Un minuto de Mercurio y Argos

“De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía, de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, los demás vigilaban y en posta se mantenían. Como quiera que se apostara, miraba hacia Io: ante sus ojos a Io, aun vuelto de espaldas tenía”.

Esta es parte de la descripción que Ovidio hace en el libro primero de «Las Metamorfosis” de Argos, uno de los dos personajes protagonistas de la obra. Argos, según cuenta Ovidio, era un pastor al que Juno encargó la vigilancia de la ninfa Io, amante de su esposo, Júpiter. Este, como forma de liberar a su amante convertida en vaca, envía a su hijo Mercurio con la misión de matar al pastor y traer a la ninfa de vuelta.

Velázquez recibió el encargo de realizar esta obra datada del año 1659 para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. El pintor dispuso en un lienzo de clara tendencia horizontal (1,27 m de alto por 2,50 de ancho) tres figuras, que es capaz de representar de tal forma que sus posiciones no parezcan forzadas, sino en perfecta sintonía con el espacio que ocupan. La luz se encuentra fundamentalmente entre el pastor y la deidad, y durante su estancia en el Salón de los Espejos se vería reforzada por la luz que ascendía hacia el lienzo, pues fue colocado sobre una ventana.

Velázquez realiza esta obra en su etapa de madurez absoluta. La minuciosidad y el realismo detallado de sus primeros años se había transformado en una pincelada suelta y menos concreta, primando el color y la luz sobre la definición de las formas.

Tal como demuestra en otros muchos de sus cuadros, tenía un conocimiento erudito y perfecto de los temas mitológicos que realizaba. Tanto en esta como en otras de sus obras, como la Fábula de Aracne (o Las Hilanderas), la Fragua de Vulcano o Marte, Velázquez presenta unos personajes corrientes, que conforman una escena más costumbrista que mitológica. Su constante búsqueda del naturalismo, su afán por representar la realidad tal como es, le lleva a mostrarnos unos personajes sencillos, y no las deidades idealizadas que cabría imaginar cuando leemos a Ovidio.

A diferencia de otras escenas de Mercurio y Argos, como la de Rubens del Museo del Prado, el pintor sevillano no representa a Mercurio tocando la flauta o a punto de asestar el golpe mortal en el cuello del pastor, sino que escoge un momento de la historia peculiar, con Argos ya dormido y Mercurio cogiendo la espada para completar su misión. Una ausencia casi total de movimiento hace patente una violencia contenida, una quietud que anticipa el caos que seguirá al momento en que Mercurio alce la espada.

La obra se salvó del incendio del Alcázar de la Nochebuena de 1734, una suerte que no corrieron otras obras como Psique y Cupido o Apolo y Marsias. Este pequeño milagro nos permite hoy contemplar y disfrutar una de las obras más increíbles de Diego Velázquez, actualmente en la sala 015A del Museo.

Velázquez: el arte de pintar un bufón

El arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas. Todos y cada uno de sus lienzos nos entregan un mensaje vital y una capacidad de expresión única en el mundo, y dejan ver la increíble capacidad de evolución continua que tenía el sevillano. Desarrolló a lo largo de su carrera un talento compositivo que lo encumbró en el Olimpo de los pintores, destacándose como un retratista único que nos legó obras magníficas, ensalzadoras de los gentilhombres de la Corte. Estos retratos majestuosos dejaban patente una elegancia y una posición social superior a la del propio espectador, convencionalismo al que Velázquez hubo de adaptar sus creaciones.

No obstante, Velázquez fue un hombre inquieto, activo, siempre deseoso de ir plus ultra en sus posibilidades creativas y su aprendizaje; y fue en Palacio donde encontró a los compañeros de viaje perfectos para su propósito . Los bufones.

El Bufón llamado Don Juan de Austria – Diego Velázquez
El Bufón Barbarroja – Diego Velázquez

Durante los siglos XVI y XVII fue común que estos “locos” -que comprendían desde enanos y bufones a simplones inocentes- formasen parte de las Cortes europeas, y la del Rey Planeta no iba a ser menos. Estos personajillos, fuente inagotable de risa y entretenimiento, subvertían los códigos de conducta e incluso llegaban a faltar al respeto a la autoridad, una cercanía que les logró un estatus privilegiado dentro del complejo engranaje que era la vida palacial.

Antes de Velázquez otros ya retrataron a estos personajes, como Antonio Moro o Sánchez Coello, todos con una iconografía similar. Representados individualmente imitaban los retratos convencionales nobiliarios de forma irónica, mientras que si eran retratados junto a sus señores era una muestra de benevolencia y de superioridad física, moral e intelectual de los mismos.

Lo normal habría sido que Velázquez siguiese esta línea de representación y mostrase a los bufones como un “objeto”, un complemento a la magnanimidad del noble de turno, carente de alma. Eso habría hecho cualquiera, pero Velázquez no era cualquiera.

La infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz – Alonso Sánchez Coello
Doña Juana de Mendoza con un enano – Alonso Sánchez Coello

Campo de experimentación y superación, la serie de retratos de los bufones es uno de los ejemplos más claros de la relación entre modelo y retratista, y la acción plástica que realiza frente a ellos. Dota de nobleza y dignidad, no ya a los modelos, sino a sí mismo, al propio arte de la pintura.

Los retratos de bufones desafían y rompen las expectativas del espectador. El pintor sevillano no reduce su humanidad, sino que hace una caracterización empática, se centra en lo que les hace personas y nos hace más sensibles a su existencia, permitiéndonos encariñarnos de Francisco Lezcano o sentir empatía -casi pena- del melancólico Sebastián de Morra, enano de expresión severa cuyo rostro casi nobilístico no concuerda con su anatomía física. Muestra una personificación singular, no genérica, otorgando a cada bufón sus cualidades personales y una fuerte carga psicológica.

El Bufón el Primo – Diego Velázquez

Velázquez hace gala del humor que caracterizó su vida y pinta unos seres desventurados que se meten en nuestra intimidad, que se burlan del espectador, que casi espera que uno de los borrachos que acompañan el Triunfo de Baco le ofrezca una copa de vino o que el Bufón Calabacillas, ese truhán con una mirada tan sonriente como carente de juicio, le suelte un improperio acompañado de una risita nerviosa.

El Triunfo de Baco – Diego Velázquez
El Bufón Calabacillas – Diego Velázquez

Siguiendo la tesis (bastante interesante) de la Doctora Georgievska-Shine, Velázquez realiza un juego de símiles y contrastes, mostrando a los bufones como contrarios improbables de sus homónimos reales. De esta manera, los bufones llamados Juan de Austria y Barbarroja son la “parodia” de los personajes históricos; Marte, ataviado con el mostacho típico de los Tercios de Flandes, es una figura melancólica y pensativa que nada tiene que ver con el aguerrido dios romano de la guerra; y Demócrito más que un filósofo es un personaje de aire chistoso que nos señala sonriente y picaresco el globo terráqueo como si de un objeto de disparate o locura se tratase.

Más allá de la iconografía y la razón de ser de esta particular tipología de retrato, Velázquez hace lo que mejor sabía hacer, pintar. Probablemente uno de los mejores cuadros de esta serie es “Pablo de Valladolid”. Con una limitadísima gama cromática, el sevillano hace un retrato de cuerpo entero que se vale tan solo de su expresión y el gesto de sus manos. Produce una sensación de espacio sin ningún tipo de referencia u objeto (¡ni tan siquiera la línea del suelo!), creando en el lienzo una atmósfera en la que el espectador casi puede meterse, respirar su aire, y deleitarse con el chiste del bufón que seguro provocaría las risas de todo el Alcázar.

Pablo de Valladolid – Diego Velázquez

Este es tan solo un episodio más de lo que fue el fenómeno Velázquez, uno de esos prodigios que aparecen una vez cada mil años, y que hacen mejor y más llena la vida de quienes tienen el privilegio de conocerlos en vida y de los que tienen la suerte de contemplar su obra siglos después.

El hispalense plasmó al óleo pequeños instantes de la vida de extraños anónimos, que hoy cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y que nos abre la posibilidad de contemplarlos y entrar en diálogo con ellos. Casi como si estuviesen vivos hoy, porque el arte de Velázquez es perfecto en todas sus etapas.