y traer a la ninfa de vuelta.

Velázquez recibió el encargo de realizar esta obra datada del año 1659 para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. El pintor dispuso en un lienzo de clara tendencia horizontal (1,27 m de alto por 2,50 de ancho) tres figuras, que es capaz de representar de tal forma que sus posiciones no parezcan forzadas, sino en perfecta sintonía con el espacio que ocupan. La luz se encuentra fundamentalmente entre el pastor y la deidad, y durante su estancia en el Salón de los Espejos se vería reforzada por la luz que ascendía hacia el lienzo, pues fue colocado sobre una ventana.

Velázquez realiza esta obra en su etapa de madurez absoluta. La minuciosidad y el realismo detallado de sus primeros años se había transformado en una pincelada suelta y menos concreta, primando el color y la luz sobre la definición de las formas.

Tal como demuestra en otros muchos de sus cuadros, tenía un conocimiento erudito y perfecto de los temas mitológicos que realizaba. Tanto en esta como en otras de sus obras, como la Fábula de Aracne (o Las Hilanderas), la Fragua de Vulcano o Marte, Velázquez presenta unos personajes corrientes, que conforman una escena más costumbrista que mitológica. Su constante búsqueda del naturalismo, su afán por representar la realidad tal como es, le lleva a mostrarnos unos personajes sencillos, y no las deidades idealizadas que cabría imaginar cuando leemos a Ovidio.

A diferencia de otras escenas de Mercurio y Argos, como la de Rubens del Museo del Prado, el pintor sevillano no representa a Mercurio tocando la flauta o a punto de asestar el golpe mortal en el cuello del pastor, sino que escoge un momento de la historia peculiar, con Argos ya dormido y Mercurio cogiendo la espada para completar su misión. Una ausencia casi total de movimiento hace patente una violencia contenida, una quietud que anticipa el caos que seguirá al momento en que Mercurio alce la espada.

La obra se salvó del incendio del Alcázar de la Nochebuena de 1734, una suerte que no corrieron otras obras como Psique y Cupido o Apolo y Marsias. Este pequeño milagro nos permite hoy contemplar y disfrutar una de las obras más increíbles de Diego Velázquez, actualmente en la sala 015A del Museo.

Descifrando el Prado II – El Jardín de las Delicias

El título de este artículo es un mero formalismo, una manera de clasificar estas pocas palabras en el inmenso océano que es Internet; lo cual no evita que el título sea totalmente impreciso. Es prácticamente imposible descifrar la obra, y más aún la mentalidad, de Jheronimus van Aken (de ahora en adelante El Bosco). Cada vez que se entra en la sala 056A del Museo del Prado se puede descubrir un extraño y disparatado monstruo salido de las entrañas de las peores pesadillas del autor, o un pobre e incauto hombre desnudo, pecando de la manera más terrible y lujuriosa, sin siquiera sospechar lo que le espera en la tabla de la derecha.

El tríptico fue realizado entorno a los años 1480 y 1485. Inicialmente se vinculó con la familia Nassau, aunque en 1568 fue confiscado a Guillermo I por el Duque de Alba. En 1591 el cuadro fue comprado en almoneda por Felipe II y trasladado al Escorial, hasta que en 1933 se depositó en el Museo del Prado, donde reside actualmente. 

Se divide en cuatro escenas perfectamente diferenciadas. La primera de ellas, con el tríptico cerrado, se trata de una reproducción en grisalla del tercer día de la Creación. Dios Padre todopoderoso crea la vegetación, elemento que tendrá gran protagonismo en la obra una vez abierta.

La tabla de la izquierda nos desvela a Dios tomando a Eva de la mano, entregándosela a Adán, de cuya costilla acaba de brotar. Dentro de este paisaje idílico, en el que nada puede romper el equilibrio de santidad y calma reinante, el Creador les da una consigna: “creced y multiplicaos”. No obstante, en la escena ya ha irrumpido el mal, personificado en algunos reptiles y otras alimañas, como la lechuza que anida en la Fuente de la Vida.

La línea del horizonte del Paraíso continúa en la tabla central, logrando hacer la transición de este a un mundo terrenal entregado a los sentidos y el pecado. El “creced y multiplicaos” se ha pervertido, y los personajes han dejado de beber de la Fuente de la Vida para entregarse a las fuentes de los sentidos, tóxicas y conductoras a la muerte. Decenas de figuras humanas desnudas, en grupos o en parejas, llenan el espacio con una fuerte carga erótica, aludiendo a la lujuria, tema central de la tabla. Dos búhos a los lados, alusivos a la maldad, enmarcan la composición en los laterales. En el centro de la composición, un grupo de hombres cabalga alrededor de un estanque -El Bosco relaciona el agua con el amor- lleno de mujeres desnudas, que incitan al hombre a pecar.

La vida es efímera y todas nuestras acciones tendrán repercusión tras el Juicio Final. La vida de lujuria y excesos de los pecadores en la Tierra se castiga violentamente, sin piedad, en el Infierno pintado al óleo en la tabla derecha. Un vigoroso incendio arrasa una ciudad en la parte superior, lo que podría tratarse de una visión que tuvo El Bosco de su ciudad natal ardiendo. En esta visión apocalíptica todos los pecados tienen su castigo, como los avaros que son devorados y defecados por un demonio azul con cabeza de pájaro o los envidiosos que se hunden en el agua helada. Un lujurioso hombre desnudo toma consciencia del pecado que cometió en vida mientras un cerdo vestido de monja lo besa, y frente a ellos los condenados por los vicios del juego se retuercen sin orden ni concierto.

Los instrumentos musicales, con los que en vida se tocaron canciones profanas, son ahora instrumentos de tortura, que atormentan, aplastan y crucifican a esos músicos incitadores al pecado. Por último, el punto focal nos centra la mirada sobre el hombre-árbol, en el que los condenados por gula esperan que se les sirvan para comer sapos y otros animales inmundos.

Los cuadros del Bosco no tienen pareja ni parecido en el arte. Sus mundos los pueblan entes sin razón ni moral, que no dejan espacio ni a un solo metro cuadrado enteramente libre de mal, enteramente disponible para el idilio.

El pintor centró su razonamiento en que la humanidad sufre una exaltación extrema de vicios y pasiones, sin darse siquiera cuenta (inocentes infelices) de su triste condición de efímeros mortales. Que no tienen salvación esas descarriadas y lujuriosas almas, pensaría El Bosco, que plasmó con su pincel el delirante y terrorífico aspecto que tendrá el infierno, un infierno que se adelantó algunos cientos de años a toda la corriente del Surrealismo.

Este artículo me gustaría dedicarlo a mi amigo Lukake, gran seguidor de Hermes Historia.

Un minuto de Eduardo Rosales

Nació en Madrid en 1836, entrando a formar parte de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1851, recibiendo formación de grandes maestros como Federico de Madrazo, Luis Ferrant o Carlos de Haes. A los 19 años quedó huérfano, logrando sobrevivir mediante pequeños encargos. En 1856 enfermó de tuberculosis, enfermedad de la que nunca llegó a recuperarse.

Al año siguiente viajó a Roma, donde vivió durante 12 años. De nuevo sin recursos, logró salir adelante mediante encargos menores, hasta que recibió una beca en 1859. Desde que llegó a la capital italiana, estuvo buscando un tema histórico que presentar a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864. La temática que eligió, y que se transformó en la que podríamos considerar su obra maestra, fue “Doña Isabel la Católica dictando su testamento”. Con una reducida y sobria gama cromática, así como un dibujo preciso realizó un óleo que tuvo su raíz y recordó (como afirmaron algunos de sus críticos contemporáneos) a Velázquez. El lienzo le logró la primera medalla en la Exposición. 

Doña Isabel la Católica dictando su testamento – Eduardo Rosales (Museo del Prado)

Su siguiente participación en la Nacional, en 1871 con su cuadro “La muerte de Lucrecia”, también le otorgó la primera medalla, aunque la crítica fue feroz con él, tachando al lienzo de “boceto”. A partir de 1872 comenzó a pintar al aire libre, aunque también atendió otro gran número de encargos.

A partir del verano de 1873 su enfermedad empeoró. El 8 de agosto fue nombrado director de la Escuela de Bellas Artes en Roma, recibiendo su credencial el 11 de septiembre. Por desgracia, murió a los dos días, por lo que no pudo desempeñar tan importante cargo. Sus restos descansan hoy en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.

Un minuto de Caravaggio

Nació en 1571 en el seno de una familia burguesa del pueblo lombardo de Caravaggio. Más conocido con el nombre del lugar que le vio nacer, Michelangelo Merisi (Caravaggio), fue uno de los artistas más importantes del Barroco. Su estilo personalísimo y su fuerte carácter dieron paso al surgimiento de un nuevo movimiento pictórico, el caravaggismo, caracterizado por los contrastes exagerados de luz y sombra, la intensidad de expresión y unas composiciones con tendencia a la escenificación teatral, que inspiró a grandes artistas como José de Ribera.

Aprendió con Simone Pertezano (discípulo de Tiziano), y ninguna obra se conserva de este primer periodo. A los 20 años se trasladó a Roma, donde se desarrolló el pintor en todo su esplendor, tanto pictórica como personalmente, y ninguno de los dos ámbitos carece de polémicas. En tan solo unos pocos años se convirtió en el pintor más exitoso de Roma. No obstante, Caravaggio dejó un extenso reguero de peleas y escándalos.

La Vocación de San Mateo – Caravaggio (San Luis de los Franceses)

Su obra pictórica también estuvo cargada de controversias. Muy frecuentemente empleaba escenas costumbristas, casi irreverentes, para sus representaciones religiosas. Algunos ejemplos son La Vocación de San Mateo de San Luis de los Franceses o La muerte de la Virgen. Los Cánones de la Contrarreforma de Trento eran muy claros respecto a la iconografía y formas de representar las obras religiosas para las iglesias, por lo que más de una vez sus cuadros fueron rechazados, como San Mateo y el ángel o La Virgen de la Sierpe. 

La vida de Caravaggio dio un giro radical el 28 de mayo de 1606, cuando mató a Ranuccio Tomassoni y tuvo que huir de la ciudad en dirección a Nápoles, donde gozó de popularidad y éxito. Recibió importantes encargos, como La Virgen del Rosario o La flagelación de Cristo.

De Nápoles fue a parar a Malta, donde ingresó en la Orden de Malta en 1608; aunque fue expulsado de la isla al herir a un caballero de la Orden en una reyerta. Fue encarcelado en el Castillo de Sant’Angelo, aunque logró escapar a Sicilia, donde no le faltaron encargos.

Los últimos meses de su vida los pasó en Nápoles, donde de nuevo se vio envuelto en peleas y polémicas. Tras ser detenido en Porto École (esta vez por error), perdió el barco con todos sus enseres dentro. Fue entonces que decidió llegar caminando hasta Roma. Sin embargo, el cansancio y el hambre acabaron con su vida el 18 de julio de 1610, a la edad de 35 años.

¿Quieres saber más de Caravaggio?

Lee aquí el artículo completo «Caravaggio: genio y figura»

La Conquista de México a través del Arte

Más de 500 años después, hubo que esperar a Augusto Ferrer-Dalmau para poder contemplar escenas relativas a la Conquista de México. En ninguna de las salas del Museo del Prado cuelga la decisiva batalla de Otumba en un lienzo de tres por tres, ni acompaña el retrato del conocidísimo Hernán Cortés a los de los más importantes gentilhombres de cualquiera de los museos de arte de España. Resulta prácticamente imposible nombrar una sola imagen relativa a la Conquista. Ha sido necesario esperar a la obra del pintor historicista catalán para ver a Cortés entrando en Tenochtitlán. Pero, ¿a qué se debe?

Los pintores de los siglos XVI y XVII pusieron sus pinceles al servicio de la maquinaria propagandística de los catoliquísimos monarcas de la Casa Austria, pues no solo el arte radicaba en el mero placer estético de contemplar una obra. Tiziano retrató al magno César Carlos a caballo en Mühlberg como vencedor sobre la rebelión protestante de Esmalcalda; testigo que recogió Velázquez en el retrato de grupo en el que Spínola recibe las llaves de la ciudad de Breda. El arte supuso un auténtico arma, a veces incluso más efectiva que el arcabuz o la pica. Se trataba de reclamar el dominio sobre ciertos territorios en disputa, que en el caso de España se centraron principalmente contra el protestante flamenco, el francés o el turco. 

Carlos V en la batalla de Mühlberg – Tiziano (Museo del Prado)
La rendición de Breda – Velázquez (Museo del Prado)

No obstante, ninguno de los reyes españoles legitimó óleo sobre lienzo su dominio sobre México u otros territorios hispanoamericanos. Por mucho que a día de hoy los acérrimos defensores del indigenismo, siempre dispuestos a sacar a la luz un nuevo y trágico episodio del genocidio de indios americanos, cuestionen la licitud de la conquista del continente americano, en el siglo XVI no había ninguna duda respecto de la misma -ni a un lado del Atlántico ni al otro-.

La Conquista de México no entró en el programa iconográfico de ninguno de los monarcas españoles ni, más allá de algún caso aislado, de las grandes fortunas privadas como la Casa Alba o los Duques del Infantado. En las colecciones reales no hay nada de Cortés, Tenochtitlán ni Otumba, debido a que América suponía una posesión legítima otorgada por bula papal sobre la que no era necesaria ningún tipo de propaganda. Cempoala y Tlaxcala eran tan España como Burgos o Valladolid, y nadie lo ponía en duda.

Este patrón de completo vacío artístico en lo referente a la Conquista de México perdurará hasta el siglo XIX. Sin embargo, en México sí se encontrarán ciertas representaciones relativas a la conquista de mano de la población indígena. ¿Para denunciar los terribles tratos de los malvados conquistadores, pensará el ávido lector negrolegendario? Ni mucho menos. Ciertos pueblos como Texcoco o Tlaxcala acudieron a la pintura reivindicando su papel protagonista y determinante en la conquista y evangelización del virreinato. El ejemplo más notable es el Lienzo de Tlaxcala, 86 cuadros que muestran los pasajes de la conquista en los que intervinieron los tlaxcaltecas, con un objetivo de autocelebración y reconocimiento como vencedores del Imperio Mexicas y aliados castellanos de primer orden.

De igual forma, durante la administración virreinal borbónica, Texcoco acudió a la representación pictórica del bautismo del rey de Texcoco por Fray Bartolomé de Olmedo como forma de reivindicar su autonomía. Se trataba de una forma de luchar contra el gusto tan borbónico de convertir los virreinatos en colonias, mediante la exaltación del papel de los tlatoanis (reyes-guerreros) texcocanos durante la conquista de México y su apoyo a los castellanos -incluyendo la figura de Bartolomé de Olmedo, una de las figuras más apreciadas por los indios durante la conquista-.

Reproducción de una escena del lienzo de Tlaxcala

Conforme avanzó el siglo XVI, Nueva España deja a un lado el binomio español-indio para dar paso a una realidad única en la historia hasta entonces, la de la urbanización, emigración y mestizaje. Nueva España es, por tanto, partícipe y protagonista principal de los éxitos y fracasos de la Monarquía Hispánica. 

Con el surgimiento de los Estados-nación decimonónicos se dio un nuevo impulso al empleo del arte como elemento propagandístico y como herramienta para construir la historia oficial de un país, financiada y promovida por los Estados. Cobró importancia central, no ya solo lo que se contaba (los episodios escogidos no eran ni mucho menos aleatorios), sino la forma en que las imágenes eran dotadas de sentido.

A partir de la Independencia de México (1821), el relato de la Conquista estará sobrerrepresentado en la historia oficial mexicana, mientras que en España se continuó sin dar importancia alguna -muy en la línea de la incapacidad para dar una respuesta a la Leyenda Negra que ha acusado a lo largo de la historia-. Se produjo verdadero arte nacional mexicano, en el que la sangre, la muerte y la destrucción eran un denominador común y, el villano, el monstruoso conquistador enfermo por la fiebre del oro. Así, Leandro Izaguirre retrató a un indefenso Cuauhtémoc torturado por los impasibles españoles, mostrando la tónica de lo que había sido la conquista, una cacería y aniquilación sistemática de mexicas.

El suplicio de Cuauhtémoc – Leandro Izaguirre (Museo Nacional de Arte de México)

El mayor éxito del proceso nacionalizador mexicano fue hacer creer que todo el México prehispánico fue azteca-mexica. Así, lograron asimilar la caída del Imperio Mexica (suceso ocurrido gracias a innumerables pueblos autóctonos que vieron en los españoles un medio para librarse del yugo azteca) con la conquista de un país entero al modo de los siglos XIX y XX. Este anacronismo y delirio histórico ayudó a construir una identidad nacional en su sentido más negativo, en base a la creencia en un genocidio mexicano y un reaccionarismo anti-español, que ha calado tan notablemente en la opinión pública actual -valgan como ejemplo las palabras del actual Presidente López Obrador-.

De esta forma, se instrumentalizó la figura del indio para los fines partidistas del liberalismo mexicano que abogó por la distinción y ruptura radical entre México y España, convirtiendo al indígena en un mero utensilio. De forma más acusada, los muralistas del siglo XX, como Diego Rivera, hicieron irrumpir en la historia a la masa como protagonista de la historia. Ya no se trataba, como en el caso de Izaguirre, de una gloriosa figura que aguanta estoicamente su destino, sino la concurrencia de personajes indeterminados cuyo sufrimiento se pone al servicio del verdadero sujeto central, la nación.

Por otro lado, se condenó al más atronador silencio y ostracismo a las representaciones pictóricas discordantes, como es el caso del Tzompantli de Adrián Unzueta, en el que se representa el icónico espacio donde los aztecas clavaban las cabezas de los cautivos sacrificados. Cualquier relato de la nación mexicana como heredera de la española, y no como enemiga, fue combatido, suponiendo así la llegada hasta nuestros días de una opinión pública distorsionada y fanatizada.

El Tzompantli – Adrián Unzueta (Museo Nacional de Historia de México)

En conclusión, la Conquista de México se convirtió en un episodio clave para construir su identidad, mientras que para España fue tan solo una más de sus provincias, en la que vivían súbditos jurídicamente iguales a los de la Península. La forma en que se optó por tratar la Conquista en el siglo XIX se tradujo en un verdadero drama tanto para México como para España. Lo que debía haber sido motivo de orgullo por los éxitos cosechados y de aprendizaje por los errores cometidos se convirtió en la ruptura y desunión de la hispanidad y en un complejo de inferioridad o vergüenza sobre el pasado, que obliga a pedir perdón (aunque no se sabe muy bien a quién) y que vierte en el triunfo de terceros interesados. 

Más de 200 años después, ni España ni los distintos territorios de Hispanoamérica son conscientes de la importancia del elemento que supone la Hispanidad. Una identidad y una forma de ser, fruto de un proceso único en la Historia, en la que reside la esperanza de resurgimiento cultural y social en medio de la tormenta posmoderna.

Bibliografía recomendada:

Pérez Vejo, T., Salafranca Vázquez, A. (2021). La Conquista de la Identidad. Madrid: Turner Publicaciones S.L.

Velázquez: el arte de pintar un bufón

El arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas. Todos y cada uno de sus lienzos nos entregan un mensaje vital y una capacidad de expresión única en el mundo, y dejan ver la increíble capacidad de evolución continua que tenía el sevillano. Desarrolló a lo largo de su carrera un talento compositivo que lo encumbró en el Olimpo de los pintores, destacándose como un retratista único que nos legó obras magníficas, ensalzadoras de los gentilhombres de la Corte. Estos retratos majestuosos dejaban patente una elegancia y una posición social superior a la del propio espectador, convencionalismo al que Velázquez hubo de adaptar sus creaciones.

No obstante, Velázquez fue un hombre inquieto, activo, siempre deseoso de ir plus ultra en sus posibilidades creativas y su aprendizaje; y fue en Palacio donde encontró a los compañeros de viaje perfectos para su propósito . Los bufones.

El Bufón llamado Don Juan de Austria – Diego Velázquez
El Bufón Barbarroja – Diego Velázquez

Durante los siglos XVI y XVII fue común que estos “locos” -que comprendían desde enanos y bufones a simplones inocentes- formasen parte de las Cortes europeas, y la del Rey Planeta no iba a ser menos. Estos personajillos, fuente inagotable de risa y entretenimiento, subvertían los códigos de conducta e incluso llegaban a faltar al respeto a la autoridad, una cercanía que les logró un estatus privilegiado dentro del complejo engranaje que era la vida palacial.

Antes de Velázquez otros ya retrataron a estos personajes, como Antonio Moro o Sánchez Coello, todos con una iconografía similar. Representados individualmente imitaban los retratos convencionales nobiliarios de forma irónica, mientras que si eran retratados junto a sus señores era una muestra de benevolencia y de superioridad física, moral e intelectual de los mismos.

Lo normal habría sido que Velázquez siguiese esta línea de representación y mostrase a los bufones como un “objeto”, un complemento a la magnanimidad del noble de turno, carente de alma. Eso habría hecho cualquiera, pero Velázquez no era cualquiera.

La infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz – Alonso Sánchez Coello
Doña Juana de Mendoza con un enano – Alonso Sánchez Coello

Campo de experimentación y superación, la serie de retratos de los bufones es uno de los ejemplos más claros de la relación entre modelo y retratista, y la acción plástica que realiza frente a ellos. Dota de nobleza y dignidad, no ya a los modelos, sino a sí mismo, al propio arte de la pintura.

Los retratos de bufones desafían y rompen las expectativas del espectador. El pintor sevillano no reduce su humanidad, sino que hace una caracterización empática, se centra en lo que les hace personas y nos hace más sensibles a su existencia, permitiéndonos encariñarnos de Francisco Lezcano o sentir empatía -casi pena- del melancólico Sebastián de Morra, enano de expresión severa cuyo rostro casi nobilístico no concuerda con su anatomía física. Muestra una personificación singular, no genérica, otorgando a cada bufón sus cualidades personales y una fuerte carga psicológica.

El Bufón el Primo – Diego Velázquez

Velázquez hace gala del humor que caracterizó su vida y pinta unos seres desventurados que se meten en nuestra intimidad, que se burlan del espectador, que casi espera que uno de los borrachos que acompañan el Triunfo de Baco le ofrezca una copa de vino o que el Bufón Calabacillas, ese truhán con una mirada tan sonriente como carente de juicio, le suelte un improperio acompañado de una risita nerviosa.

El Triunfo de Baco – Diego Velázquez
El Bufón Calabacillas – Diego Velázquez

Siguiendo la tesis (bastante interesante) de la Doctora Georgievska-Shine, Velázquez realiza un juego de símiles y contrastes, mostrando a los bufones como contrarios improbables de sus homónimos reales. De esta manera, los bufones llamados Juan de Austria y Barbarroja son la “parodia” de los personajes históricos; Marte, ataviado con el mostacho típico de los Tercios de Flandes, es una figura melancólica y pensativa que nada tiene que ver con el aguerrido dios romano de la guerra; y Demócrito más que un filósofo es un personaje de aire chistoso que nos señala sonriente y picaresco el globo terráqueo como si de un objeto de disparate o locura se tratase.

Más allá de la iconografía y la razón de ser de esta particular tipología de retrato, Velázquez hace lo que mejor sabía hacer, pintar. Probablemente uno de los mejores cuadros de esta serie es “Pablo de Valladolid”. Con una limitadísima gama cromática, el sevillano hace un retrato de cuerpo entero que se vale tan solo de su expresión y el gesto de sus manos. Produce una sensación de espacio sin ningún tipo de referencia u objeto (¡ni tan siquiera la línea del suelo!), creando en el lienzo una atmósfera en la que el espectador casi puede meterse, respirar su aire, y deleitarse con el chiste del bufón que seguro provocaría las risas de todo el Alcázar.

Pablo de Valladolid – Diego Velázquez

Este es tan solo un episodio más de lo que fue el fenómeno Velázquez, uno de esos prodigios que aparecen una vez cada mil años, y que hacen mejor y más llena la vida de quienes tienen el privilegio de conocerlos en vida y de los que tienen la suerte de contemplar su obra siglos después.

El hispalense plasmó al óleo pequeños instantes de la vida de extraños anónimos, que hoy cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y que nos abre la posibilidad de contemplarlos y entrar en diálogo con ellos. Casi como si estuviesen vivos hoy, porque el arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas.

El Greco, o cómo hacer que se tambaleen los cimientos del Arte

En 1541 nacía en Candía (Creta) un meteoro, que se arraigó en España y provocó una explosión de genialidad precursora, haciendo tambalearse los cimientos del panorama artístico Europeo. 

Bautizado como Doménikos Theotokópoulos, recibió una formación bizantina, recogiendo influencias de los iconos en tablas y mosaicos. En 1567 se trasladó a Venecia, ya consolidado como “sgúrafos” (maestro que trabaja por cuenta propia), donde trabajó en el taller de Tiziano. En la ciudad recibió influencia de los dos grandes artistas del momento, Tiziano y Tintoretto. Trató de aprender sometiendo el espacio a las leyes de la perspectiva -empleando decorados con columnatas, palacios porticados y arcos del triunfo-, trabajando al óleo sobre lienzos muy toscos con una imprimación en ocre, en donde la elección de la luz y los colores tendrá una importancia decisiva.

En 1570 llegó a Roma, donde estudió principalmente a Miguel Ángel. Asimiló las formas del gran maestro Buonarotti y las adaptó a sus lienzos, consiguiendo mezclar lo monumental de las figuras del italiano con el naturalismo tan peculiar de su pincel. Sin embargo, la aventura romana de Doménikos duró poco. Como afirma Lafuente Ferrari, “el ambiente romano no era propicio al arte libre y expresivo de este extraño artista genial”. En la ciudad eterna aún pervivía una admiración casi religiosa por Miguel Ángel, y que el pintor de Creta criticase y se ofreciese a repintar la escena de El Juicio Final de la Capilla Sixtina (lo cual hizo sin maldad ninguna) le valió el enfado de los círculos artísticos romanos. 

Detalle del Juicio Final de la Capilla Sixtina – Miguel Ángel

Fue entonces cuando Theotokópoulos fijó sus ojos en España, atraído por las empresas artísticas de El Escorial, y fue a parar a Toledo en el año 1576. A finales del Siglo XVI Toledo era una ciudad exuberante de riqueza y cultura. Contaba con gremios, una universidad con abundantes cátedras, grandes construcciones… Y esto al pintor griego le vino como anillo al dedo. El desde entonces apodado como “Greco” (pues los toledanos consideraron que era mejor el apodo que tener que pronunciar su impronunciable nombre cretense) pudo desarrollar en Toledo una evolución artística que no podría haberse desarrollado en ningún otro país o ciudad del mundo.

Pintó sus primeras obras españolas entre 1576 y 1579, como El Expolio, donde inaugura una nueva modalidad artística donde concibe el espacio con una peculiar densidad de las figuras y una composición vertical sin paisaje ni espacios vacíos -lo que acrecienta la sensación de angustia-.

Trató de ir a probar suerte con Felipe II, quien le encargó en 1589 el Martirio de San Mauricio y la legión tebana. El Greco realizó un espectacular lienzo con una composición en distintas escenas y unos colores fríos (tan venecianos como el azul o el verde), realmente alejado del academicismo pictórico de entonces. Cuando Felipe vio el resultado no hizo otra cosa que horrorizarse, y decidió no encargar más obras al pintor.

El Martirio de San Mauricio – El Greco (Monasterio de El Escorial)

El Greco, a pesar de no contar con los favores de la Corte, sí que lo hizo con los de la devota ciudad de Toledo. Y para allá que se fue. No volvió a salir más de la ciudad, donde abrió un activo taller y desarrolló la etapa final de su pintura que hoy en día tanto le caracteriza. El de Creta ejemplifica la capacidad integradora de la sociedad española de finales del Siglo XVI, que acogió a lo que por entonces bien podía asociarse con un alienígena que había llegado paleta y pincel en mano. 

Intelectualizó su visión despojándose de todo naturalismo y empleando la luz de forma antinatural y arbitraria, que se derivaba de lo que cada forma y expresión exigían. Sus alargadas figuras no poseían densidad ni gravedad, flotaban entre cúmulos de nubes e inciertos paisajes, y estaban hechas de colores vibrantes y formas desdibujadas (que tan bien queda reflejado en las manos de sus personajes, afiladas como cuchillos). El movimiento parece proceder del interior de los personajes, creados mediante una pincelada suelta y descompuesta.

Fue uno de los mejores retratistas de la Historia. Sus retratos serios y austeros marcaron un antes y un después en la forma de concebir esta disciplina, y establecieron la pauta a seguir por los Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán o Ribera que vendrían en años posteriores.

A pesar de haber abierto un taller, no pudo tener imitadores ni crear escuela, ni siquiera su hijo consiguió emular fielmente su estilo, que fue uno de los más personalísimos de la Historia del Arte. El Greco, como Cervantes, están a caballo entre el Renacimiento y el Barroco. No son ni lo uno ni lo otro. Cervantes desdibuja con su pluma a su extraño Quijote, tan extravagante y casi místico, que bien podría formar parte de uno de los lienzos del Greco.

El entierro del Conde Orgaz – El Greco (Iglesia de Santo Tomé)

El Greco gozó de gran fama en vida, pero cayó en el olvido de la historia en los años posteriores a su muerte. Sin embargo, la Generación del 98 favoreció la recuperación del que fue uno de los mejores retratistas de todos los tiempos, provocando un gigantesco tsunami de fama que duró todo el Siglo XX -de hecho se le dedicó una exposición en el Museo del Prado por primera vez en 1902-.

El Expolio, El entierro del Conde Orgaz, La fábula, La Trinidad, El caballero de la mano en el pecho… Todos ellos y muchos más son el magnífico legado que la experta mano de El Greco dejó a la Historia del Arte. En ocasiones menos valorado de lo que debería, Doménikos Theotokópoulos destrozó todos los convencionalismos artísticos de su época e innovó en el género de la pintura de una forma que nadie había conseguido ni, probablemente, conseguiría jamás. Un pintor que fue cretense de cuna, pero que las circunstancias de su vida y su largo peregrinaje por el Mediterráneo, hicieron de El Greco el más toledano de todos.

El cuadro más ignorado del Museo del Louvre

Todo aquel que visita el Louvre, visita la sala 711 (conocida como la «Sala de los Estados»), probablemente la sala de museo que más visitantes acoge al año en el mundo, ya que en ella se encuentra La Gioconda de Leonardo Da Vinci. Un lienzo tan pequeño como es el de Leonardo (0,79×0,53) es capaz de hacer sombra a un cuadro de casi siete metros de alto y diez de largo, el más grande de todo el Museo. Los miles de visitantes que van a admirar la obra de Leonardo dan la espalda, y muchas veces ignoran, la obra de Las Bodas de Caná, de todo un genio como fue Paolo Cagliari, el Veronés.

El cuadro se le encargó al Veronés en 1562, para decorar el comedor del convento de San Giorgio Maggiore. El contrato estipulaba que el lienzo debía estar terminado para la fiesta de la Virgen (septiembre de 1563) y se le pagarían 324 ducados, 50 de ellos y un tonel de vino por anticipado.

Las Bodas de Caná – Paolo Veronese (Museo del Louvre)

En el enorme lienzo se despliega una composición abierta en la franja superior, en la que se aprecia el paisaje ideal de una ciudad renacentista, una arquitectura inspiración de Palladio, Sanmicheli y Sansovino; y una acumulación de figuras en la inferior, llegando casi al punto del horror vacui

El artista de Verona realizó una pintura en la que destacan la riqueza de las vestimentas y los adornos, cromados con los amarillos, rojos y azules tan venecianos, y abundantemente iluminados. Transformó el pasaje evangélico de San Juan en una espectacular fiesta veneciana, una representación mundana que incluía desde aristócratas y reyes hasta sirvientes, presentando al espectador un total de 130 personajes. 

En el centro de la composición, sentado a la mesa, se encuentra Jesucristo junto con la Virgen María. A su izquierda, los monjes benedictinos de San Giorgio disfrutan del abundante banquete. Sobre sus cabezas se observa la frenética actividad de los sirvientes, algunos de ellos cortando carne, seguramente alusión al sacrificio del cordero. Los asistentes a las Bodas se visten con los trajes típicos de la Venecia del Siglo XVI. Entre ellos se autorretrata el bueno de Paolo en el grupo de músicos, acompañado de sus colegas pintores Tiziano, Tintoretto y Bassano (según afirma la teoría de Zanetti). Música, ricas vestimentas, lujosas vajillas llenas de abundante comida y vino, que aseguran la diversión en la compleja escena que refleja el lienzo.

Este tratamiento tan burdo de una escena bíblica fue una gota más de un vaso que se colmó en el año 1573. La inquisición juzgó al Veronés por un lienzo de la Última Cena. Lo hizo comparecer ante el tribunal por, según reflectan sus actas, representar “bufones, borrachos, mercenarios, enanos  y otras imágenes frívolas”. Se le obligó a reformar la composición, pero el de Verona se limitó a cambiarle el nombre por “Cena en Casa de Leví”.

Cena en Casa de Leví – Paolo Veronese (Galería de la Academia)

Acabada la obra, Las Bodas de Caná se instaló en San Giorgio Maggiore en 1563. Allí permaneció hasta la campaña italiana de Napoleón, que seleccionó el cuadro para ser expoliado y llevado a Francia en 1797, proceso en el que el cuadro sufrió considerables daños que se agravaron posteriormente en la Segunda Guerra Mundial. Gracias a varias restauraciones, hoy se puede contemplar el magnífico lienzo de uno de los grandes genios de la pintura veneciana. Un lienzo que, de ahora en adelante, no pasará desapercibido para los lectores de Hermes Historia en sus próximas visitas al Museo del Louvre.

Caravaggio, genio y figura

Un concepto nuevo de artista; provocador, revolucionario, diferente. En 1571 nació Michelangelo Merisi en el seno de una familia burguesa del pueblo lombardo de Caravaggio. Más conocido con el nombre del lugar que le vio nacer, Michelangelo Merisi (de ahora en adelante Caravaggio), fue uno de los artistas más importantes del Barroco. Su estilo personalísimo y su fuerte carácter dieron paso al surgimiento de un nuevo movimiento pictórico, el caravaggismo, caracterizado por los contrastes exagerados de luz y sombra, la intensidad de expresión y unas composiciones con tendencia a la escenificación teatral. Fue el comienzo de una importante escuela de tenebristas, de la que formó parte uno de los grandes pintores españoles, José de Ribera.

De los comienzos del pintor en Lombardía poco se sabe más que aprendió con Simone Pertezano (que fue a su vez discípulo de Tiziano), y ninguna obra se conserva de este primer periodo. A los 20 años se trasladó a Roma, donde se desarrolló el pintor en todo su esplendor, tanto pictórica como personalmente, y ninguno de los dos ámbitos carece de polémicas.

Retrato de Caravaggio – Ottavio Leoni (Biblioteca Marucelliana)

En tan solo unos pocos años se convirtió en el pintor más exitoso de Roma, con encargos de los más ilustres personajes de la ciudad, como los cardenales del Monte (que fue su protector) y Carlos Borromeo o las familias Giustiniani o Borghese. No obstante, también tuvo sus detractores, que se valieron de los excesos del lombardo para tratar de denostarlo. Y es que Caravaggio gustaba de “quemar” la noche romana, muchas veces en compañía del pintor Prospero Orsi y el arquitecto Onorio Longhi. Tabernas, juegos y cortesanas hacían un cóctel perfecto para el genio de Caravaggio, un cóctel que solía acabar en peleas. Riñas tumultuarias a la salida de las tabernas, tenencia ilegal de armas o agresiones en las puertas de los lupanares era lo que más le gustaba después (sino antes) de pintar. Caravaggio dejó un extenso reguero de peleas y escándalos, siendo uno de ellos el que protagonizó en la Ostería del Moro en 1604. Pidió un plato de alcachofas, algunas en aceite y otras con mantequilla, y cuando el camarero trajo el plato, el comensal preguntó cuáles eran unas y cuáles las otras. En esta historia hay disparidad de versiones, pero el caso es que el camarero dio una respuesta que no fue del agrado de Caravaggio -“oledlas y lo sabréis”, dicen algunos-, a los que el pintor contestó lanzando el plato a la cara del pobre muchacho y desenvainando su espada para castigar su atrevimiento. Por suerte todo quedó ahí, pero el pasaje ilustra perfectamente qué tipo de persona era el italiano. 

Tan solo un año más tarde, tuvo que huir de la justicia hacia Génova por agredir al notario Mariano Pasqualone. El motivo, un lío de faldas con Lena de por medio, una prostituta que hacía las veces de amante y modelo de Caravaggio. Por fortuna, todo quedó ahí y el pintor pudo regresar a Roma.

Su obra pictórica también estuvo cargada de controversias. Muy frecuentemente empleaba escenas costumbristas, casi irreverentes, para sus representaciones religiosas. La Vocación de San Mateo de San Luis de los Franceses se trata de una cochambrosa taberna romana en la que el santo se rodea de indignos jugadores y contadores de monedas; y La muerte de la Virgen se encuadra en una destartalada habitación, en la que la Virgen está tirada de mala manera sobre un sucio colchón -polémica añadida el hecho de que emplease, presuntamente, como modelo una prostituta ahogada en el Tíber-. Los Cánones de la Contrarreforma de Trento eran muy claros respecto a la iconografía y formas de representar las obras religiosas para las iglesias, por lo que más de una vez sus cuadros fueron rechazados, como San Mateo y el ángel o La Virgen de la Sierpe. 

La vida de Caravaggio dio un giro radical el 28 de mayo de 1606. Fue a ver un partido de pallacorda (similar al tenis actual), al que también acudió Ranuccio Tomassoni, un joven de buena familia con el que ya había tenido sus más y sus menos. Las facciones de ambos personajes se dieron cita en el Campo de Marte, donde se produjo una pelea que derivó en la muerte de Ranuccio. Fue el propio Caravaggio quien con su espada cercenó el pene a Tomassoni, que murió desangrado debido al corte que recibió en una arteria. El pintor, también herido, tuvo que huir rápidamente a Nápoles para eludir a la justicia, con ayuda de algunos de sus protectores romanos como la familia Colonna.

En Nápoles gozó de la popularidad y éxito que un genio como Caravaggio merecía. Recibió importantes encargos, como La Virgen del Rosario o La flagelación de Cristo. No obstante su cabeza seguía en Roma, y ansiaba un indulto papal que no terminaba de llegar y que sus protectores no podían conseguir. Fue entonces cuando se le abrió una nueva puerta en forma de Orden religiosa, la de los Caballeros de Malta. Seguramente esperaba entrar en la Orden y conseguir así el indulto que tanto deseaba, por lo que en junio de 1607 tomó un barco hacia la isla.

En Malta trabajó seriamente, nada de tabernas, juegos ni peleas. Realizó obras excelsas, como los retratos de Alof de Wignacourt y Antonio Martelli o el San Jerónimo del Museo de St John’s. Pintó también un inmenso lienzo de La decapitación de San Juan Bautista, una obra que firma con la sangre que brota del cuello del Bautista (algo bastante tétrico y que nos ayuda a reconstruir un poco la forma de ser tan peculiar del pintor). Su trabajo duro y su alejamiento de la mala vida que había llevado en Roma y Nápoles le llevaron a ingresar en la Orden en julio de 1608, gracias a lo que pudo comenzar a vislumbrar una vuelta a la capital romana. Sin embargo, la cabra tira al monte, y en agosto se vio envuelto en una reyerta en la que hirió a un caballero de la Orden, por lo que acabó preso en el Castillo de Sant’Angelo. 

Si algo ha quedado claro es que, a parte de un gran artista, Caravaggio era un profesional huyendo de la justicia. En octubre de ese mismo año escapó de prisión a Sicilia. Para bien o para mal, su fama le precedía, y desde el instante en que pisó su nuevo destino, encargos no le faltaron. Se trasladó por un encargo del arzobispo a Palermo, lugar desde el que regresó a Nápoles, a finales del verano de 1609, como escala previa a su regreso a Roma. En Nápoles realizó sus últimas obras, como David con la cabeza de Goliat o La negación de San Pedro, y se metió en sus últimas peleas. El 24 de octubre de ese mismo año, Caravaggio fue asaltado ante la Ostería del Cerriglio, en un más que probable ajuste de cuentas, y en el que los agresores desfiguraron la cara del pintor lombardo. Su segunda estancia en Nápoles se iba tornando dramática, hasta que en julio de 1610 llegó el tan ansiado indulto del Papa Pablo V. Inmediatamente, aunque enfermo -según el Instituto IHU Méditerranée Infection de Marsella una infección producida por un estafilococo dorado- embarcó hacia Roma con todos los bienes de los que disponía y los lienzos de San Juan y Santa María Magdalena. 

El fin de los días de Michelangelo Merisi fue tan estrambótico (y misterioso) como lo había sido su obra y su vida. En una escala del barco en Porto Ércole, el pintor fue detenido y encarcelado debido a una confusión. Cuando pagó la elevada fianza para salir de prisión, el barco ya había partido con sus enseres dentro. Fue entonces que se vio sin nada más que la ropa que llevaba puesta, y decidió cubrir el trecho que le separaba de la Ciudad Eterna a pie siguiendo la costa. El cansancio, el hambre y las fiebres eran una carga demasiado pesada incluso para él, que tantas fatigas y faenas había superado. Desfigurado, solo y desesperado, “Il Caravaggio” murió el 18 de julio de 1610 en la confraternidad de San Sebastián (Porto Ércole), a la edad de 35 años.